16
Una semana después, Manny se despertó en su propia cama con una resaca horrible. Era un consuelo, al menos, la certeza de que ese dolor de cabeza tenía una explicación clara: al regresar a casa, había agarrado la botella como si fuese el amor de su vida y ambos habían mantenido una titánica discusión, a ver quién acababa antes con quién.
A punto estuvieron de empatar, o sea, de quedar liquidados ambos.
Lo primero que hizo fue estirar el brazo y agarrar el móvil. Con ojos borrosos, llamó al veterinario. Ambos doctores tenían siempre, últimamente, una charla matutina. Manny dio gracias a Dios por hacer que el veterinario también fuera insomne.
Contestó al segundo timbrazo.
—Dígame.
—¿Cómo está mi chica? —La pausa que se escuchó al otro lado de la línea le dijo todo lo que necesitaba saber—. ¿Tan mal van las cosas?
—Bueno, sus signos vitales siguen estables y se encuentra tan cómoda como se puede al estar colgada con los artilugios, pero me preocupa que pueda desarrollar una laminitis. Ya veremos.
—Mantenme informado.
—Claro, como siempre, no faltaba más.
Llegados a ese punto, lo único que podía hacer era colgar. La conversación ya había terminado y ciertamente Manny no era de los que seguían un rato más diciendo tonterías. De haberlo sido, el chismorreo tampoco le serviría para obtener lo que quería, que era un caballo perfectamente sano.
Desconectó la alarma de la radio despertador, que sonaría enseguida, a las seis y media. No era cosa de que, con su resaca, el aparato aquel le perforase la cabeza. Resopló y se trazó su plan del día. Ejercicio. Café. De regreso al hospital.
No, mejor: café, ejercicio, hospital.
Mucho mejor así, en efecto. Necesitaba antes de nada un poco de cafeína. En el estado en que se encontraba, no tenía fuerzas para correr ni levantar pesas. Ni siquiera para manejar aparatos complicados, que requieren un gran esfuerzo de concentración. Por ejemplo el ascensor, con todos sus botones.
Apoyó los pies sobre el suelo, se puso en posición vertical y sintió que la cabeza le palpitaba, pero se resistió a la idea de que tal vez, solo tal vez, el dolor no estuviera relacionado con el alcohol. Joder, ¿por qué iba a ser, si no? No estaba enfermo, no padecía un derrame ni estaba desarrollando un tumor cerebral. De todas formas, aunque así fuera se iría a trabajar al St. Francis. Esa era su naturaleza. Demonios, cuando era más joven, porfiaba por ir a la escuela aun cuando estuviera enfermo; incluso cuando tuvo varicela y parecía un dibujo hecho a base de puntitos, había insistido en subirse al autobús.
Aquella vez su madre ganó la batalla tras rezongar durante horas que era un cabezón igualito a su padre.
Lo cual no era ningún cumplido, sino más bien lo contrario. Y le tocó escucharlo durante años, la infancia entera.
Sin embargo, para Manny eso no significaba nada, pues nunca había conocido a su padre. Lo único que tenía de él era una fotografía desteñida, que era, también, la única cosa que había puesto alguna vez en un marco…
Fenomenal, pero ¿por qué diablos estaba pensando en eso ahora?
El café fue lo más parecido a un mejunje de Starbucks, sin vaso de plástico, palito de madera y demás, pero igualito. Se puso la ropa para hacer ejercicio mientras el café se enfriaba y luego se tomó dos tazas mientras observaba cómo serpenteaba el tráfico matutino por las curvas de la Avenida del Norte, a la tenue luz del amanecer. La última parte del ritual fue agarrar el iPod y ponerse los auriculares, más o menos lo de siempre. No era muy conversador, y por la mañana y resacoso menos aún. Lo último que necesitaba ese amanecer era encontrarse con una chica deportista que charlara como una cotorra.
Abajo, el gimnasio estaba prácticamente vacío, lo cual le supuso un gran alivio, aunque sabía de sobra que eso no duraría mucho. Se subió a la cinta andadora que estaba más cerca de la puerta, apagó la pequeña televisión colocada sobre la máquina, que amenazaba con agobiarle con las noticias de la mañana, y comenzó a trotar.
Mientras escuchaba el rock pesado de Judas Priest y ponía la mente en blanco, su cuerpo rígido y dolorido obtuvo lo que necesitaba. Considerando cómo estaban las cosas, Manny pensó que al fin y al cabo se encontraba mejor de lo que estaba hacía una semana, después de aquel desastroso fin de semana. Todavía tenía dolores de cabeza, pero seguía trabajando normalmente, atendiendo al mismo número de pacientes y desenvolviéndose razonablemente bien.
Sin embargo, eso le hizo preguntarse algo. Justo antes de estrellarse contra un árbol, Jane también había tenido fuertes dolores de cabeza. Ya nunca sabría si, de haber podido hacer una autopsia habrían encontrado un aneurisma. Pero, claro, sería una casualidad excepcional que los dos tuvieran un…
—¿Por qué lo hiciste, Jane? ¿Por qué fingiste tu muerte?
—Ahora no tengo tiempo de explicártelo.
—¿Entonces qué demonios estás haciendo aquí? ¿Qué tal si me explicas eso?
—Tengo un paciente en estado crítico y quiero que tú te hagas cargo de él. No te puedo decir adónde tengo que llevarte y no te puedo dar muchos detalles y sé que esto no es justo… pero te necesito.
—Mierda… —Manny sacó como pudo los pies de la cinta, colocándose a un lado, mientras apretaba los dientes para soportar el dolor que acababa de asaltarle en plena rememoración de aquella charla. Luego se apoyó sobre el panel de control de la máquina y comenzó a respirar lentamente, es decir, tan lentamente como puede respirar alguien que ha estado corriendo a gran velocidad.
A lo largo de los últimos siete días había aprendido, a través del método de ensayo y error, que cuando el dolor atacaba lo mejor que podía hacer era poner la mente en blanco y olvidarse de todo. Y la constatación de que ese sencillo truco cognitivo funcionaba era un indicio tranquilizador ante el miedo al aneurisma. Si algo estaba a punto de abrir un agujero en la pared de la arteria cerebral, ningún ejercicio de yoga serviría de nada.
Sin embargo, sí había un patrón definido en los ataques. El dolor siempre se presentaba al pensar en Jane… o en ese sueño erótico que seguía teniendo.
Joder, había tenido suficientes orgasmos durante el sueño como para incapacitar a su libido durante varias semanas. Pero, como no era más que un puto enfermo, la garantía casi absoluta, de que al dormir volvería a estar con la mujer de sus fantasías le hizo desear acostarse temprano por primera vez en su vida.
Aunque no podía explicar por qué esos pensamientos hacían surgir los dolores de cabeza, la buena noticia era que estaba mejorando. Cada día que pasaba después de aquel extraño hueco negro que había sido el maldito fin de semana, se sentía un poco más como el de siempre.
Cuando no quedó más que una sombra del dolor, Manny volvió a poner los pies sobre la cinta sin fin y terminó su sesión de ejercicios. Al salir, se despidió con un gesto de cabeza de los otros madrugadores que habían aparecido poco a poco, pero se marchó antes de que alguien le preguntara si estaba bien, tras haberlo visto tan fatigado.
De nuevo en el ático, se duchó, se puso un traje de cirugía y una bata limpios y luego agarró el maletín y llamó al ascensor. Para escapar al tráfico, tomó las vías de circunvalación de la ciudad. La carretera que se dirigía hacia el norte siempre estaba atascada a esa hora del día. Así logró llegar en poco tiempo, mientras escuchaba el rock alternativo de My Chemical Romance.
I’m Not Okay era una melodía que, por alguna razón, parecía atraerle mucho en estos días.
Al entrar en el complejo del hospital St. Francis, la luz del sol todavía no brillaba plenamente, lo cual sugería que sería un día nublado. Aunque en realidad a él eso no le importaba. Una vez que entraba en las entrañas de la bestia, el clima no lo afectaba en lo más mínimo, a menos que se presentara un tornado y se llevase el edificio, cosa que nunca ocurría en Caldwell. Demonios, muchos días solía llegar al trabajo cuando todavía estaba oscuro y salía cuando volvía a ser de noche; pero nunca había sentido que se estuviera perdiendo algo solo por no haber visto la luz del sol…
Curioso. Sin embargo, ahora sí que parecía sentirlo.
Había llegado al St. Francis después de terminar su residencia como cirujano en la Facultad de Medicina de Yale. Su intención por aquel entonces era irse a Boston, o a Manhattan, o a Chicago. Sin embargo, se había establecido allí y, aunque ya habían pasado diez años, todavía estaba donde había comenzado. Claro, se encontraba en el último peldaño de la escalera, por decirlo así, había salvado y mejorado muchas vidas, y había preparado a la siguiente generación de cirujanos.
El problema era que en ese momento, mientras bajaba la rampa hacia el aparcamiento, todo eso le parecía en cierto sentido una especie de existencia vacía.
Tenía cuarenta y cinco años, lo que significaba que al menos la mitad de su vida útil ya se había ido por el desagüe. ¿Qué balance podía presentar? Un ático lleno de artículos Nike y un trabajo que había copado toda su vida. Ninguna esposa. Ni hijos. Muchas Navidades y primeros de año y cuatros de julio pasados en el hospital, mientras su madre buscaba su propia compañía para pasar las festividades y seguramente suspiraba por abrazar a unos nietos que sería mejor que esperara con paciencia.
Por Dios, ¿con cuántas mujeres anónimas había follado a lo largo de los años? Cientos. Como poco.
Manny oyó por enésima vez la voz de su madre: Eres igual que tu padre.
Cierto. Su padre también había sido cirujano. Y tarambana.
Esa era, de hecho, la razón por la cual Manny había elegido Caldwell. Su madre había trabajado en el St. Francis como enfermera de la unidad de cuidados intensivos, matándose para pagarle todos esos años de educación médica. ¿Y qué había sucedido cuando Manny se graduó en la Facultad de Medicina? En lugar de orgullo, en el rostro de su madre había aparecido una expresión de distancia y reserva… Cuanto más se acercaba Manny a lo que había sido su padre, más desconfianza parecía inspirar en su madre. Y aunque creyó que estando en la misma ciudad podrían comenzar a tener una relación más estrecha, o alguna mierda así, las cosas no habían funcionado de esa manera.
Y el caso es que ella estaba bien. Ahora vivía en Florida, en una casa con campo de golf que él había pagado, jugando a las cartas con señoras de su edad, cenando con los compañeros de bridge y discutiendo sobre quién había hecho trampas o esto o lo otro. Manny estaba encantado de poder sostenerla económicamente, y a eso se limitaba su relación.
En cuanto a su padre, estaba enterrado en el cementerio Campo de Pinos. Murió en 1983 en un accidente de tráfico.
Definitivamente, los coches eran unos aparatos peligrosos.
Aparcó el Porsche, se bajó del vehículo y tomó las escaleras en lugar del ascensor, para hacer más ejercicio; después enfiló el puente peatonal de entrada al hospital por el tercer piso. Al pasar junto a numerosos médicos y enfermeras, y otros empleados del hospital, se limitó a saludar aquí y allá con gestos de cabeza, sin detenerse, siguiendo su camino. Por lo general siempre iba primero a su oficina, y eso era lo que había ordenado a sus pies.
Pero los pies no le obedecieron.
Sus pasos se encaminaron directamente a las salas de reanimación.
A manera de explicación, se dijo que quería hacer una ronda a sus pacientes, pero eso era mentira. Y a medida que su cabeza se sentía más y más aturdida, decidió hacer caso omiso de la confusión. Al fin y al cabo, el aturdimiento era mejor que el dolor y probablemente lo que pasaba era simplemente que estaba hipoglucémico por haber hecho ejercicio y no haber comido nada después.
Una paciente… estaba buscando a su paciente… Sin nombre. Manny no tenía ningún nombre en la memoria, pero sabía cuál era el cubículo.
Al llegar a este, que era el que estaba más cerca de la salida de emergencia, al final del pasillo, sintió una oleada de ansiedad que lo recorrió de arriba abajo. Se sorprendió asegurándose de tener la bata bien puesta y pasándose una mano por el pelo para peinarse. ¿Se había vuelto coqueto? Joder, qué vida esta.
Tomó aire, se preparó, entró y…
El hombre de ochenta años que estaba en la cama dormía, pero no parecía muy tranquilo, pues estaba lleno de tubos que entraban y salían de su cuerpo, como si fuera un coche en plena reparación.
Un dolor seco golpeó la cabeza de Manny cuando se quedó allí, observando al anciano.
—¡Doctor Manello!
La voz de Goldberg, que venía desde atrás, fue todo un alivio, porque le brindó algo concreto a lo cual aferrarse en medio de aquel caos.
Se dio la vuelta.
—Hola, buenos días.
El cirujano primero, o sea el segundo de a bordo, levantó las cejas y luego frunció el ceño.
—Hola… ¿qué estás haciendo aquí?
—¿Qué voy a hacer? Viendo a un paciente. —Por Dios, tal vez todo el mundo se estaba volviendo loco.
—Pensé que te ibas a tomar el día libre.
—¿Perdón?
—Eso fue… bueno… eso fue lo que me dijiste cuando te marchaste esta mañana. Después de que… te encontráramos aquí.
—¿De qué estás hablando? —Manny, confuso, movió una mano con gesto displicente—. Escucha, primero déjame desayunar algo…
—Pero si es hora de cenar, doctor Manello. Son las seis de la tarde. Te fuiste de aquí hace doce horas.
La oleada de ansiedad que lo había impulsado hacía solo un momento pareció abandonarlo y de inmediato fue reemplazada por una sensación fría y paralizante que nunca había experimentado.
Un temor gélido se apoderó de él. Manny creyó que se le iba el mundo.
El tenso silencio que siguió fue interrumpido por el bullicio del corredor y los pasos de gente que corría a atender pacientes, o llevaba y traía medicinas, o ropa limpia, o bandejas con comida, es decir con la cena, que debían de estar repartiendo de habitación en habitación.
Manny solo pudo balbucear de mala manera.
—Yo… ya me voy a casa.
Su voz resonó con la fuerza de siempre, pero la expresión del rostro de su colega reveló la verdad que lo rodeaba: independientemente de lo mucho que se dijera que se sentía mejor, la realidad era que no era el de siempre. Parecía igual. Sonaba igual. Caminaba igual. Pero nada más.
Incluso había tratado de convencerse de que era el mismo.
Pero algo había cambiado ese fin de semana y el amnésico doctor temía que ya no hubiera vuelta atrás.
—¿Quieres que alguien te lleve? —Goldberg hablaba con voz dubitativa.
—No. Estoy bien.
Manny necesitó esforzarse al máximo para no echar a correr tan pronto como se dio media vuelta para marcharse. Apelando a toda su fuerza de voluntad, echó la cabeza hacia atrás, enderezó los hombros y fue poniendo un pie delante del otro con toda tranquilidad.
Curiosamente, mientras salía por donde había llegado, se le vino a la memoria su antiguo profesor de cirugía, aquel al que las autoridades de la escuela habían «retirado» más o menos discretamente al cumplir setenta años.
Por esa época, Manny estaba en su segundo año de medicina y el doctor Theodore Benedict Standford III solía ser un absoluto desgraciado en clase, de esos profesores a los que les encanta que sus estudiantes les den una respuesta equivocada porque así tienen la oportunidad de humillarlos.
Cuando la escuela anunció que el doctor Standford III se marcharía al final del año, Manny y sus compañeros organizaron una fiesta en la que todos se emborracharon para celebrar que ya no habría más promociones de estudiantes sometidas a semejante maltrato.
Ese verano Manny trabajaba como limpiador en la escuela para ganarse algún dinero, y estaba trajinando en el pasillo, cuando sacaron las últimas cajas de la oficina de Standford. Así fue como tuvo la oportunidad de ver al viejo en persona, saliendo por última vez del edificio.
El doctor Standford salió con la cabeza bien alta y bajó tranquilamente las escaleras de mármol, antes de atravesar la imponente puerta principal con gesto orgulloso.
En aquella ocasión, Manny se había reído mucho de la arrogancia del viejo, siempre firme a pesar de los achaques de la edad y la obsolescencia. Pero ahora, al caminar con la misma actitud, Manny se preguntó si no habría estado equivocado, si no habría juzgado al viejo demasiado superficialmente.
Lo más probable era que Standford se sintiera tal y como Manny se sentía en ese momento.
Como un inútil.