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—Toma, pensé que te gustaría un café.
Después de poner el venti latte de Starbucks sobre el escritorio de su compañero, José de la Cruz se sentó en el asiento que había enfrente.
Veck debería parecer un desharrapado, considerando que tenía puesta la misma ropa que llevaba cuando se había colgado de la capota de ese coche la noche anterior, como en una escena de Misión imposible, pero la verdad era que el cabrón de alguna manera lograba mantenerse con su aspecto rudo e impecable, en lugar de parecer un tío zarrapastroso.
Así que José estaba seguro de que las otras seis tazas de café a medio tomar que había alrededor del ordenador debían de haber sido llevadas por las distintas damas del departamento.
—Gracias, amigo.
Mientras Veck tomaba entre sus manos la nueva taza de café caliente y humeante, sus ojos no se despegaron del monitor. José, por tanto, supuso que su compañero debía estar revisando los archivos de personas desaparecidas, en especial los de mujeres entre los diecisiete y los treinta años.
De todas maneras se lo preguntó.
—¿Qué haces?
—Personas desaparecidas. —Veck se estiró en la silla—. ¿Te has fijado en la cantidad de gente entre los dieciocho y los veinticuatro años que han entrado en la lista recientemente? Hombres, no mujeres.
—Pues sí. El alcalde está reuniendo un equipo especial para investigar eso.
—También hay chicas, pero, joder, parece que hubiera una epidemia.
Afuera, en el pasillo, un par de uniformados pasaron conversando y tanto José como Veck los saludaron con un gesto de cabeza. Cuando sus pasos se desvanecieron el novato habló de nuevo.
—Lo que dijo Asuntos Internos, ¿verdad? —En realidad no era una pregunta y sus oscuros ojos azules siguieron fijos en la base de datos—. Esa es la razón por la cual estás aquí, ¿no?
—Bueno, sí, y también para traerte café. Aunque parece que te han estado atendiendo muy bien.
—Sí, la recepción de abajo es muy considerada.
Ah, sí. Las dos Kathys, Brittany, que escribía su nombre como Britnae, y Theresa. Probablemente todas pensaban que Veck era un héroe.
José carraspeó.
—Resulta que el fotógrafo ya tiene cargos por acoso debido a su hábito de aparecerse en lugares en los que no es bienvenido. Él y su abogado solo quieren olvidarse del asunto, porque lo que menos necesitan ahora es tener otro problema por allanar el escenario de un crimen. Asuntos Internos tomó las declaraciones del caso y la conclusión es que todo se reduce a una simple agresión de tu parte, pero nada grave. Además, el fotógrafo dice que no va a cooperar con la fiscalía en caso de que eleven cargos contra ti. Probablemente porque piensa que eso le puede ayudar.
En ese momento Veck lo miró.
—Gracias a Dios.
—Pero no te entusiasmes demasiado.
Veck entornó los ojos, pero no porque estuviera confundido. Él sabía exactamente cuál era el problema.
Sin embargo no preguntó nada, solo se quedó esperando.
José miró a su alrededor. A las diez de la noche, la oficina del Departamento de Homicidios estaba vacía, a pesar de que los teléfonos seguían sonando aquí y allá, hasta que el buzón de voz devoraba a los que llamaban. En el pasillo, el personal de la limpieza estaba en plena labor y el zumbido de varias aspiradoras llegaba desde el laboratorio de la científica.
Así que no había razón para no hablar con franqueza.
De todas maneras, José cerró la puerta principal. Al regresar con Veck, se volvió a sentar y, después de recoger un papel que encontró en el suelo, se puso a hacer un dibujo invisible sobre la tapa de imitación madera del escritorio.
—Me preguntaron qué pensaba de ti. —Se dio un golpecito en la sien—. A nivel mental. Querían saber si estás cuerdo o no.
—Y tú dijiste…
José se encogió de hombros y guardó silencio.
—Ese desgraciado estaba tomando fotos de un cadáver. Para ganar dinero…
José levantó una mano para acallar las protestas.
—Nadie te discute eso. Joder, todos queríamos pegarle. Sin embargo, la cuestión es hasta dónde habrías llegado… si yo no te hubiese detenido.
El novato frunció el ceño.
Y luego no se oyó nada más que silencio. Un silencio mortal. Bueno, excepto por los teléfonos.
—Sé que has leído mi expediente.
—Así es.
—Sí, bueno, pues yo no soy mi padre. —Veck hablaba ahora con un tono neutral pero contundente—. Ni siquiera crecí a su lado. Apenas lo conocí y no me parezco a él en nada.
Desde luego parecía un tío con muchas cualidades.
Thomas Del Vecchio tenía muchas cosas a su favor: había obtenido las mejores calificaciones en sus estudios de justicia criminal. Había sido el primero de su clase en la academia de policía. Sus tres años como patrullero eran impecables. Y eran tan apuesto que nunca tenía que buscarse su propio café.
Pero era hijo de un monstruo.
Y esa era la raíz del problema que tenían entre manos. Todo el mundo estaba de acuerdo en que no era justo condenar a los hijos por los pecados de los padres. Y Veck tenía razón: en las pruebas psicológicas que le habían hecho, sus resultados habían sido tan normales como los de cualquier otro.
Así que José lo había tomado como compañero sin pensar ni una vez en su padre.
Pero eso había cambiado desde la noche anterior y el problema era la expresión que José había visto en la cara de Veck antes de abalanzarse sobre ese fotógrafo.
Tan fría. Tan calmada. Con una indiferencia tan absoluta como si estuviera abriendo una lata de cerveza.
Después de haber trabajado en Homicidios a lo largo de casi toda su vida adulta, José había visto a muchos asesinos. Estaban los tíos que cometían crímenes pasionales y que perdían el control debido a su relación con un hombre o una mujer; estaba el departamento de los idiotas, que para José comprendía a todos los que cometían crímenes relacionados con la droga y el alcohol, así como la violencia entre pandillas; y luego estaban los psicópatas sádicos, a los cuales había que matar como a perros rabiosos.
Todas esas variantes causaban tragedias inimaginables en la vida de las familias de las víctimas y a la comunidad en general. Pero no eran los que le quitaban el sueño a José.
El padre de Veck había asesinado a veintiocho personas a lo largo de diecisiete años… y solo eran los cadáveres que se habían encontrado. El desgraciado estaba condenado a muerte y esperaba la ejecución de la sentencia en Sommers, Connecticut, a solo unos ciento cincuenta kilómetros de Caldwell. José no tenía dudas de que iba a recibir la inyección letal, a pesar de la gran cantidad de apelaciones que había presentado su abogado. Pero lo que era una verdadera locura era que Thomas Del Vecchio Sr. tenía un club de seguidores repartidos por todo el mundo. Con cien mil amigos en Facebook, objetos publicitarios en CafePress y canciones sobre él escritas por bandas de heavy metal, era toda una celebridad.
Todo eso enfurecía a José, que se decía que esos idiotas que idolatraban al maldito cabrón deberían venir a hacer su trabajo durante una semana. A ver si después de conocerlos en la vida real todavía pensaban que los asesinos eran tipos geniales.
José nunca había conocido a Del Vecchio padre en persona, pero había visto cantidades de vídeos de la fiscalía y de interrogatorios policiales. A primera vista, el tío parecía tan lúcido y sereno como un instructor de yoga. También era bastante agradable. Independientemente de quién estuviera frente a él o qué le dijeran para provocarlo, nunca se agitaba, nunca se intimidaba, nunca mostraba indicios de que eso le afectara.
Solo que José había visto algo en su cara. Y lo mismo detectaron unos cuantos de los otros profesionales que lo habían tratado: de vez en cuando, en sus ojos se veía una chispa que hacía que José agarrara el crucifijo que llevaba al cuello. Era la clase de chispa que brilla en los ojos de un chico de dieciséis años cuando ve a una muchacha linda que pasa por su lado, o a una chica de caderas anchas el ombligo al aire. Era como el reflejo de un rayo de luz sobre la hoja de un cuchillo, una chispa de luz y placer.
Pero su chispa no se encendía por la visión de una bella criatura, sino por la evocación de un asesinato monstruoso.
Sin embargo, eso era lo único que había dejado ver. Las pruebas lo habían condenado, pero nunca había reconocido su culpabilidad.
Y esa era la clase de asesino que mantenía a José despierto y contemplando el techo mientras su esposa dormía a su lado. Del Vecchio padre era lo suficientemente inteligente para mantener el control y ocultar sus huellas. Era muy seguro de sí mismo y manejaba muchos recursos. Y era tan implacable como el cambio de las estaciones… Era la representación de Halloween en un universo paralelo: en lugar de un tío normal con una máscara, él era un demonio tras una máscara atractiva y amigable.
Veck se parecía mucho a su padre en lo físico.
—¿Has oído lo que he dicho?
Al oír la voz del chico, José volvió al presente.
—Sí, sí, te he oído.
—Entonces, ¿esto es todo lo que teníamos que hablar? —Veck hizo la pregunta con voz altiva—. ¿Estás diciendo que ya no quieres trabajar conmigo? Suponiendo que todavía tenga trabajo…
José volvió a concentrarse en su dibujo invisible.
—Asuntos Internos te va a hacer una advertencia.
—¿De veras?
—Les dije que tenías la cabeza donde debía estar.
Veck suspiró.
—Gracias, amigo.
José tamborileaba ahora con los dedos sobre el escritorio.
—La presión en este trabajo es muy jodida. —Al decir eso, José miró a Veck a los ojos—. Y eso nunca va a cambiar.
Hubo una pausa. Luego su compañero murmuró:
—Tú realmente no crees lo que les dijiste, ¿verdad?
José hizo un gesto de indiferencia.
—El tiempo lo dirá.
—Entonces, ¿por qué demonios me salvaste el pellejo?
—Supongo que creo que mereces tener la oportunidad de enmendar tus errores, aunque no sean realmente tuyos.
Lo que José se reservó para sus adentros era que no era la primera vez que aceptaba tener un compañero que tenía asuntos por resolver en el trabajo, por decirlo así.
Joder, ¡y cómo había terminado Butch O’Neal!: Desaparecido. Supuestamente muerto. A pesar de lo que José creía haber escuchado en la grabación de esa llamada.
—No soy mi padre, detective. Te lo juro. Solo porque adopté una actitud profesional cuando golpeé a ese tío…
José se inclinó hacia delante y clavó su mirada en los ojos del chico.
—¿Cómo supiste que eso fue lo que me molestó? ¿Cómo supiste que lo que me alarmó fue la tranquilidad con que lo hiciste?
Al ver que Veck se ponía pálido, José se volvió a recostar en la silla. Después de un rato, sacudió la cabeza.
—Eso no significa que seas un asesino, hijo. Y el hecho de que le tengas miedo a algo no significa que sea cierto. Pero creo que tú y yo debemos ser muy claros entre nosotros. Como te dije, no creo que sea justo que te juzguemos con otros parámetros a causa de tu padre, pero si vuelves a tener otro arrebato como ése por cualquier cosa, y me refiero a una multa por aparcar en sitio prohibido… —Señaló con la cabeza la taza de café—. O a un café asqueroso, o mucho almidón en tu camisa… o la maldita fotocopiadora… será el final. ¿Está claro? No voy a permitir que una persona peligrosa lleve una placa, ni mucho menos un arma.
Bruscamente, Veck volvió a fijar la mirada en el monitor. En él se veía la fotografía de una bonita rubia de diecinueve años, que había desaparecido hacía unas dos semanas. Todavía no habían encontrado el cadáver, pero José estaba casi seguro de que a esas alturas ya debía de estar muerta.
Después de hacer un gesto de asentimiento, Veck agarró el café y se recostó en el asiento.
—Trato hecho.
José espiró y también se relajó llevándose las manos a la nuca.
—Bien. Porque tenemos que encontrar a ese tío antes de que se cargue a alguien más.