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El centro de Caldwell tenía muchos edificios altos con fachadas llenas de cristales, pero había muy pocos como el Commodore. Con sus treinta pisos, se destacaba entre los más altos de aquel bosque de cemento. Los cerca de sesenta áticos que albergaba tenían todos los lujos posibles, con abundancia de mármol y cromo, y por supuesto con el sello de un diseñador de moda.

En el piso veintisiete, Jane recorría el ático de Manny en busca de señales de vida, pero nada. Literalmente, no había encontrado nada. El lugar parecía más una pista de baile, pues los muebles se reducían a las tres cosas que había en la sala y una cama inmensa en la habitación principal.

Eso era todo.

Bueno, y unos cuantos taburetes forrados en cuero que había junto a la gran mesa de la cocina. ¿Y en las paredes? La única cosa que alteraba su desnudez era una pantalla de televisión de plasma del tamaño de una mesa de billar. Los suelos de madera carecían de alfombras y lo único que había allí eran aparatos para hacer ejercicio y… y zapatillas deportivas.

Lo cual no quería decir que Manny fuera un cerdo. No tenía suficiente basura para ser considerado un cerdo.

Cada vez más angustiada, la muerta viviente entró en la habitación y vio varios montones de ropa de cirugía sucia en el suelo, como charcos después de una tormenta y… nada más.

Pero la puerta del armario estaba abierta. Miró.

—¡Maldita sea!

En el suelo se alineaban una maleta pequeña, una mediana y una muy grande… faltaba una, la simplemente grande. Y un traje, a juzgar por la percha vacía que colgaba en medio de los demás trajes.

Se había ido de viaje. Tal vez de fin de semana.

Sin muchas esperanzas, Jane volvió a marcar el número del hospital y volvió a pedir que lo localizaran…

Entonces sonó el pito de llamada en espera. Jane miró el número y volvió a maldecir.

Respiró profundamente y contestó:

—Hola, V.

—¿Nada?

—Nada de nada. Ni en el hospital, ni aquí, en el ático. —El gruñido sutil que se oyó al otro lado de la línea aumentó su sensación de fracaso—. Y también busqué en el gimnasio antes de subir.

—Entré subrepticiamente en el sistema del St. Francis y encontré su agenda.

—¿Dónde está?

—Lo único que dice es que Goldberg está de turno. Mira, ya se hizo de noche. Podré salir de aquí dentro de unos…

—No, no… quédate con Payne. Ehlena es magnífica, pero creo que de todas formas tú también debes estar ahí.

Hubo una larga pausa, como si V se diera cuenta de que estaba tratando de mantenerlo lejos.

—Entonces, ¿adónde planeas ir ahora?

Jane apretó el teléfono y se preguntó a quién debería rezarle. ¿A Dios? ¿A la madre de V?

—No lo sé. Le he puesto ya dos mensajes.

—Cuando lo encuentres, llámame y yo iré a buscaros.

—Soy perfectamente capaz de llevarlo hasta la casa…

—No te alarmes, no le voy a hacer daño, Jane. No estoy planeando acabar con él, de verdad.

Sí, pero a juzgar por ese frío tono de voz, no dejaba de recordarse que hasta los mejores planes podían salir mal… Jane estaba segura de que lo dejaría vivir para que tratase a su gemela. Pero después, ¿qué? La mujer tenía sus dudas, en especial si las cosas no salían bien en la sala de cirugía.

—Voy a esperar aquí un poco más. Tal vez aparezca. O llame. Si no, ya pensaré algo.

En medio del largo silencio que siguió, Jane prácticamente pudo sentir el chorro de aire helado a través del teléfono. Su pareja hacía muchas cosas bien: pelear, follar, lidiar con cualquier problema informático. Pero lo de controlarse cuando se veía obligado a quedarse quieto, ya era otra cosa. El autodominio no era una de sus principales habilidades. De hecho, dejarlo inactivo era la mejor manera de enloquecerlo.

A ella le molestaba aquella desconfianza de V.

—Quédate con tu hermana, Vishous. —Jane usó ahora un tono neutral, más frío—. Te mantendré al tanto.

Silencio.

—Vishous, cuelga y ve a hacerle compañía a tu hermana.

Vishous no dijo nada más. Solo cortó la comunicación.

Al terminar la llamada, Jane soltó una maldición.

Una fracción de segundo después, estaba marcando de nuevo en su móvil y en cuanto oyó que una voz profunda contestaba tuvo que secarse una lágrima que, a pesar de su apariencia translúcida, parecía muy, pero muy real.

—Butch. Necesito tu ayuda. —Su voz casi se quebró al decirlo.

‡ ‡ ‡

Cuando desapareció la poca luz que quedaba después del crepúsculo y la noche comenzó su turno laboral, se suponía que el coche de Manny ya debía haber llegado a casa. Se suponía que debía haber ido directamente hacia el centro de Caldwell.

Pero en lugar de eso terminó en el extremo sur de la ciudad, donde los árboles eran muy altos y los prados superaban en número a las zonas asfaltadas.

Eso tenía sentido. Los camposantos debían tener mucha amplitud y mucha tierra, porque la palmaba todo el mundo y no era fácil amontonar ataúdes ni meterlos debajo del cemento o del asfalto.

Bueno, se podía hacer, pero eso eran mausoleos y nichos, ciudades de muertos, para entendernos, que a él no le gustaban.

El camposanto Campo de Pinos no cerraba hasta las diez de la noche y sus inmensas rejas de hierro estaban abiertas de par en par, mientras que las farolas de hierro forjado que iluminaban los senderos brillaban con una luz amarillenta en medio del laberinto de senderos. Al entrar, Manny tomó a la derecha y las farolas del Porsche iluminaron varias formaciones de tumbas marcadas con lápidas en medio del césped.

El lugar hacia el que se dirigía como si lo hubiesen hipnotizado era un monumento que carecía de significado. No había ningún cuerpo enterrado a los pies de la lápida de granito, porque no hubo ningún cuerpo que enterrar. Tampoco cenizas que guardar en una urna, o al menos nada que pudieran estar seguros que no formaba parte del Audi que se había incendiado.

Después de recorrer cerca de un kilómetro de senderos serpenteantes, Manny soltó el acelerador y dejó que el coche se detuviera lentamente. Hasta donde podía ver, era el único visitante de todo el camposanto, lo cual le parecía muy bien. No había necesidad de tener público.

Al bajarse del coche, el aire frío no pareció ser de mucha ayuda para aclarar sus pensamientos, pero al menos los pulmones tuvieron algo que hacer mientras inhalaba profundamente y caminaba sobre el incipiente césped primaveral. Manny tuvo mucho cuidado de no pisar ninguna tumba mientras avanzaba; claro, no es que los muertos se fueran a dar cuenta de que se encontraba sobre ellos, pero esa parecía la actitud más respetuosa en un lugar así.

La tumba vacía de Jane se encontraba un poco más adelante y Manny disminuyó el ritmo de sus pasos al acercarse, no a sus restos mortales, sino a la ausencia de ellos. A lo lejos, el silbato de un tren interrumpió el silencio y ese sonido triste resultó tan condenadamente apropiado a la situación que Manny sintió como si estuviera en medio de una película que no aguantaría ni dos minutos en la tele de casa y mucho menos iría a ver a cine.

—Mierda, Jane.

Se puso en cuclillas y pasó los dedos por encima del borde irregular de la lápida. Él mismo había elegido aquella losa negra porque a Jane no le habría gustado nada un color pastel o similar. Y la inscripción era igual de sencilla y discreta; sólo el nombre de Jane, las fechas de nacimiento y muerte, y una frase al final: «Descanse en paz».

Con eso iba a ganar el premio a la originalidad, pensó Manny.

Recordaba con precisión el momento en el que se enteró de su muerte. Estaba en el hospital, claro. Fue al final de un día y una noche muy largos, que comenzaron con la rodilla de un jugador de hockey y terminaron con la espectacular reconstrucción de un hombro, éxito que tenía que agradecer al drogadicto que había decidido que era capaz de volar.

Acababa de salir del quirófano, cuando se encontró a Goldberg esperándolo junto a los lavabos. Con un solo vistazo a la cara pálida de su colega, Manny supo que pasaba algo gordo. Con la mascarilla colgándole como un babero, preguntó qué demonios estaba ocurriendo, suponiendo que debía de tratarse de un accidente de cuarenta coches en la autopista, o una catástrofe aérea, o un hotel en llamas… algo que representara una gran tragedia para toda la ciudad y trabajo y gloria para su gremio.

Solo que en ese momento miró por encima del hombro de su colega y vio a cinco enfermeras y a otros tres médicos. Todos se encontraban en el mismo estado de Goldberg… y ninguno parecía tener mucha prisa para llamar a otros miembros del equipo o preparar las salas de cirugía.

Correcto. Era algo que afectaba a la comunidad. Pero a su pequeña comunidad.

—¿Qué ha pasado? ¿De quién se trata?

Goldberg había mirado hacia atrás en busca de un poco de apoyo de sus compañeros y ahí fue cuando Manny lo adivinó. Y aunque sintió que las entrañas se le congelaban, se aferró a la esperanza irracional de que el nombre que estaba a punto de salir de la boca de su colega no fuera el de…

—Jane. Un accidente de tráfico.

Manny no perdió ni un instante.

—¿En cuánto tiempo pueden traerla aquí?

—No serviría de nada.

Al oír eso, Manny no dijo nada. Sólo se quitó la mascarilla de la cara, la hizo un ovillo y la arrojó al cubo más cercano.

Al pasar junto a Goldberg, su colega había vuelto a abrir la boca para decir algo, pero él se lo prohibió.

—Ni una palabra. No. Quiero. Oír. Ni. Una. Palabra.

El resto del personal se apresuró a quitarse de su camino, abriéndole paso como una tela que se parte en dos.

De vuelta al presente, Manny pensó que no podía recordar adónde había ido o qué había hecho después; cuantas veces evocaba todo lo sucedido aquella noche, esa parte era un agujero negro. En cierto momento, sin embargo, había llegado a su ático, porque dos días después se había despertado allí, todavía vestido con la ropa de cirugía ensangrentada con la que había operado la aciaga noche.

Una de las ironías de todo el asunto era pensar en la cantidad de gente accidentada en las carreteras a la que Jane había salvado. El hecho de que muriera de esa forma parecía una venganza de la muerte por todas las almas que ella le había arrebatado de sus manos huesudas.

El pitido de otro tren hizo que a Manny le dieran ganas de gritar.

Eso y el hecho de que su maldito móvil estaba sonando de nuevo con un mensaje.

Hannah Whit. ¿Otra vez?

¿Quién demonios será?

Frunció el ceño y miró de reojo la lápida. La hermana menor de Jane se llamaba Hannah, si no estaba equivocado. Whit. ¿Whitcomb?

Pudiera ser, si no hubiera muerto siendo una niña.

‡ ‡ ‡

Jane se paseaba nerviosamente de un lado a otro.

Por Dios, debería haber llevado sus zapatillas deportivas, las que usaba para correr, pensó mientras daba otra vuelta al ático de Manny. Por enésima vez.

Ya se habría marchado del ático si hubiera tenido idea de qué otra cosa hacer, pero ni siquiera su inteligente cerebro parecía capaz de sugerirle algo verdaderamente útil.

Que ahora sonara el móvil no era exactamente una buena noticia. No quería decirle a Vishous que cuarenta y cinco minutos después todavía no tenía nada que contarle.

No obstante, Jane sacó su móvil.

—Ay… Por Dios.

Ese número. Esos dígitos que solía tener en marcación rápida en todos los teléfonos que había poseído en su anterior vida. Manny.

Cuando oprimió el botón para contestar, sintió que su mente se quedaba en blanco y los ojos se le llenaron de lágrimas. Su querido viejo amigo y colega…

—¿Hola? —Era Manny, no había duda—. ¿Señorita Whit?

Al fondo Jane oyó el silbido de un tren.

—¿Hola? ¿Hannah? —Ese odioso y querido tono de voz… una voz ronca y autoritaria—. ¿Hay alguien ahí?

A lo lejos se oyó de nuevo el silbato amortiguado.

Por Dios… pensó Jane. Ya sabía dónde se encontraba su amigo.

Colgó y se apresuró a salir volando del ático, para atravesar el centro y dirigirse más allá de los barrios que quedaban a las afueras de la ciudad. Viajando como un espectro, a la velocidad de la luz, sus moléculas atravesaron la noche en un remolino que cubrió varios kilómetros en un segundo, como si fueran sólo centímetros.

El camposanto Campo de Pinos es el típico sitio para moverte por el cual necesitas un plano, pero cuando eres solo éter en el aire, puedes recorrer cientos de metros en un abrir y cerrar de ojos y encontrar enseguida el punto buscado, aunque des muchas vueltas.

Al llegar a su tumba, Jane respiró hondo y casi dejó escapar un sollozo. Ahí estaba, en carne y hueso. Su jefe. Su colega. La persona que había dejado atrás. Y estaba junto a la lápida negra que llevaba grabado su propio nombre.

Muy bien, en ese momento Jane se dio cuenta de que había tomado la decisión correcta al no asistir a su funeral. Lo único que se había permitido a sí misma fue leer la noticia en el Caldwell Courier Journal, y ver la fotografía de todos esos cirujanos y miembros del personal del hospital y pacientes le había roto el corazón.

Pero esto era mucho peor.

Y Manny parecía estar como ella: destrozado por dentro.

Por Dios, esa loción para después del afeitado seguía oliendo muy bien… y a pesar de que había perdido unos cuantos kilos continuaba siendo un hombre mortalmente atractivo, con ese pelo oscuro y esa cara de rasgos duros. Llevaba un traje a rayas de corte perfecto, pero había unas manchas de barro alrededor de los bajos de los pantalones cuidadosamente planchados. Y los mocasines también estaban llenos de barro, lo cual le hizo preguntarse dónde demonios habría estado. Ciertamente no se había ensuciado en el camposanto: todo aquello estaba seco y cuidadosamente cubierto de césped…

Al ver que los dedos de Manny descansaban sobre la lápida, Jane pensó que debió de ser él quien la eligió. Nadie más habría tenido el buen sentido de ponerle exactamente lo que ella hubiese querido. Nada adornado ni meloso. Una frase breve, austera, elegante y al grano.

Jane hizo un esfuerzo y lo llamó.

—Manny.

El hombre levantó la cabeza, pero no miró hacia donde ella estaba, como si estuviera convencido de que había oído esa voz solo en su mente.

Tras condensar sus moléculas hasta formar un cuerpo sólido, Jane habló más alto.

—Manny.

Bajo cualquier otra circunstancia, la reacción habría sido para partirse de la risa, pues Manny se volvió bruscamente, luego lanzó un grito, se tropezó con la lápida y cayó sentado en el suelo.

—¿Qué… diablos… estás haciendo aquí? —Jadeaba, estupefacto, trastornado. La expresión de su rostro fue pasando rápidamente del horror al desconcierto y la incredulidad total.

—Lo siento.

Era una frase completamente estúpida, pero eso fue lo único que su boca pudo articular.

Y eso sería lo único por un rato, pues la visión de aquellos ojos castaños la dejó repentinamente sin palabras.

Manny se puso de pie rápidamente y su mirada oscura recorrió el cuerpo de Jane de arriba abajo. Y otra vez de arriba abajo. Nuevamente hacia arriba… y se clavó en su rostro.

De pronto estalló la ira. Y el dolor de cabeza, evidentemente, a juzgar por la mueca de dolor que hizo y la manera en que se sujetó las sienes.

—¿Esto es una broma macabra?

—No. —Jane casi hubiera deseado que así fuera—. Lo siento.

La expresión de rabia que cubrió la cara de Manny le resultaba a Jane dolorosamente familiar y entonces pensó en lo irónico que era que se pudiera sentir nostalgia de una expresión como esa.

—¿Lo sientes?

—Manny, yo…

—Yo te enterré. ¿Y tú lo sientes? ¿Qué coño es esto?

—Manny, no tengo tiempo de darte explicaciones. Te necesito.

Manny la miró con rabia durante un largo momento.

—¿Apareces después de un año de estar muerta y dices que me necesitas?

La realidad del tiempo transcurrido se le hizo agudamente dolorosa a Jane. Y también todo lo demás.

—Manny, no sé qué decirte.

—Ah ¿de verdad? ¡Aparte de que se te había olvidado contarme que estás viva, no sabes de qué charlar conmigo!

Manny se quedó mirándola fijamente. Solo mirándola.

Luego, con voz ronca, volvió a hablar.

—¿Tienes alguna idea de lo que ha significado perderte? —Rápidamente se pasó una mano por los ojos—. ¿La tienes?

Jane sintió un dolor en el pecho que casi le hacía difícil respirar.

—Sí. Porque yo también te perdí… perdí mi vida contigo y perdí el hospital.

El genial médico comenzó a pasearse de un lado a otro frente a la lápida. Y aunque Jane quería acercarse, sabía que no debía hacerlo.

—Manny, si hubiese habido alguna manera de regresar junto a ti, lo habría hecho.

—Lo hiciste. Una vez. Pensé que había sido un sueño, pero no lo fue. ¿Verdad?

—No, no lo fue.

—¿Cómo entraste en mi ático?

—Solo entré, qué más da la forma.

Manny se detuvo y se quedó mirándola, mientras la lápida se erguía entre ellos.

—¿Por qué lo hiciste, Jane? ¿Por qué fingiste tu muerte?

Bueno, en realidad ella no lo había hecho.

—Ahora no tengo tiempo de explicártelo.

—¿Entonces qué demonios estás haciendo aquí? ¿Qué tal si me explicas eso?

Jane suspiró.

—Tengo un paciente en estado crítico y quiero que tú te hagas cargo de él. No te puedo decir adónde tengo que llevarte y no te puedo dar muchos detalles y sé que esto no es justo… pero te necesito. —Jane quería desmoronarse allí mismo. Romper en llanto. Abrazarlo. Pero siguió adelante, simplemente porque tenía que hacerlo—. Llevo horas buscándote, así que se me está agotando el tiempo. Sé que estás furioso y confundido y no te culpo. Pero enójate conmigo más tarde… ahora ven conmigo. Por favor.

Lo único que Jane podía hacer era esperar. Manny no era una de esas personas a las que puedes enredar con palabras, y no era fácil de persuadir. Él decidiría qué hacer… si ir o no ir.

Y si decidía no ir, desgraciadamente Jane tendría que llamar a los Hermanos. A pesar de lo mucho que quería y extrañaba a su antiguo jefe, Vishous era su hombre y preferiría morirse antes de permitir que algo le sucediera a su hermana.

De una manera u otra, Manny operaría esa noche.