36

Al llegar a la Guarida desde el túnel subterráneo, Vishous se tuvo que limpiar la sangre de la cara con la mano para poder seguir hacia las habitaciones. Mientras avanzaba, pensaba que afortunadamente el espejo se había partido en dos, porque eso significaba que tal vez no se había clavado muchos cristales. Aunque en realidad le importaba un pito.

Llegó frente a la puerta de Butch y Marissa y llamó con fuerza.

—Un momento.

El expolicía no tardó mucho en abrir la puerta, aunque todavía se estaba poniendo la bata.

—¿Qué sucede? —Al verlo se quedó perplejo—. Por Dios Santo, V.

Por detrás del hombro de Butch, el vampiro masoquista alcanzó a ver cómo Marissa se sentaba en la cama, claramente sofocada y su largo pelo rubio despeinado, y cómo se cubría el pecho con las sábanas. La expresión de perezosa satisfacción que tenía inicialmente fue reemplazada rápidamente por la consternación.

—Debería haber llamado por teléfono. —V, que notaba el sabor metálico de la sangre, se extrañó al oír el tono sereno de su voz—. Pero no sé dónde está mi móvil.

Al mirar a los ojos a su mejor amigo, se sintió como un diabético desesperado por una inyección de insulina. O quizás más bien como un adicto a la heroína, suplicando una dosis. Pero fuera cual fuese la metáfora adecuada, tenía que hacer algo para calmarse o acabaría perdiendo el control y haciendo algo criminalmente estúpido.

Algo como agarrar las dagas y convertir al puto cirujano en carne para hamburguesas.

—Los sorprendí juntos. —Parecía un loco—. Pero no te preocupes. El humano todavía respira.

Y luego simplemente se quedó allí, con la pregunta que había ido a hacer tan claramente dibujada en su cara como la sangre que le corría por las mejillas.

Butch miró de reojo a su shellan. Sin vacilar ni un instante, ella asintió con la cabeza, mientras lo miraba con unos ojos tan tristes y comprensivos que V se sintió conmovido aun en el estado de perturbación en el que se encontraba.

—Ve —dijo ella—. Ocúpate de él. Te amo.

Butch le hizo un gesto con la cabeza y probablemente moduló con los labios las palabras «yo también te amo».

Luego miró a V y murmuró bruscamente:

—Espérame en el patio. Yo llevaré el Escalade, y agarra una toalla del baño, ¿quieres? Pareces el maldito Freddy Krueger en persona.

Cuando el policía se alejó de la puerta en dirección al armario y se quitó la bata para vestirse, V se quedó mirando a la shellan de Butch.

—Está bien, Vishous. —Marissa sonreía—. Todo irá bien.

—No creas que ansío hacer esto. —Pero lo necesitaba antes de que se convirtiera en un peligro para él mismo y para los demás.

—Lo sé. Y yo también te quiero.

Vishous respondió en Lengua Antigua.

Me siento más que agradecido de conocerte.

Luego se inclinó ante ella y dio media vuelta.

‡ ‡ ‡

Cuando por fin su visión dejó de ser borrosa, un rato más tarde, V se encontraba en el asiento del pasajero del Escalade. Butch iba al volante y pisaba el acelerador tan a fondo que seguramente ya debían de haber avanzado bastante. De hecho, las luces del centro de Caldwell ya no brillaban a lo lejos sino, que los rodeaban, resplandeciendo a través del parabrisas y las ventanillas.

El silencio que reinaba en la camioneta era tenso como la hoja de una daga y tan denso como el asfalto. Y a pesar de que cada vez estaban más cerca de su destino, V aún tenía problemas para asimilar el viaje que estaban haciendo. Sin embargo, ya no había marcha atrás. Para ninguno de los dos.

El aparcamiento subterráneo del Commodore.

Motor apagado.

Dos puertas que se abren, dos puertas que se cierran.

Luego subir en el ascensor.

Todo sucedía como en una nebulosa y a V le costaba trabajo seguir el hilo de los acontecimientos.

Después vio que Butch usaba la llave de cobre para abrir la puerta de su ático.

V entró primero y encendió las velas negras con el pensamiento. Tan pronto como se iluminaron las paredes y el suelo negro, pasó de ser un zombi a convertirse en un manojo de sensaciones, como si sus sentidos se hubiesen despertado hasta el punto de que sus propias pisadas le resonaban en los oídos como bombas y el chirrido de la puerta cerrándose tras ellos hacía pensar que el edificio se estaba derrumbando.

Cada bocanada de aire que tomaba era una ráfaga de viento. Cada palpitación de su corazón era el golpe de un boxeador. Cada vez que tragaba saliva sentía como si se estuviera bebiendo un río entero.

¿Era así como se sentían sus esclavos sexuales? ¿Con todos los sentidos exacerbados?

V se detuvo junto a la mesa. No tenía chaqueta que quitarse. Lo único que llevaba encima era la bata de hospital que ahora estaba llena de sangre.

Detrás de él, la sombra de Butch se cernía sobre él como la de una montaña.

V hizo una pregunta con voz ahogada.

—¿Puedo usar tu teléfono?

—Toma.

El vampiro dio media vuelta y agarró el BlackBerry en el aire con la mano enguantada. Después de seleccionar la opción para enviar un mensaje, buscó Doctora Jane en el directorio de contactos.

Pero en ese punto sus dedos se quedaron paralizados. Tenía un caos de emociones en el cerebro y los alaridos que necesitaba sacar de su cabeza se atravesaban en el camino. Su naturaleza reservada era ahora una jaula de barrotes de acero que lo encerraba irreversiblemente en sí mismo.

Precisamente por eso estaban allí.

Maldijo en voz baja y canceló el mensaje.

Se volvió para devolverle el móvil a Butch. Su amigo se encontraba junto a la cama y se estaba quitando una de sus múltiples chaquetas de cuero superfinas. Nada de chaquetas de motero para el policía. La que vestía esta vez le llegaba hasta las caderas y tenía un corte perfecto que envolvía su pecho enorme con un material tan suave como las nubes. V lo sabía porque la había tocado muchas veces.

Esa no era la ropa con la que su amigo peleaba.

Y se la estaba quitando con toda la razón.

No había por qué manchar de sangre algo tan fino.

V dejó el teléfono sobre la cama y retrocedió. Butch dobló la chaqueta con manos precisas y cuidadosas y, cuando la puso sobre la cama, parecía como si estuviera acostando a un bebé sobre una cuna negra. Luego sus dedos gruesos y fuertes dieron un tirón al pantalón negro y aflojaron la camisa de seda, también negra, por encima del cinturón.

Silencio.

Y no se trataba de un silencio cómodo, ni mucho menos.

Vishous clavó la mirada en el ventanal que rodeaba el ático y se quedó contemplando la imagen de su mejor amigo.

Pasados unos instantes, el antiguo policía volvió la cabeza.

Y los ojos de ambos se encontraron reflejados en las ventanas.

Butch habló con tono patibulario.

—¿Te vas a dejar eso encima?

Vishous levantó los brazos y soltó la tirilla que mantenía unidas las dos partes de la bata de hospital a la altura de la nuca. Y luego hizo lo mismo con la de la cintura. Cuando la bata cayó, el policía se quedó mirando desde el otro extremo cómo caía al suelo. Luego pronunció otras lúgubres palabras.

—Necesito un puto trago.

En el mueble bar, el policía se sirvió una copa de Lagavulin. Y otra. Y luego hizo a un lado el vaso, agarró la botella y bebió a morro.

Vishous se quedó donde estaba, respirando por la boca y sintiendo cómo entraba y salía el aire, mientras permanecía concentrado en la imagen de su mejor amigo.

Este dejó la botella sobre la mesa, pero no la soltó. Dejó caer la cabeza hacia delante. Parecía haber cerrado los ojos.

—No tienes por qué hacer esto.

El expolicía esbozó una sonrisa escéptica.

—Sí, tengo que hacerlo.

El policía levantó la cabeza y luego giró sobre los talones.

Cuando finalmente se acercó, dejó la botella en el mueble bar y se detuvo justo detrás de Vishous. Estaba cerca, lo suficientemente cerca para que V pudiera registrar con facilidad su calor corporal.

O tal vez solo era la propia sangre de V que comenzaba a hervir.

—¿Cuáles son las reglas?

—No hay reglas. —Vishous separó las piernas para afirmarse mejor sobre el suelo y se preparó para lo que venía—. Haz lo que quieras hacer… pero tienes que machacarme. Tienes que convertirme en mierda.

‡ ‡ ‡

En el complejo de la Hermandad, Manny se puso ropa de cirugía limpia. Si seguía así, debería comprar acciones de la empresa que fabricaba esas prendas. Era el cliente ideal.

Una vez en el pasillo, se recostó en la pared de cemento y se quedó contemplando sus zapatillas deportivas. El cirujano cuarentón no quería entusiasmarse demasiado; tenía el presentimiento de que Payne y él al final no irían a ningún lado.

Resultaba que era hija de una deidad.

La mejor suegra.

Pero eso no le importaba en absoluto. Podría haber sido descendiente de un avestruz, la verdad, y le afectaría lo mismo. Ese asunto le traía sin cuidado.

Se restregó la cara, quizás para ayudarse a pensar. El hombre no sabía muy bien si estaba impresionado por su propia indiferencia o en realidad le aterrorizaba la falta de reacción ante semejante noticia. Probablemente lo más sano sería estar impresionado y negarse a creer todo ese millón de barbaridades. ¿Cómo iba a existir una diosa que se hacía llamar Virgen Escribana, que era como un tubo fluorescente y bla, bla, bla? Pero su cerebro parecía perfectamente tranquilo, lo cual significaba que se estaba volviendo realmente flexible a la hora de discriminar entre la realidad y la fantasía, o que su materia gris había caído en un penoso estado de impotencia.

Probablemente ocurría lo primero. Porque, pensándolo bien, se sentía… Mierda, se sentía mejor de lo que se había sentido en años. Ello a pesar de que había estado operando durante diez horas sin parar y había dormido en una silla buena parte de la noche, o del día, lo que fuera. Su mente y su cuerpo estaban más fuertes, saludables y alerta que nunca. Incluso ahora, al estirarse, no notaba la familiar rigidez de los músculos ni le chasqueaban sus ya veteranos huesos. Era como si acabara de pasarse un mes de vacaciones, a base de masajes y muchas sesiones de yoga frente al mar.

Pero nunca había hecho la postura del perro.

Tampoco se había quedado como tonto, cabeza abajo.

En ese momento cruzó por su mente una imagen absolutamente fabulosa y sensual de Payne. Notó que su miembro erecto pedía saltar a la cancha, y pensó que probablemente lo mejor sería mantenerlo en el banquillo. No, no, mejor mandarlo a la grada, no se fuera a entusiasmar. Bueno, definitivamente, a la ducha y luego a casa. Ni convocado para los partidos. Lejos de la competición, lejos de cualquier tentación.

Payne salió de la oficina prácticamente saltando. Llevaba en la mano el maletín de Manny y el resto de sus cosas.

—¡Somos libres!

Con la gracia de una atleta, corrió hacia él, con el hermoso pelo flotando tras ella. Daba pasos firmes y armoniosos. La suya era una recuperación como el doctor no había visto otra. Nunca.

—¡Somos libres! ¡Somos libres!

Se echó en brazos de Manny, eufórica. El cirujano, abrazándola, miró sus inigualables ojos.

—¿Nos van a dejar ir?

—¡Así es! Tenemos permiso para irnos en tu automóvil. —Cuando le entregó todas sus cosas, la Elegida sonrió con tanta felicidad que sus colmillos brillaron—. Pensé que ibas a necesitar esto. Y el teléfono ya funciona.

—¿Cómo supiste que estas cosas son mías?

—Huelen a ti. Y Wrath me contó lo de la tarjeta diminuta que mi gemelo sacó del móvil.

Fantástico.

Pensó que aquella criatura reconocía su olor, y eso provocó su enésima excitación. Recordó lo cerca que habían estado de consumar sus relaciones. Evocó…

Muy bien, era hora de detener la película.

Payne le puso una mano en la cara.

—¿Sabes una cosa?

—¿Qué?

—Me gusta la forma en que me miras, Manello.

—¿De verdad?

—Sí. Me hace pensar en el momento en que tu boca estaba sobre mí, y me encanta recordar eso.

Manny, a punto de perder los estribos, dejó escapar un gruñido. Dispuesto a evitar que las cosas se salieran de madre, rodeó a Payne con sus brazos.

—Vamos. Salgamos antes de que perdamos esta oportunidad.

La carcajada que ella soltó sonaba tan libre de preocupaciones que, por alguna razón, Manny sintió que el pecho se le abría en dos y dejaba expuesto su corazón. Y eso fue antes de que ella se inclinara y lo besara en la mejilla.

—Estás excitado.

Manny la miró de reojo.

—Y tú estás jugando con fuego.

—Me gusta el calor que desprendes.

Manny soltó una carcajada.

—Bueno, pues no tienes por qué preocuparte, no creo que sea tan nuevo para ti. Tú eres puro fuego.

Llegaron a la salida de emergencia. Manny apoyó la mano sobre la barra sin empujarla aún.

—¿De verdad crees que esto se va a abrir?

—Inténtalo y averígualo.

Manny empujó y el pesado panel de metal se abrió de par en par.

No había ningún vampiro armado con pistolas y machetes dispuesto a saltar sobre ellos.

Manny sacudió la cabeza.

—¿Cómo demonios lo lograste?

—Al rey no le hizo mucha gracia, esa es la verdad. Pero yo no estoy prisionera aquí, ya soy mayor de edad y no hay ninguna razón por la cual no pueda salir del complejo.

—Y al final de la noche, ¿qué va a suceder? —Al ver que la dicha de Payne se ensombrecía, Manny pensó: claro, así fue como lo logró. Técnicamente, ella lo estaba acompañando a su casa. En realidad era su despedida.

El cirujano le acarició la asombrosa melena negra.

—Está bien, está bien, bambina.

La hembra parecía entristecida.

—No quiero pensar en el futuro y tú tampoco debes hacerlo. Hay muchas horas por delante.

Horas, sí, pero no años, ni meses, ni días siquiera. Sólo unas horas.

Manny no se sentía libre en absoluto. Pero no quería amargar a su amada, a la que tomó de la mano con energía.

—Vamos, el tiempo es oro. Aprovechemos lo que tenemos.

El coche estaba aparcado en una zona de sombras, a mano derecha. Al aproximarse Manny notó que estaba abierto. Claro, si entraban en su cabeza, ¿no iban a ser capaces de abrir un puñetero coche?

Manny abrió la puerta del acompañante.

—Déjame ayudarte.

La llevó del brazo, como todo un caballero, la ayudó a sentarse y luego le pasó el cinturón de seguridad sobre el pecho y lo abrochó.

Vio que la Elegida devoraba con los ojos el interior del vehículo y que acariciaba casi reverencialmente el asiento. Manny se imaginó que era la primera vez que Payne se subía a un coche. Le pareció conmovedor, maravilloso.

—¿Alguna vez habías estado en uno de estos cacharros?

—Pues no, lo cierto es que no.

—Bueno, entonces iremos despacio, para que te acostumbres y lo disfrutes.

Payne lo agarró de la mano cuando él se enderezó.

—¿Puede andar rápido?

Manny sonrió.

—Es un Porsche. La velocidad es lo suyo.

—Entonces iremos tan rápido como el viento. ¡Quiero recordar mis días a caballo!

Manny hizo una foto mental de la felicidad que reflejaba la cara de Payne: estaba radiante. No era que se hubiera encendido otra vez como una bombilla, sino simplemente que estaba feliz.

Manny se inclinó y la besó.

—¡Eres tan hermosa!

La vampira le agarró la cara con las manos.

—Y yo te doy las gracias por hacer posible eso.

¡Ya le gustaría ser el responsable!, pero lo que la hacía hermosa era la libertad, la buena salud y el optimismo… Todo lo que, desde luego, tenía bien merecido.

La miró intensamente.

—Quiero presentarte a alguien.

Payne le sonrió.

—Entonces vamos, Manello. Vamos hacia la noche, hacia los nuevos conocimientos.

Después de un momento más de contemplación, el cirujano arrancó.