20

Manny y Payne se quedaron solos. El cirujano no podía dejar de mirar a su paciente. Sus ojos iban de la cara a la garganta y luego hasta las largas y hermosas manos. Por Dios, aquella criatura olía como recordaba y ese perfume se metió por su nariz y le llegó directamente hasta los genitales.

—Sabía que eras real. —Ya lo había dicho. Joder, se estaba repitiendo. Tal vez habría sido mejor decir algo más, cualquier cosa, pero evidentemente eso era todo lo que se le ocurría; el alivio que le producía saber que no se estaba volviendo loco era sencillamente abrumador.

Al menos hasta que vio el brillo de las lágrimas en los ojos de la mujer, que subrayaban la absoluta desesperanza de su mirada.

Había hecho por ella todo lo que podía y sin embargo había fracasado. Totalmente.

Aunque en realidad Manny ya se lo había imaginado. El cabrón de la perilla, su hermano, no habría regresado al mundo humano si las cosas fuesen bien en ese terreno.

Con voz trémula, el sanador la interrogó.

—¿Cómo estás?

Al responder, la celestial criatura sacudió lentamente la cabeza.

—Lastimosamente… estoy…

Viendo que no terminaba la frase, Manny le agarró la mano. Dios, qué piel tan suave.

—Háblame.

—Mis piernas… mis piernas no han mejorado.

Manny maldijo para sus adentros. Quería examinarla a conciencia, ver las últimas radiografías… tal vez hacer preparativos para llevarla de nuevo al St. Francis para hacer otra resonancia.

Pero, a pesar de lo importantes que eran todos esos exámenes, podían esperar. Por ahora, se encontraba en una situación emocional muy frágil y su obligación era ayudarla a superar eso antes que nada.

—¿Sigues sin sentir nada, nada en absoluto?

Payne negó con la cabeza, una lágrima se escapó de sus ojos y rodó por su mejilla. Manny odiaba verla llorar, pese a que tenía que reconocer que nunca había visto nada tan precioso como aquellos ojos bañados de lágrimas.

—Yo… siempre estaré así. —La convaleciente se estremeció.

—Y ¿qué quieres decir exactamente con eso de «estaré así»?

—Aquí. En esta cama. Atrapada. —Los ojos de la mujer no solo le sostuvieron la mirada, sino que parecieron buscar los suyos y aferrarse a ellos—. No puedo soportar esta tortura. Ni una noche más.

Era evidente que hablaba muy en serio y, por una fracción de segundo, Manny sintió que el pánico le devoraba el alma. Tal vez en el caso de otra mujer… u hombre, en realidad… una afirmación como esa podría ser la expresión de su desconsuelo. Pero ¿en el caso de ella? Era un plan.

—¿Tenéis acceso a Internet aquí?

—¿Internet?

—¿Algún ordenador con acceso a la red?

—Ah… Creo que hay uno en el salón que está más allá. Saliendo por esa otra puerta.

—Enseguida vuelvo. Quédate ahí.

Eso la hizo esbozar una sonrisa.

—¿Y adónde podría ir, sanador?

—Eso es precisamente lo que quiero mostrarte.

Al ponerse de pie, Manny tuvo que resistir el impulso de besarla y se apresuró a salir para evitarlo. No le llevó ni un minuto encontrar el Dell en cuestión y entrar en el sistema con la ayuda de una enfermera rubia bastante atractiva que se presentó como Ehlena. Diez minutos después, Manny regresó a la habitación de Payne y se detuvo en el umbral.

En ese momento la enferma estaba arreglándose el pelo. Las manos le temblaban mientras se lo alisaba. Las manos pasaban por la cabeza e iban a la trenza, recorriéndola como si estuviera buscando algún defecto.

Manny no pudo contenerse.

—No hace falta que hagas eso. Estás perfecta. Mejor dicho, eres perfecta.

En lugar de responder, ella se sonrojó y se puso nerviosa, lo cual fue, en realidad, lo mejor que pudo hacer.

—Me has dejado sin aliento.

Estas últimas palabras de la mujer dispararon la imaginación de Manny hacia lugares a los que no debería ir.

Tuvo que hacer un esfuerzo supremo para no abalanzarse sobre ella como el cuarentón salido que era.

—Payne, yo soy tu médico, ¿verdad?

—Sí, sanador.

—Y eso significa que te voy a decir la verdad. Sin engaños y sin ocultarte nada. Te voy a decir exactamente lo que pienso y dejaré que tomes tu propia decisión… Para eso necesito que me oigas con atención, ¿comprendes? Lo único que tengo para ofrecerte es la verdad, nada más y nada menos.

—Entonces no necesitas decir nada, porque sé muy bien cuál es mi situación.

Manny miró a su alrededor.

—¿Has salido de aquí alguna vez desde que regresaste de la operación?

—No.

—¿Así que has estado mirando estas cuatro paredes durante toda una semana, atrapada en una cama, mientras que otras personas te alimentan, te bañan y se ocupan de tus funciones corporales?

Respondió secamente.

—No necesito que me lo recuerdes. Gracias por…

—Entonces, ¿cómo sabes cuál es tu situación?

Payne frunció el ceño con expresión seria y misteriosa. Y también muy sexi, se dijo el maduro calentorro.

—Eso es ridículo. Yo sé dónde estoy. —Señaló, un poco irritada, el colchón sobre el que reposaba—. Todo el tiempo he estado aquí.

—Exacto. —Al ver que ella lo miraba con odio, Manny se acercó—. Voy a levantarte de ahí y te voy a llevar a otro sitio, si me lo permites.

La mujer alzó las cejas.

—¿Y adónde piensas llevarme?

—Fuera de esta maldita jaula.

—Pero… No puedo. Tengo un…

—Lo sé. —Desde luego, ella estaba preocupada por el catéter, y para ahorrarse cualquier situación incómoda, Manny sacó una toalla limpia de la mesita—. Tendré cuidado con eso, y contigo.

Después de asegurarse de que todo estaba en orden, el médico le quitó la sábana que la estaba tapando y la levantó en brazos. El cuerpo de su paciente se sentía sólido contra la parte superior de su tronco y le llevó apenas un momento acomodarla, con la cabeza sobre el hombro y las largas, larguísimas piernas colgando de su brazo. El perfume que llevaba o el jabón que usaba, o lo que fuera, le hizo pensar en el olor del sándalo… y de algo más.

Orgasmos, Dios, qué orgasmos.

Los que había tenido cuando soñaba con ella.

Ahora fue él quien se sonrojó. Cojonudo.

Payne se aclaró la garganta.

—¿Te parece que peso mucho? Soy muy grande para ser una hembra.

—Eres perfecta, una hembra perfecta.

—En el lugar del que vengo no es así, sino al contrario.

—Entonces están usando un patrón de belleza equivocado.

Manny llevó su preciosa carga a través de la puerta hasta la sala de examen. El lugar estaba vacío porque así lo había pedido el médico un momento antes: le había dicho a la enfermera —¿Elina? ¿Elaina?— que les dejasen unos instantes de discreta soledad, porque tenían que hablar en privado.

No había manera de saber cómo saldrían las cosas.

Con ella entre sus brazos, recostada contra su pecho, el médico se sentó frente al ordenador y se acomodó de manera que ella pudiera ver la pantalla. Al ver que ella parecía más interesada en mirarlo a él, no se molestó lo más mínimo… aunque eso no le ayudaba mucho a concentrarse. Y tampoco contribuía a llevar a buen puerto el propósito por el cual la había sacado de la cama.

—Payne.

—¿Qué?

Joder, qué voz tan seductora. Ese tono era capaz de cortarlo como un cuchillo y hacer que le gustara el dolor provocado por esa herida; desearla como la estaba deseando y contenerse era un placer tan exquisito que de alguna manera era mejor que el mejor sexo que hubiera tenido en la vida.

Era como un maravilloso orgasmo anticipado, consumado por no tener lugar.

—Se supone que debes mirar la pantalla. —Acarició la mejilla de la Elegida.

—Prefiero mirarte a ti.

—Ya, ¿de veras? —Manny se percató de que había hablado con una voz tan seductora como la de ella y se dijo que era hora de propinarse una regañina interna cuyo mensaje principal era «ni se te ocurra, viejo verde».

Pero, joder…

—Tú haces que sienta algo por todo el cuerpo. Incluso en las piernas.

Bueno, la atracción sexual inspiraba eso a algunas personas. Ciertamente los circuitos de Manny estaban tan encendidos como Manhattan a media noche.

Solo que el propósito central de sentarla en sus rodillas como si fuese San Nicolás y estuvieran en Navidad, era algo mucho más importante que prepararse para un polvo rápido… o incluso una sesión que durara una semana, o un mes, o Dios los protegiera, un año entero. Tenía que ver con toda una vida. La de ella.

—¿Qué te parece si miras el ordenador por un momento y luego puedes observarme a mí todo lo que quieras?

—Está bien.

Payne seguía sin mirar el monitor.

—Mira el ordenador, bambina.

—¿Eres italiano?

—Por el lado de mi madre.

—¿Y por el de tu padre?

Manny encogió los hombros.

—Nunca lo conocí, así que no puedo decírtelo.

—¿Tu progenitor fue un desconocido?

—Bueno, más o menos. —Manny puso el dedo índice debajo de la barbilla de Payne y le volvió suavemente la cabeza hacia el ordenador—. Mira.

Luego le dio un golpecito a la pantalla y se dio cuenta del momento en que Payne se concentró en lo que estaba viendo, porque frunció el ceño y las pupilas brillaron celestialmente.

—Ese que ves es un amigo mío, Paul. —Manny no trató de ocultar el orgullo que sentía—. También fue paciente mío. Es un campeón… y ha estado en esa silla de ruedas durante años.

‡ ‡ ‡

Al principio, Payne no estaba muy segura de qué era la imagen… Se estaba moviendo; eso era seguro. Y parecía ser… Un momento. Era un humano, y estaba sentado en una especie de aparato que rodaba por el suelo. Para desplazarse, él impulsaba el aparato con sus grandes brazos, con la cara contraída y una concentración tan feroz como la que tendría un guerrero en el momento culminante de la batalla.

Tras él venían otros tres hombres sentados en máquinas similares y tenían los ojos fijos en él, como si estuvieran tratando de cerrar la distancia que parecía crecer cada vez más entre ellos y su líder.

—¿Eso es una carrera? —preguntó Payne.

—Es el Maratón de Boston, una competición en silla de ruedas. Ahí Paul está pasando por Heartbreak Hill, la parte más difícil del recorrido, cuesta arriba.

—Va delante de los otros.

—Espera y verás… apenas está empezando. Paul no solo ganó la carrera… Logró un récord impresionante.

Entonces vieron cómo el amigo de Manny ganaba con un inmenso margen, mientras sus brazos enormes se movían con el viento, el pecho subía y bajaba, pletórico, y la multitud que se agolpaba a los dos lados de la calle lo ovacionaba. Al pasar a través de una cinta, una hermosa mujer corrió hacia él y los dos se abrazaron.

¿Y qué llevaba la mujer en los brazos?: un bebé con los mismos rasgos de aquel hombre.

El sanador de Payne se inclinó hacia delante y movió sobre el escritorio un pequeño instrumento negro con el cual cambió lo que se veía en la pantalla. Entonces desapareció la imagen que se movía y en su lugar apareció un retrato estático del hombre, sonriendo. Era muy apuesto y era como si proyectara salud. A su lado estaba otra vez la misma mujer de pelo rojo y el pequeño de ojos azules.

El hombre seguía sentado y la silla parecía ahora más compleja que aquella en la que había competido; de hecho, era mucho más parecida a la que Jane le había llevado. Las piernas del hombre parecían desproporcionadamente pequeñas con relación al resto de su cuerpo, delgadas e inmóviles sobre la silla, pero nadie se fijaba en eso y ni siquiera en la silla rodante. Sólo veías el halo de energía e inteligencia que rodeaba a ese hombre.

Payne estiró la mano hacia la pantalla y tocó la cara del hombre.

Habló con voz muy baja.

—¿Cuánto hace que…?

—¿Cuánto tiempo lleva paralizado? Cerca de diez años. Estaba paseando en su bicicleta cuando fue atropellado por un conductor borracho. Le hice siete operaciones en la espalda.

—Pero todavía está en la silla.

—¿Ves a la mujer que está junto a él?

—Sí.

—Se enamoró de él después del accidente.

Payne volvió la cabeza como un rayo y se quedó mirando a su sanador.

—¿Y pudo tener descendencia?

—Claro. Paul puede conducir un coche, puede tener relaciones sexuales, obviamente… y lleva una vida más plena que mucha gente a la que le funcionan las piernas. Es un empresario exitoso, un atleta magnífico y un hombre maravilloso. Me siento orgulloso de ser su amigo.

Al hablar, el cirujano siguió moviendo la cosa negra y las imágenes fueron cambiando. Había muchas en las que el hombre aparecía en otras competiciones atléticas y luego otra en la que estaba sonriendo, junto a un gran edificio en construcción, y luego una más en la que aparecía frente a una cinta roja, con un par de tijeras doradas en la mano.

—Paul es el alcalde de Caldwell. —El sanador volvió a moverle la cabeza para que ahora lo mirara a él—. Escúchame, y quiero que recuerdes esto. Tus piernas son parte de ti, pero no son todo lo que eres, ni mucho menos. Así que, sea lo que sea lo que decidas hacer esta noche, necesito que sepas que no eres menos a causa de la lesión. Aunque estés en una silla, seguirás valiendo lo mismo que valías. La estatura no es más que un dato físico, pero no significa ni una mierda en lo que tiene que ver con el carácter o la clase de vida que llevas.

Manny hablaba con mucha seriedad y, si Payne quería ser honesta consigo misma, tenía que reconocer que se enamoró un poco más de él en ese momento.

—¿Puedes mover el… esa cosa, para que pueda ver más?

—Toma, mejor muévelo tú. —El sanador tomó su mano y la puso sobre el objeto negro y alargado—. Izquierda y derecha, arriba y abajo. ¿Ves? Va moviendo la flechita de la pantalla. Haz clic sobre la zona indicada cuando quieras ver algo.

Payne necesitó un par de minutos para aprender, pero luego le fue cogiendo el truco… y era absurdo, pero el solo hecho de desplazarse por las distintas partes de la pantalla y elegir lo que quería ver le inyectó una gran sensación de energía.

Soltó una exclamación.

—¡Puedo hacerlo!

Enseguida se sintió avergonzada. Teniendo en cuenta lo sencillo que era, se dijo que era una victoria muy pequeña como para vanagloriarse de ella.

—Esa es la idea. —Le hablaba al oído—. Puedes hacer cualquier cosa.

Payne se estremeció al oír eso. O tal vez se estremeció por algo más que las palabras.

Al volverse a concentrar en la pantalla, pensó que las imágenes que más le gustaban eran las de las competiciones. El esfuerzo y la voluntad indomable que expresaba la cara del hombre, ella los sentía arder en su pecho desde hacía mucho tiempo. Y por supuesto, la imagen de la familia también era una de sus favoritas. Se trataba de humanos, pero los vínculos parecían ser tan fuertes como lo eran entre los vampiros. Allí había amor, mucho amor.

Manny creyó llegado el momento decisivo.

—¿Qué dices, entonces?

—Creo que llegaste en el momento oportuno. Eso es lo que digo.

Payne se movió entre los fuertes brazos de Manny y se quedó mirándolo. Sentada en sus rodillas, deseó poder sentir más partes de él. Todo su cuerpo. Pero de la cintura para abajo, sólo notaba una vaga tibieza, eso sí, mucho mejor que el frío que había sentido constantemente desde la operación… pero había tanto que sentir y ella no podía…

—Sanador… —Payne había clavado los ojos en los labios del hombre.

Él bajó los párpados y pareció dejar de respirar.

—¿Sí?

—¿Puedo…? —La mujer se humedeció los labios—. ¿Puedo besarte?

Él pareció encogerse, como si padeciera un dolor súbito, pero el olor que despedía se hizo más intenso, así que Payne se dio cuenta de que sí deseaba que ella hiciera lo que hizo.

A Manny no se le ocurrió otra cosa que blasfemar, o más bien bendecir a su manera.

—¡Santo… Cristo… Bendito!

—Tu cuerpo desea esto —dijo deslizando su mano por su suave pelo hasta apoyarla en su nuca.

—El problema es lo que desea mi cuerpo, en efecto. —Al ver la expresión de confusión que asomó en el rostro de Payne, él clavó sus ojos ardientes en los senos de ella—. Mi cuerpo quiere mucho más que un beso.

De repente, Payne sintió un cambio dentro de su organismo, un cambio tan sutil que era difícil de definir. Notó algo distinto que le recorría el torso y todas sus extremidades. ¿Un cosquilleo? No, algo diferente, especial. Sin embargo estaba demasiado absorta en la energía sexual que fluía entre ellos como para preocuparse por definirlo.

Mientras envolvía su otro brazo alrededor del cuello de Manny, Payne musitó.

—¿Qué más quiere tu cuerpo, además del beso?

El sanador dejó escapar un ronco gruñido que salió directamente del alma, o de cierto lugar más prosaico, y ese sonido indujo en Payne la misma sensación de poder que sentía cuando tenía un arma en la mano. Volvía a tener, al fin, una sensación fuerte, en este caso poderosa como una droga.

Y pidió otra dosis.

—Dime, sanador, ¿qué más quiere tu cuerpo?

Los ojos color castaño del hombre parecían arder cuando la miró.

—Todo. Quiere cada centímetro de ti: por fuera y por dentro. Hasta el punto de que no estoy seguro de que estés lista para darme todo lo que deseo.

—Yo decidiré si puedo o no puedo. —En ese momento la mujer sintió que una extraña y vibrante ansiedad se instalaba en sus entrañas—. Yo decidiré qué puedo manejar y qué no, ¿vale?

La sonrisa del cuarentón era un despliegue de pura perversión. En el buen sentido.

—Sí, señora.

Al sentir que un sonido sensual y rítmico invadía el lugar, Payne se sorprendió. Y más cuando constató que procedía de ella. Estaba ronroneando.

—¿Tendré que pedírtelo otra vez, sanador?

Hubo una pausa. Y luego él negó lentamente con la cabeza.

—No. Te daré… exactamente lo que deseas.