10

Lo primero que Payne vio al despertarse fue un par de manos masculinas. Evidentemente, estaba sentada en alguna especie de mecanismo de tracción que la mantenía erguida y le sostenía la cabeza y el cuello. Y las manos en cuestión estaban apoyadas en el borde de la cama que se encontraba a su lado. Hermosas y hábiles, con las uñas muy bien cortadas, las manos estaban repasando delicadamente un grueso fajo de papeles.

El macho humano al que pertenecían tenía el ceño fruncido mientras leía y sostenía en una mano un utensilio de escritura para hacer anotaciones ocasionales. La sombra de la barba era más densa ahora que la última vez que lo había visto. Por eso Payne supuso que debían de haber pasado varias horas.

Su sanador casi parecía tan agotado como ella misma.

A medida que su conciencia se iba fortaleciendo, Payne percibió un sutil silbido que provenía de algún lugar situado cerca de su cabeza… y también empezó a sentir un ligero dolor en la espalda. Tenía la sensación de que le habían dado pociones para adormecer sus sentidos, y eso no era lo que ella quería. Era mejor estar alerta, pues tal como estaban las cosas se sentía envuelta en un capullo de algodón, y eso resultaba extrañamente aterrador. Lo que quería no era que le adormecieran los sentidos, sino poder usarlos. Quería sentir, lo que fuera, incluso dolor.

Sin poder hablar todavía, Payne miró a su alrededor. El macho humano y ella se encontraban solos y no era la habitación en la que la habían tenido anteriormente. Afuera, varias voces con aquel extraño acento humano competían por destacarse por encima de un constante ruido de pasos.

¿Dónde estaba Jane? La Hermandad…

—Necesi… necesito que… que me ayudes.

Su sanador se sobresaltó al oír esas palabras y enseguida dejó las páginas que había estado leyendo sobre una mesita con ruedas. Se puso en pie rápidamente, se inclinó sobre ella y su olor le causó a Payne un glorioso cosquilleo en la nariz.

El médico la saludó con una encantadora sonrisa.

—Hola.

—No siento… nada…

El sanador la tomó de la mano y, al ver que no podía sentir ni su calor ni el contacto de su piel, se sintió abrumada.

Pero él estaba allí para ayudarla.

—No hables… No pasa nada, estás bien. Sólo son los medicamentos para el dolor. Estás bien y yo estoy aquí contigo. Silencio, silencio.

Su voz la tranquilizó tanto como lo habría hecho una caricia de su mano.

La enferma volvió a hablar con su hilo de voz.

—Dime. ¿Qué… sucedió?

—Las cosas en el quirófano se desarrollaron de manera satisfactoria. Reacomodé las vértebras y pude ver que la médula espinal no estaba totalmente comprometida.

Payne contrajo los hombros y trató de recolocar su pesada y dolorida cabeza, pero el artilugio que tenía alrededor del cuello la mantuvo justo donde estaba. No podía moverse ni un milímetro.

—Tu tono de voz… dice más que tus palabras.

Payne no recibió ninguna respuesta inmediata. El médico siguió acariciándola, consciente de que debía hacerlo aunque ella no podía sentir nada. Pese al silencio del doctor, sus ojos entablaron una conversación con los de Payne… y las noticias no eran buenas.

—Di… me… la verdad. No quiero oír nada más que la verdad.

—La operación no fue un fracaso, de verdad, pero aún no podemos saber cómo evolucionarás. El tiempo será el que diga la última palabra.

Payne cerró los ojos por un momento, pero la oscuridad la aterrorizaba. Así que los abrió rápidamente y se aferró a la cara de su sanador… y le disgustó la expresión de culpa que cubría su atractivo rostro.

—Tú no tienes la culpa, sanador. Ha sucedido lo que tenía que suceder, sencillamente.

De eso, al menos, estaba segura. El sanador había tratado de salvarla y había dedicado a ello su mejor esfuerzo… Y pese a ello, la frustración que sentía era muy evidente.

Manny la miró con ojos tristes.

—¿Cuál es tu nombre? No sé tu nombre.

—Payne. Me llamo Payne.

Al ver que él volvía a fruncir el ceño, Payne pensó que, obviamente, no le había gustado el nombre y se sorprendió deseando que, al nacer, la hubiesen llamado de otra manera. Pero había otra explicación para ese descontento, ¿cómo no lo había pensado? La había visto por dentro y tenía que saber que ella era distinta de él.

Tenía que saber que ella era de otra especie.

Habló al médico con infinita dulzura.

—Lo que te imaginas no es errado. —Su sanador tomó una gran bocanada de aire y pareció retenerlo durante un día entero—. ¿Qué ideas están cruzando por tu mente? Háblame.

Manny esbozó una sonrisa. Ah, eso era maravilloso. Estaba adorable, se dijo la enferma. Sin embargo, era una pena que no se tratara de una sonrisa feliz.

—En este momento… —El sanador se pasó una mano por su magnífico pelo negro y rebelde—. Me estoy preguntando si debería hacer caso omiso de todo, hacerme el tonto, como si no supiera nada de lo que está ocurriendo… o exigir la verdad.

—La verdad. Siempre la verdad. No me puedo permitir el lujo de tener ni un momento de falsedad.

—Me parece justo. —Los ojos del sanador se clavaron en los de ella—. Estoy pensando que tú…

En ese momento se abrió la puerta de la habitación y se asomó una figura completamente envuelta en extrañas vestiduras. Al sentir el delicado y agradable aroma que despedía, Payne supo que se trataba de Jane, oculta bajo una túnica y una máscara azul.

Jane los miró.

—Ya casi es la hora.

La expresión del sanador de Payne se tornó completamente explosiva.

—No estoy de acuerdo con esto.

Jane entró y cerró la puerta.

—¡Payne, estás despierta!

—Así es. —La enferma trató de sonreír—. Lo estoy.

Manny interpuso su cuerpo entre ellas, como si estuviera tratando de protegerla.

—No puedes moverla. Es demasiado pronto. Deberíamos esperar al menos una semana.

Payne miró de reojo las cortinas que colgaban desde el techo hasta el suelo. Estaba casi segura de que, al otro lado de la tela de color claro, había unas ventanas de cristal, y cuando amaneciera, cada uno de los rayos del sol penetraría a través de las cortinas. Sería fatal si no hacían algo pronto.

Se le aceleró el corazón, que pareció torturarle el pecho.

—Debo irme. ¿Cuánto tiempo tengo?

Jane miró aquel aparato para medir el tiempo que llamaba reloj y siempre llevaba en la muñeca.

—Cerca de una hora. Y Wrath está en camino. Será de gran ayuda.

Tal vez esa era la razón por la cual se sentía tan débil. Necesitaba alimentarse. Necesitaba una vena, sangre…

Al ver que su sanador parecía a punto de decir algo, Payne lo interrumpió para dirigirse a la shellan de su gemelo.

—No te preocupes, lo tengo todo controlado. Por favor déjanos solos.

Jane asintió con la cabeza y salió por la puerta, pero sin duda para quedarse cerca.

El humano se restregó los ojos, como si tuviera la esperanza de que eso cambiara sus percepciones… o tal vez la realidad en la que se encontraban atrapados.

Payne reanudó la charla que había interrumpido Jane.

—¿Cómo te gustaría que me llamara?

Él dejó caer las manos y la contempló durante un momento.

—Olvídate del nombre. ¿Podrías ser totalmente sincera conmigo?

En verdad, Payne no creía que pudiera responderle que sí. Aunque la técnica de borrar los recuerdos era bastante sencilla, no estaba muy familiarizada con las repercusiones que pudiera tener y le preocupaba que, cuanto más supiera su sanador, más cosas hubiese que ocultar y, en esa medida, los riesgos para la salud del buen humano fueran más altos.

—¿Qué deseas saber?

—Qué eres.

Los ojos de Payne volvieron a fijarse en las cortinas cerradas. A pesar de la vida tan protegida que había llevado, Payne conocía los mitos que la raza humana había construido alrededor de su raza. Muertos vivientes. Asesinos de inocentes. Seres sin alma ni moral alguna.

Nada de lo que se pudiera alardear, desde luego. Por tanto, decidió hablarle de lo que el médico tenía que saber con más urgencia.

—No me puedo exponer a la luz del sol. —Los ojos de Payne volvieron a clavarse en los del humano—. Mi proceso de recuperación es mucho más rápido que el tuyo. Y necesito alimentarme antes de que me muevan; después de que lo haga, estaré lo suficientemente bien como para viajar.

Al ver que el hombre se miraba las manos con pesadumbre, Payne se preguntó si quizás estaría arrepentido de haberla operado.

Y el silencio que se estableció entre ellos se volvió tan traicionero como un campo de minas. Parecía peligroso atravesarlo. Sin embargo, Payne habló.

—Hay un nombre para lo que soy.

—Sí. Y no quiero decirlo en voz alta.

Payne comenzó a sentir un curioso dolor en el pecho y, haciendo un esfuerzo supremo, levantó lentamente el antebrazo hasta que la palma de su mano quedó sobre el punto que le dolía. Era extraño que todo su cuerpo estuviese adormecido, pero que pudiese sentir ese dolor…

Abruptamente, la figura del hombre se volvió borrosa.

De inmediato la expresión de su sanador se suavizó y luego estiró la mano para acariciarle la mejilla.

—¿Por qué estás llorando?

—¿Estoy llorando?

El cirujano asintió con la cabeza y levantó el índice para que ella pudiera verlo. Sobre la yema del dedo brillaba una lágrima traslúcida.

—¿Tienes dolores?

—Sí. —Tras parpadear rápidamente varias veces, Payne intentó, sin éxito, aclarar su visión—. Estas lágrimas son bastante irritantes.

El sonido de la risa masculina y la visión de aquellos dientes blancos y perfectos hizo que Payne se sintiera en la gloria, casi levitando, aunque seguía inmóvil.

—Entonces no eres de las que lloran, ¿verdad?

—Nunca lloro.

El hombre se inclinó hacia un lado y tomó un trozo de papel que utilizó para secar las lágrimas que rodaban por la cara de Payne.

—¿Por qué lloras?

A Payne le tomó un momento contestar, pero luego tuvo que hacerlo, con una sola palabra.

—Vampira.

El hombre se sentó en el asiento que estaba junto a ella y se tomó un momento para doblar con cuidado el cuadrado de papel y arrojarlo luego a una papelera.

—Supongo que esa es la razón por la cual Jane desapareció hace un año, ¿no?

—No pareces sorprendido.

—Sabía que se trataba de algo grande. —Se encogió de hombros, con ojos entristecidos—. He visto tu resonancia. Te he abierto y te he explorado.

Extrañamente, esa manera de plantear las cosas hizo que Payne se sintiera excitada, pese a su estado físico, pese a los efectos de los analgésicos.

—Sí. Así es.

—En todo caso, eres bastante similar a nosotros. Tu columna vertebral no es tan distinta, de modo que yo sabía lo que estaba haciendo. Hemos tenido suerte.

En realidad Payne no compartía esa opinión. No podía decirse que fuera una suerte estar paralizada cuando, después de tanto tiempo sin preocuparse por los machos, ahora tenía ante sí a uno que le resultaba especialmente atractivo.

Pero tal como había aprendido hacía mucho tiempo, el destino rara vez se interesaba por lo que ella deseaba.

Manny volvió a hablar, con leve pesadumbre.

—Entonces, ahora te vas a encargar de mí, ¿verdad? Le has dicho a Jane que lo tienes todo controlado. Harás que todo esto desaparezca. —El hombre movió el brazo alrededor de su cabeza—. No recordaré nada de lo sucedido. Eso mismo pasó cuando tu hermano vino aquí hace un año.

—Tal vez tengas algunos sueños. Nada más.

—¿Así es como los de tu raza han logrado permanecer ocultos?

—Sí.

El hombre asintió con la cabeza y luego miró a su alrededor.

—¿Vas a hacerlo ahora mismo?

Payne quería pasar más tiempo con él, pero no quería que la viera alimentándose de Wrath.

—En un momento.

El hombre observó fugazmente la puerta y luego la miró directamente a los ojos.

—¿Me harías un favor?

—Por supuesto. Será un placer poder servirte.

El hombre alzó sus cejas. En ese instante Payne podría haber jurado que su cuerpo despidió un poco más del delicioso aroma que lo caracterizaba. Luego el médico se puso muy serio.

—Dile a Jane… que lo entiendo. Entiendo por qué hizo lo que hizo.

—Está enamorada de mi hermano.

—Sí, ya lo he visto. Allá… donde estábamos, qué se yo qué lugar era, me di cuenta. Dile que todo está en orden entre ella y yo. Después de todo, no puedes elegir de quién te enamoras.

Sí, pensó Payne. Eso era muy cierto.

—¿Tú has estado enamorada?

Como los humanos no podían leer la mente, Payne se dio cuenta de que acababa de pensar en voz alta.

—Ah… no. Yo… no. No me he enamorado.

Aunque quizás no era sincera del todo, o se engañaba simplemente. Lo cierto era que el doctor le fascinaba, desde la manera de moverse hasta la forma en que su cuerpo llenaba la bata blanca y las vestiduras azules. Y la fragancia, y la voz. Todo.

Tras un nuevo silencio, la enferma lanzó una pregunta cuya respuesta temía.

—¿Tienes pareja?

El hombre soltó una carcajada.

—¡Por Dios, no!

Payne trató de controlarse, pero se le escapó un suspiro de alivio. Era extraño pensar que el estado civil de ese hombre pudiera importarle tanto como le importaba.

Y luego no hubo más que silencio.

Ah, el paso del tiempo. Era terrible. ¿Y qué debería decirle a su sanador en esos últimos minutos que les quedaban de estar juntos?

—Gracias por cuidar de mí.

—Fue un placer. Espero que te recuperes. —El hombre se quedó mirándola fijamente como si estuviera tratando de memorizar su cara y ella hubiera querido decirle que dejara de hacerlo, que no era posible dejarle que conservara ni siquiera ese recuerdo—. Siempre estaré a tu disposición, ¿de acuerdo? Si necesitas mi ayuda… ven a buscarme. —El doctor sacó una tarjeta y escribió algo sobre ella—. Este es el número de mi móvil. Llámame.

El hombre estiró el brazo y deslizó la tarjeta por debajo de la mano que descansaba sobre su corazón. Ella la recogió y pensó en todas las repercusiones de aquella relación imposible.

Y las implicaciones.

Y las complicaciones.

Con un gruñido, trató de moverse.

El médico se puso de pie enseguida.

—¿Necesitas que te cambie de postura?

—Mi pelo.

—¿Algo te está tirando el pelo?

—No… por favor, deshazme la trenza.

Manny se quedó paralizado por la petición. Clavó los ojos en la cara de su paciente. De repente, la idea de soltarle el pelo le pareció muy parecida a la de desnudarla y notó que su deseo sexual se despertaba súbita, casi salvajemente.

Por Dios. El muy capullo estaba excitado. El pene se le había puesto duro debajo de la ropa de cirugía.

A él, un eminente cirujano, un hombre acostumbrado a todo tipo de trato físico, frío, profesional, con sus pacientes… ¡Y le excitaba deshacer una trenza, como si fuese un jovenzuelo salido!

¿Ves, capullo?, se dijo Manny, así es como funcionan las impredecibles leyes de la atracción. Candace Hanson le había ofrecido chupársela y él había demostrado el mismo interés que si le hubiesen propuesto que cantase un aria. Pero esta… ¿Qué era, ¿hembra?, ¿mujer?… le había pedido que le soltara la trenza y él ya estaba jadeando.

De pronto recordó la palabra.

Vampira.

En su cabeza, Manny oyó la palabra pronunciada por la voz de ella misma, con ese acento… y lo que más lo asombró fue notar su falta de reacción ante semejante noticia. Hombre, parándose a pensarlo, por supuesto que en su mente aparecían unos colmillos que no eran puro atrezo para una noche de Halloween o películas cutres de terror. Sí, si era vampira tendría colmillos y chuparía sangre.

Y, sin embargo, lo peculiar era que eso le parecía normal. Siendo chupasangre, tampoco iba a chupar otra cosa, ¿no?

Y también empezaba a parecerle normal la atracción sexual que estaba sintiendo.

La enferma le sacó de sus estrambóticas reflexiones.

—¿Me sueltas la trenza, entonces?

—Sí, claro. Ya voy.

A Manny no le temblaron las manos, no.

En absoluto.

Temblar era decir muy poco. Parecía sufrir convulsiones. Toma ya, pulso de cirujano.

Estaba atada con la cinta más suave que él hubiese tocado en la vida. No era algodón, no era seda… Era algo que nunca había visto. Con eso y la excitación, sus hábiles dedos de cirujano parecían torpes morcillas inertes, y demasiado burdos al tratar de deshacer el nudo. Y además aquel pelo… Por Dios, el pelo negro ondulado que hacía pensar en las más sublimes obras de arte. Arte erótico, por supuesto.

Centímetro a centímetro, Manny fue separando las tres partes de pelo, y las ondas del cabello iban flotando en el aire suntuosamente. Y como él no era más que un degenerado, en lo único que podía pensar era en el contacto de ese pelo sobre su pecho desnudo… su vientre… sus genitales…

—Así es suficiente —dijo ella.

Suficiente. Tras forzar al sinvergüenza que llevaba dentro a regresar al reino de la decencia, Manny obligó a sus manos a detenerse. A pesar de haber soltado sólo la mitad, la imagen de aquella criatura era asombrosa. Si era hermosa con el pelo recogido, estaba absolutamente deslumbrante con aquellas ondas agitándose alrededor de su cintura.

—Métela en la trenza, por favor. —Le tendió la tarjeta con la mano casi sin fuerza—. Así nadie se dará cuenta.

Manny parpadeó y pensó: genial. No había manera de que el detestable cabrón de la perilla estuviera de acuerdo con que su hermana se relacionara con el cirujano…

Y menos que se rozaran, que se tocaran, vamos.

Bueno, tal vez un poco. ¡Y si pudiera follarla!

«Es hora de callarse, Manello, aunque no estés hablando en voz alta».

En voz alta dijo otra cosa mucho menos subida de tono.

—Eres brillante. Muy audaz.

Eso la hizo sonreír. ¡Por Dios Santo!, pensó Manny. Esos incisivos eran afilados, blancos y largos… y habían sido diseñados por años de evolución para clavarse en las gargantas.

En lugar de bajarle la libido, ese pensamiento le llevó al borde del orgasmo.

Y, en ese momento, su paciente frunció el ceño.

Ay, yo no quería.

—Ah… ¿puedes leer mis pensamientos?

—Si estuviera más fuerte, sí. Pero sí noté que tu olor corporal se volvió más intenso.

Así que ella sabía que lo estaba haciendo sudar, pero quizás… Manny tuvo la impresión de que no comprendía la razón de los calores que lo agobiaban. Todavía más excitante. La mujer lo miró con absoluta inocencia.

Desde luego, era posible que la chica, o lo que fuese, no pensara en él en términos sexuales por la sencilla razón de que era humano. Y encima acababa de salir de una terrible operación, por lo que la situación no podía tener nada de romántico para ella.

Manny interrumpió su segunda conversación interna y dobló la tarjeta en dos. Otra de las maravillosas ventajas de aquel abundante pelo fue que le tomó sólo un segundo camuflar su información escrita entre la trenza. Cuando terminó, Manny volvió a hacer el lazo con la delicadísima cinta; luego acomodó con cuidado la trenza junto a ella.

La miró, el muy sátiro.

—Espero que la uses. De verdad.

La sonrisa de Payne fue tan triste que Manny vio que las posibilidades de que eso sucediera no eran muy altas que digamos, pero alguna había. Era evidente que el contacto entre las dos especies no era una de sus prioridades.

Al menos ella sabía dónde encontrarlo, y se las había ingeniado para tener el contacto, ocultándolo al de la perilla.

—¿Qué crees que sucederá? —Hizo un gesto con la cabeza señalándose las piernas.

Los ojos de Manny siguieron la mirada de la mujer.

—No lo sé. Obviamente, las leyes de la naturaleza son otras para vosotros… así que cualquier cosa es posible.

—Mírame. —La criatura celestial tenía unos ojos suplicantes, arrebatadores—. Por favor, despidámonos.

Manny sonrió.

—Me cuesta mucho decirte adiós. —Era tan fuerte la atracción que sentía Manny, que casi no se atrevía a mirarla—. Prométeme una cosa.

—¿Qué te puedo prometer?

—Que me llamarás si puedes.

—Lo haré.

Sin embargo, Manny sintió que Payne no estaba diciendo la verdad. No sabía por qué, pero estaba condenadamente seguro.

Pero, entonces, ¿para qué se había tomado tantas molestias escondiendo la tarjeta? Ni idea.

Manny miró de reojo hacia la puerta y pensó en Jane. Mierda, debería disculparse cara a cara por haber sido tan detestable.

—Quisiera poder desprenderme de algo mío, dejarte algo mío.

Manny volvió la cabeza bruscamente y clavó los ojos en los de la mujer.

—Lo que sea. Quiero cualquier cosa que puedas darme.

Las palabras le salían casi como un tenue resuello. Manny se dio cuenta de que, sin querer, estaba hablando a la doliente en términos sexuales… Estaba hecho un verdadero cerdo.

—Pero dejarte algo tangible… —La mujer negó con la cabeza—. Eso representaría un riesgo para ti.

Manny contempló el rostro fuerte y hermoso… y se detuvo en los labios.

—Tengo una idea.

—¿Sí? Cuéntamela. —La inocencia de su mirada le hizo detenerse un momento. Y encendió su deseo como si fuese una hoguera.

Su deseo tampoco necesitaba mucha ayuda, tal como estaban las cosas.

—¿Cuántos años tienes? —Manny no hizo esa repentina pregunta por cambiar de tema, ni se había vuelto loco. No. Sería un sátiro, pero nunca ligaba con menores de edad. Con seguridad ella tenía la constitución de un adulto, pero a saber a qué velocidad maduraban las vampiras.

—Tengo trescientos cinco años.

Manny se quedó mudo. Tomó aire una vez. Y otra vez. Con seguridad, se trataba de una adulta, concluyó.

—Entonces, ¿ya estás en edad casadera?

—Lo estoy. Sin embargo, no tengo pareja.

Gracias, Dios mío.

—Bien, ya sé lo que quiero. —A ella. Desnuda. Y encima de él. Pero estaba dispuesto a conformarse con mucho menos.

—¿Qué es?

—Un beso. —Manny levantó las manos con aire tranquilizador nada más decirlo—. No tiene que ser un beso apasionado y ardiente. Sólo… un beso.

Al ver que ella no respondía, Manny sintió ganas de morirse. Y pensó seriamente en entregarse al hermano de la mujer para que le diera la paliza que se merecía.

De repente, la mujer susurró unas sorprendentes palabras.

—¿Me enseñas cómo hacerlo?

—Pero… ¿Es que los de tu especie no… se besan? —Sólo Dios sabía lo que podrían hacer. Pero si había algo de cierto en la leyenda, el sexo no estaba ausente del repertorio de aquella gente, sino más bien todo lo contrario.

—Sí lo hacen. Pero yo nunca… ¿Estás enfermo? —Payne estiró la mano hacia él—. ¡Sanador! ¿Qué te pasa?

Manny abrió los ojos… Se había quedado sin aire y sin pulso.

—Déjame preguntarte algo. ¿Alguna vez has estado con un hombre?

—Nunca he estado con un hombre humano. Y… tampoco con ningún macho de los míos.

Manny sintió que su miembro estaba a punto de estallar. Lo cual era toda una locura. Nunca jamás le había importado si una mujer había estado antes con alguien o no. De hecho, la clase de chicas que normalmente le gustaban habían perdido la virginidad a comienzos de la adolescencia y no tenían ningún remordimiento.

Los ojos pálidos y luminosos de Payne se clavaron en él.

—Tu olor se ha vuelto aún más fuerte.

Probablemente porque estaba sudando como una bestia para tratar de detener el orgasmo. Sólo le faltaba correrse allí, como un gran profesional de la medicina, vamos.

—¿De verdad?

—Sí, y me gusta.

Hubo un momento eléctrico entre ellos, de tal intensidad que Manny no creía que su recuerdo se pudiera borrar con ningún truco de manipulación mental. Y luego la boca de Payne se abrió y su lengua color de rosa se asomó para humedecer los labios… como si se estuviera imaginando algo que le provocaba sed.

Luego dijo las palabras más excitantes de la historia.

—Creo que quiero comprobar a qué sabes.

Bien. Al diablo con lo del beso casto. Si quería comérselo vivo, estaba dispuesto. Y eso fue antes de que Manny viera cómo los colmillos blancos que salían de su mandíbula superior se alargaban todavía más.

Al verlos su excitación creció, aunque pareciese imposible.

Manny podía sentir sus propios jadeos, pero no podía oír nada, pues la sangre le ensordecía palpitando en sus oídos. Maldición, estaba a punto de perder el control… y no en sentido metafórico. Estaba literalmente a un paso de arrancarle las mantas y montarse sobre ella. Aunque estuviera sujeta por aparatos de cirugía ortopédica. Y aunque fuera virgen a los tres siglos de edad. Y aunque no fuera de su misma especie. Todo eso no solo no importaba, sino que añadía encanto a la criatura.

Manny necesitó de toda su fuerza de voluntad para ponerse de pie y dar un paso atrás.

Tuvo que carraspear dos veces.

—Creo que será mejor que lo dejemos para una próxima oportunidad.

—¿Una próxima oportunidad?

—En un futuro, sí.

De inmediato, la expresión de la mujer cambió, difuminándose la débil pasión que momentos antes había empezado a asomar a su rostro.

—Sí, por supuesto. Claro.

Parecía decepcionada. Se odió por herirla, pero no había manera de explicarle lo mucho que la deseaba sin que el asunto se volviera pornográfico y por tanto catastrófico. Era virgen, por Dios Santo. Y se merecía a alguien mejor que él. Con colmillos y todo.

Manny le lanzó una última mirada y ordenó a su cerebro que recordara aquella visión. Tenía muy claro que necesitaba guardarla, no perderla.

—Haz lo que tienes que hacer. Borrarme el cerebro o lo que sea. Ahora.

Los ojos de la mujer lo contemplaron de pies a cabeza y se detuvieron en sus caderas. Cuando él se dio cuenta de que ella estaba mirándole la entrepierna, es decir, el pene, que estaba en posición erecta debajo de la ropa, Manny discretamente escondió con sus manos lo que tenía debajo de los pantalones.

Y entonces habló con voz ronca.

—Me estoy muriendo de… No puedo permanecer junto a ti ahora mismo. No soy de fiar. Así que tienes que hacerlo. Por favor. Dios, sólo hazlo…