37
De pie y desnudo en el ático, Vishous esperaba que sucediera algo, cualquier cosa.
Pero no ocurrió nada. Butch retrocedió y desapareció por la cocina. Al quedarse solo, V cerró los ojos y soltó una maldición. Había sido una mala idea. No puedes pedirle a un buen chico católico que juegue con la clase de juguetes que él…
El ataque llegó desde atrás, rápido y certero.
Fue una especie de llave paralizadora, perfectamente ejecutada: dos brazos enormes lo envolvieron desde atrás a la altura del pecho y las caderas, y su cuerpo fue zarandeado y lanzado contra la pared del fondo, junto a la mesa. El buen chico católico parecía no conocer la piedad, pues lo empujó con tal violencia que cada centímetro de V chocó contra el muro. Y no tuvo tiempo de rebotar, pues enseguida Butch lo inmovilizó, sujetándolo por la nuca y el trasero.
Rugió:
—¡Levanta los brazos, puta basura!
V intentó obedecer. Hubo de forcejear para librarse de la presión que le mantenía los dos brazos atrapados contra el pecho. El derecho se soltó primero. En cuanto asomó la muñeca, sintió que se la agarraban y se la esposaban. El brazo izquierdo siguió el mismo camino poco después.
A los policías se les daba bien el manejo de las esposas de acero.
Luego hubo una breve pausa durante la cual V pudo tomar un poco de aire y después el sonido de una cadena metálica que rodaba a través de una polea le anunció hacia dónde se dirigía la sesión: hacia arriba.
Gradualmente, su peso fue pasando de los pies a las articulaciones y los músculos de los brazos. Pero el ascenso se detuvo justo antes de que los dedos de los pies se separaran totalmente del suelo. Y se quedó allí colgando, de cara a las ventanas, mientras el aire entraba y salía agitadamente de sus pulmones.
El vampiro sadomasoquista oía a Butch moviéndose detrás de él.
—Abre la boca.
Al oír la orden, V obedeció hasta el extremo de que casi se le dislocó la mandíbula.
Las heridas de la cara, producto del golpe contra el espejo, estallaron en un coro de alaridos por aquel esfuerzo de los maxilares.
La mordaza que Butch le pasó por la cabeza encajó perfectamente donde debía hacerlo y una bola de látex quedó entre los colmillos, obligándolo a abrir la boca todavía más. Con un rápido tirón, la correa de cuero abrazó el cráneo y la hebilla quedó tan apretada que se enterró en el cuero cabelludo.
Era un montaje perfecto: la suspensión, la inmovilización y la sensación de asfixia comenzaron a hacer su trabajo, liberando la adrenalina que hacía que el cuerpo se tensara y se excitara de muchas formas distintas.
Lo siguiente fue un corsé de pinchos, que no entró por encima de la cabeza sino que rodeó el tronco, al tiempo que las puntas de metal que llevaba por dentro se clavaban en su piel. Butch comenzó con la correa que rodeaba el esternón y luego fue apretando una tras otra… hasta que todo el torso de V, desde las costillas hasta el estómago y de ahí a la parte superior de las caderas, se convirtió en una sucesión de círculos de dolor que penetraban hasta la columna, disparando descargas hacia arriba, hacia el cerebro, y hacia abajo, hacia la polla, a esas alturas dura ya como una piedra.
El aire silbaba al entrarle por la nariz, cuando se produjo una especie de pausa en la que no hubo contacto. Pero enseguida Butch regresó con cuatro tiras de goma. Para ser un lego, el expolicía se manejaba de maravilla con todo aquello: tanto la mordaza de bola como el corsé y demás parafernalia sadomasoquista.
Trabajando sin dilación, Butch deslizó las bandas a través de los aros de la mordaza y luego las estiró hasta amarrarlas por la parte delantera y trasera del corsé.
De esta forma quedó totalmente inmovilizada la cabeza de Vishous, que ya no pudo mirar más que hacia el frente.
Luego Butch le dio un empujón y V comenzó a girar sobre sí mismo como si fuera un carrusel. En ese estado de parálisis, los giros acabaron con el dominio de la realidad que le quedaba y no pasó mucho tiempo antes de que el vampiro perdiera la noción de qué era lo que se movía: si él o la habitación. Las cosas pasaban frente a sus ojos una tras otra: el mueble bar, la puerta de salida, la mesa, Butch, la cama, el vaso… luego era otra vez el bar, la puerta, la mesa… y Butch una vez más, que ahora se había acercado a los látigos y las cadenas que colgaban de la estantería.
Pero el policía de momento se limitó a quedarse allí, con los ojos fijos en el giratorio Vishous.
Como si fuera un tren que llega a la estación, las vueltas se fueron haciendo más y más lentas hasta que se detuvieron por completo… y los dos quedaron frente a frente.
—Dijiste que no había reglas. —Butch hablaba con los dientes apretados—. ¿Mantienes esa idea?
Sin poder asentir o negar con la cabeza, V hizo lo que pudo con los pies, moviéndolos hacia arriba y hacia abajo.
—¿Estás seguro?
Al ver que V repetía el movimiento, los ojos de Butch brillaron a la luz de las velas… como si los tuviera llenos de lágrimas.
Suspiró y dictó sentencia con voz gutural.
—Está bien, si así lo quieres, que así sea.
Butch se secó la cara, se volvió hacia la pared y luego comenzó a caminar a lo largo de la estantería de instrumentos sadomasoquistas. Cuando lo vio aproximarse a los látigos, V se imaginó el de puntas de acero cortándole la espalda y los muslos; pero el policía siguió de largo. En la siguiente sección estaban los «gatos», instrumentos de azote de varias colas. V casi pudo sentirlos ya desgarrándole la piel… pero Butch no se detuvo ahí tampoco. Luego estaban los ganchos para los pezones y las esposas dentadas de acero inoxidable que se podían poner en los tobillos, los brazos, la garganta…
Al ver que el policía ignoraba todos los instrumentos, Vishous frunció el ceño y se preguntó si su amigo estaría fingiendo que hacía lo que le pidió que hiciera. Desde luego, no sería de extrañar.
Sin embargo, de pronto Butch se detuvo. Y tendió la mano hacia…
V gimió y comenzó a sacudirse contra las cadenas que lo mantenían suspendido. Con los ojos desorbitados, hizo lo que pudo para suplicar, pero no tenía forma de mover la cabeza ni hablar.
Butch habló con voz ahogada.
—Dijiste que no había límites, de modo que así es como lo vamos a hacer.
V sintió un espasmo en las piernas y su pecho comenzó a sufrir convulsiones por falta de oxígeno. La máscara que el policía había elegido no tenía agujeros para los ojos, ni para los oídos o la boca. Hecha de cuero y cosida con un fino hilo de acero inoxidable, la única entrada de oxígeno que permitía era a través de dos paneles laterales hechos de malla, que estaban ubicados en la parte de atrás, de modo que la luz tampoco entraba y, antes de llegar a la boca y los pulmones, el aire circulaba primero por encima de la piel aterrorizada y ardiente. Era un artefacto que V había comprado pero nunca había usado. Sólo la había conservado porque le causaba terror y esa era razón suficiente para tenerla.
Ser privado de la vista y el oído era la única cosa que garantizaba que V perdiera el maldito control, y tal era, precisamente, la razón por la cual Butch había elegido esa máscara. El policía sabía muy bien qué teclas debía tocar: el dolor físico era una cosa… pero el pánico psicológico era mucho peor.
Y, por tanto, más efectivo.
Butch caminó despacio hacia él y luego desapareció de su vista. Mientras pataleaba frenética e inútilmente, V trató de recolocarse, para quedar frente al otro, pero sus dedos no alcanzaban a tocar bien el suelo, lo cual era otro acierto de la estrategia de su amigo. Luchar y forcejear sin éxito solo aumentaba el terror.
Súbitamente, todo quedó a oscuras.
V comenzó a sacudirse de manera incontrolable y a tratar de luchar, pero era una batalla que tenía perdida: con un rápido tirón, la máscara se apretó alrededor del cuello, sin que nada pudiera moverla.
La hipoxia mental se apoderó de inmediato de V. No quedaba nada de oxígeno, no entraba ni salía nada…
Luego sintió algo que le subía por la pierna. Algo largo y delgado. Y frío.
Como un cuchillo.
V se quedó completamente quieto. Su cuerpo se convirtió en una especie de estatua suspendida por dos cuerdas de metal.
Las inhalaciones y exhalaciones dentro de la máscara producían una especie de rugiente zumbido en sus oídos. Concentró la captación de sensaciones debajo de la cintura. El cuchillo subía lenta pero inexorablemente, y a medida que avanzaba se iba desviando hacia la parte interior del muslo…
A su paso iba dejando un rastro líquido que se deslizaba por la rodilla.
V ni siquiera sentía el dolor del corte a medida que el cuchillo se dirigía hacia su miembro, pues las implicaciones de lo que estaba sintiendo fueron como un puñetazo sobre el botón que activaba su proceso de autodestrucción.
En un segundo, el pasado y el presente se mezclaron en una especie de aquelarre alimentado por la adrenalina que circulaba por cada una de sus venas. Y V se sintió súbitamente transportado a la noche en que los hombres de su padre lo sujetaron contra el suelo, siguiendo las órdenes del Sanguinario y le marcaron con los tatuajes. Pero los tatuajes no fueron lo peor de todo.
Y ahí estaba otra vez esa escena, sucediendo de nuevo. Sólo que esta vez no había tenazas.
Vishous lanzó un grito a pesar de la mordaza… y siguió gritando.
Gritó por todo lo que había perdido… gritó por ser el medio macho en que se había convertido… gritó por Jane… gritó por la desgracia de tener aquellos padres y chilló por lo que quería para su hermana… gritó por lo que había obligado a hacer a su mejor amigo… Gritó y gritó hasta que se quedó sin aire y sin conciencia y sin nada.
Ni pasado ni presente.
Ya no era ni siquiera él mismo.
Y en medio del caos, de la manera más extraña, Vishous encontró la libertad.
‡ ‡ ‡
Butch se dio cuenta de que su amigo se había desmayado en el mismo momento en que eso ocurrió. No solo fue porque notara que los pies se quedaban quietos; fue la súbita manera en que toda aquella tremenda musculatura se relajó. No más tensión en sus brazos y sus muslos enormes. No más contracciones del pecho. No más venas amenazando con estallar en los hombros y la espalda.
Enseguida, Butch retiró de la pierna de V la cuchara que había tomado de la cocina y dejó de verter el agua tibia que tenía en un vaso que había sacado del mueble bar.
Las lágrimas que nublaban sus ojos no le ayudaron a soltar la máscara ni a retirarla. Tampoco fue fácil quitar las bandas con que le había inmovilizado la cabeza. Pero lo que más trabajo le dio fue la mordaza.
Soltar el corsé fue un trabajo de mierda, de los peores de su vida. Pero no había más remedio que hacerlo, y lo hizo, lo más rápido que pudo para aliviarle sufrimientos. Y, poco después, el cuerpo de V quedaba a la vista, lleno de sangre pero libre de toda aquella basura.
En la pared, Butch soltó el cabrestante y bajó lentamente el cuerpo inmenso e inanimado de su amigo. No había indicios de que se hubiese dado cuenta del cambio de altitud y el contacto con el suelo fue relativamente suave, pues después de que las piernas cayeran, las rodillas se doblaron y el mármol pareció elevarse para recibir el trasero y el torso.
Butch encontró más sangre cuando retiró las esposas.
Dios, su amigo estaba hecho un desastre: las correas de la mordaza habían dejado marcas rojas en las mejillas; el daño causado por el corsé era aún más notorio; y luego estaban las muñecas, totalmente laceradas, en carne viva.
Todo eso, además del estado en que ya tenía la cara, por cortesía de lo que había roto con ella, que a saber qué cojones sería.
Durante un momento, lo único que Butch pudo hacer fue quitarle el pelo negro de la cara, con unas manos que temblaban como si tuviera Parkinson. Luego miró el cuerpo de su amigo, desde los tatuajes que tenía debajo de la cintura hasta el sexo flácido… y también las cicatrices.
El Sanguinario era un maldito hijo de puta por torturar a su hijo de la manera en que lo había hecho. Y la Virgen Escribana era una zorra inútil por haber permitido que eso pasara.
Y Butch se sentía horriblemente mal por haber usado ese pasado tan espantoso para aterrorizarlo.
Pero la verdad es que no había querido golpear físicamente a V; no es que fuera un cobarde, pero no tenía estómago para hacerlo. Además, la mente era el arma más poderosa que uno tenía para atacar a los demás y para destruirse a sí mismo.
Butch no había dejado de llorar desde que empuñó la cuchara y comenzó a subirla por la pierna del vampiro, porque sabía la reacción inmediata que eso iba a provocar. Y era muy consciente de que el agua tibia contribuiría a incrementar la confusión entre el pasado y el presente que se desencadenaría en el corazón atormentado de su amigo.
Los gritos habían sido amortiguados por la mordaza y la capucha, y sin embargo ese relativo silencio había perforado los tímpanos de Butch como lo hubiera hecho el chillido más espeluznante.
Iba a pasar un largo, largo tiempo antes de que pudiera recuperarse de esto: cada vez que cerraba los ojos, lo único que veía era el cuerpo de su amigo sacudiéndose y forcejeando.
El expolicía se restregó la cara, se levantó y fue hasta el baño. Del armario sacó un montón de toallas negras: dejó unas cuantas secas y las otras las humedeció con agua templada en el lavabo.
Al regresar al lado de Vishous, limpió del cuerpo de su amigo la sangre y el sudor producto del pánico. Lo hizo minuciosamente, por todo el organismo del amigo, sin dejarse nada.
La limpieza le llevó una buena media hora y varios viajes de allí al baño y del baño allí.
La sesión «terapéutica» había durado apenas una fracción de ese tiempo.
Cuando terminó, alzó el tremendo peso de V en sus brazos y lo llevó a la cama, donde lo acostó con la cabeza sobre las almohadas forradas en satén negro. La limpieza con la esponja había dejado la piel de V como erizada. Estaba débil, sentía frío, así que Butch lo envolvió en la colcha y las sábanas.
El proceso de recuperación ya había comenzado y la carne que había quedado lacerada o cortada ya se estaba reconstituyendo y borrando las marcas que habían quedado.
Eso era una ventaja.
Al dar un paso hacia atrás, una parte de Butch quería acostarse en la cama y abrazar a su amigo. Pero no había lugar para estúpidos consuelos y, además, si no salía de allí pronto y se emborrachaba como una cuba, iba a terminar por perder la razón por completo.
Cuando se aseguró de que V estaba bien, Butch agarró su chaqueta, que había tirado al suelo…
Un momento: las toallas llenas de sangre y el desastroso caos que había quedado debajo de la polea todavía seguían allí.
Así que, moviéndose rápido, limpió el suelo y luego agarró la montaña de toallas y las llevó a la cesta de ropa sucia del baño… lo cual lo hizo preguntarse quién diablos haría la limpieza en el ático. Tal vez fuese Fritz… o quizás fuera el mismo V el que se encargaba del oficio doméstico.
De regreso en la habitación, Butch revisó por segunda vez que toda prueba de lo ocurrido hubiese desaparecido, a excepción del vaso y la cuchara, y luego se acercó para ver si V seguía dormido, o mejor dicho desvanecido, casi en estado de coma.
Totalmente. Inconsciente.
—Te voy a traer lo que de verdad necesitas. —Butch lo dijo en voz baja, mientras se preguntaba si alguna vez volvería a respirar normalmente, pues su pecho parecía tan comprimido como había estado el de V con el corsé—. Aguanta, hermano.
Camino a la puerta, Butch sacó el móvil para marcar… pero el maldito teléfono se le cayó al suelo.
Uf. Parecía que las manos todavía le estaban temblando. Increíble.
Después de un momento, cuando oprimió la tecla de llamada rogó que la llamada tuviera éxito.
Respondieron y habló con voz ronca.
—Listo. Ya puedes venir. No, créeme, él te va a necesitar. Todo esto lo hice por vosotros dos. No… sí. No, yo estoy saliendo en este momento. Bien. Perfecto.
Después de colgar, Butch echó la llave a la puerta y llamó el ascensor. Mientras esperaba, trató de ponerse la chaqueta y forcejeó tanto para nada, que al final se dio por vencido y se la colgó del hombro. Cuando las puertas se abrieron y se oyó la campanita, Butch entró, presionó el botón de la planta del aparcamiento y bajó, bajó, bajó, cayendo de manera fluida y controlada gracias a la pequeña caja metálica del ascensor.
Le mandó un mensaje a su shellan, en lugar de llamarla, por dos razones: no confiaba en su tono de voz en ese momento y, la verdad, no estaba listo para responder a las preguntas que inevitablemente, y de manera más que justificada, le haría ella.
Todo bien. Voy a casa a descansar. Te amo xxx B.
La respuesta de Marissa llegó con tanta rapidez que era evidente que tenía el teléfono en la mano y estaba esperando recibir noticias suyas: Yo también te amo. Estoy en Safe Place, pero ¿quieres que vaya a casa?
El ascensor se abrió y el dulce olor de la gasolina le informó de que había llegado a su destino. Mientras se dirigía a la Escalade, respondió el mensaje a Marissa: No, de verdad estoy bien. Quédate allí y trabaja. Te esperaré en casa cuando termines.
Estaba sacando las llaves del bolsillo, cuando su móvil volvió a sonar. Está bien, pero si me necesitas, tú eres lo más importante.
Dios, qué mujer tan honorable y valiosa.
Lo mismo digo, xxx, respondió él.
Quitó la alarma del vehículo con el mando a distancia, se montó, cerró la puerta y echó el seguro.
Se suponía que debía comenzar a conducir. Pero en lugar de eso apoyó la frente en el volante y respiró hondo.
Tener buena memoria era una cualidad sobrevalorada. Y a pesar de que no envidiaba a Manello por todo lo que habían borrado de su cerebro, habría dado casi cualquier cosa por deshacerse de las imágenes que acechaban en su cabeza.
No por deshacerse de V, no.
Él nunca iba a renunciar a ese macho. Jamás.