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HIPÓDROMO DE AQUEDUCT, QUEENS, NUEVA YORK

ÉPOCA ACTUAL

Quiero chupártela.

El doctor Manny Manello volvió la cabeza hacia la derecha y miró a la mujer que acababa de hablarle. Ciertamente no era la primera vez que escuchaba esa frase, y los labios de los que habían salido las palabras en verdad tenían suficiente silicona como para considerarlos más que nada un buen cojín. Pero, con todo, la frase lo sorprendió.

Candace Hanson le sonrió y se acomodó su sombrero estilo Jackie Onassis con una mano de uñas perfectamente arregladas. Al parecer, creía que la combinación de elegancia y estilo chabacano resultaba atractiva. Y tal vez fuera así para algunos tíos.

Demonios, en otra época Manny probablemente habría aceptado la propuesta, aplicando la vieja doctrina del «¿por qué no?». Pero habían pasado los años y ahora era más bien devoto de la religión del «no hay que exagerar».

Sin amilanarse por la falta de entusiasmo del doctor Manello, la mujer se inclinó hacia delante y le enseñó un par de senos que no solo desafiaban la ley de la gravedad, sino que más bien la desmentían por completo.

—Sé adónde podemos ir.

Seguro que sí, pensó Manny, que respondió con cierta sorna.

—La carrera está a punto de empezar.

La mujer hizo un gesto, una especie de puchero. La boca adoptó una forma extraña, antinatural, y tal vez fuera la lógica después de la inyección. Dios, una década atrás probablemente era una chica bonita, pero ahora los años y los tratamientos habían agregado una pátina de desesperación a su rostro… junto con las arrugas normales del proceso de envejecimiento contra el que ella evidentemente luchaba como un boxeador de primera línea.

—Entonces, lo hacemos después.

Manny dio media vuelta sin responder, mientras se preguntaba cómo habría entrado aquella mujer en la parte destinada exclusivamente a los propietarios. Debió de ser en el momento en que todo el mundo se apresuró a regresar desde el paddock… y no cabía duda de que la tía debía de estar acostumbrada a entrar en lugares en los que teóricamente no podía estar: Candace era una de esas mujeres de la sociedad de Manhattan a las que solo les faltaba tener un proxeneta para ser prostitutas profesionales.

Pero no había que exagerar. Como cualquier otra molestia, ignorándola, se iría a molestar a otro lado.

A otro tipo, en este caso.

Manny levantó el brazo para evitar que la molestia se le acercara más, y se apoyó sobre la barandilla de su palco de propietario, expectante a la espera de que llevaran a su chica a la pista. Le había correspondido correr por el exterior y eso estaba bien: ella prefería tener libertad de movimientos, no quedarse encerrada por el interior en las curvas. Correr unos cuantos metros más nunca le había molestado.

El hipódromo de Aqueduct en Queens, Nueva York, no tenía el mismo prestigio que el de Belmont o Pimlico, ni llegaba al nivel del padre de todos los hipódromos, Churchill Downs, pero tampoco era una ratonera. Disponía de una buena pista de tierra y también de una de grama y de una pista corta. La capacidad total estaba alrededor de los noventa mil espectadores. La comida era un asco, pero la gente no iba allí a comer. Además, aquel hipódromo ofrecía algunas carreras importantes, como la de hoy: la carrera Wood Memorial Stakes, con un premio mayor de 750.000 dólares, que, además, como se disputaba en abril, constituía una prueba importante para los competidores de la Triple Corona…

Ah, allí estaba. Sí, era su chica.

Cuando los ojos de Manny se clavaron en Glorygloryhallelujah, el clamor de la multitud, la luz brillante que lo rodeaba y el movimiento de los otros caballos desaparecieron por completo. Lo único que veía era su magnífica potranca negra, cuyo pelo atrapaba y reflejaba la luz del sol, flexionando sus patas esbeltas y levantando sus delicados cascos de la pista de tierra para volverlos a plantar de nuevo en ella. Con una alzada de diecisiete palmos, el jinete parecía apenas un mosquito sobre su lomo, y esa diferencia de tamaño era una clara indicación de la división de poderes vigente en aquella especial relación. Desde el primer día de entrenamiento, ella lo dejó muy claro: tal vez tuviera que tolerar a los molestos humanos, pero ellos sólo eran unos ayudantes, la que estaba al mando era Glory.

Ese carácter dominante ya había espantado a dos entrenadores. ¿Y qué pasaba con el que tenía ahora? El tío parecía un poco frustrado, pero solo porque lo hacía sentirse desconcertado: los tiempos que lograba Glory eran impresionantes, pero eso no tenía nada que ver con el entrenador. Y la verdad es que a Manny le tenían sin cuidado los inflados egos de los hombres que se dedicaban a mangonear con los caballos para ganarse la vida. Su chica era una guerrera que sabía lo que hacía y él no tenía problema en dejarla libre y observar cómo se divertía actuando a su antojo, para desesperación de jockeys y entrenadores, durante las competiciones.

Con los ojos fijos en la potranca, Manny recordó al idiota al que se la había comprado hacía poco más de un año. Los veinte mil que había pagado habían sido una bicoca teniendo en cuenta su pedigrí, pero también demasiado dinero si considerabas su carácter y el hecho de que no estaba claro si podría obtener autorización para correr. Se trataba de una potranca salvaje de apenas un año, de pésimo carácter, que estaba a punto de ser vetada… o, peor aún, de ser convertida en comida para perros.

Pero su intuición no le engañó. Siempre y cuando ella pudiera hacer lo que quisiera y uno la dejara mandar, la potranca era una competidora espectacular.

Cuando los caballos se acercaron a los cajones de salida, algunos comenzaron a golpear las rejas con los cascos, pero su chica permaneció como una roca, como si supiera que no tenía sentido desperdiciar energías antes de que comenzara el juego de verdad. Y a Manny realmente le gustaban las posibilidades que ofrecía la carrera, a pesar de que la habían puesto en la peor posición. El jinete que la montaba era una estrella: sabía exactamente cómo tratarla y, en ese sentido, era más responsable de su éxito que los entrenadores. Su filosofía con ella era asegurarse de que Glory viera las mejores vías para salirse del pelotón y dejarla elegir la que quisiera.

Manny se puso de pie y se agarró de la barandilla de hierro pintada que tenía ante sí, uniéndose en el gesto a la multitud que se inclinaba hacia delante en sus asientos y sacaba un montón de binoculares. Oyendo palpitar su corazón, se sintió feliz porque, aparte de los ratos que pasaba en el gimnasio, últimamente siempre parecía más muerto que vivo. La vida se había vuelto horriblemente monótona durante el último año y tal vez esa era la razón por la cual la dichosa potranca había adquirido tanta importancia para él.

Tal vez era lo único que tenía.

Y no es que estuviera teniendo ideas raras, depravadas.

La entrada de todos los caballos en los cajones no era fácil, pero se hacía con la máxima presteza. Cuando estás tratando de meter dentro de cajitas de metal a quince animales agitados, con patas parecidas a zancos y glándulas suprarrenales que están funcionando a mil, no se puede perder el tiempo. En un minuto o un poco más, todo el mundo estuvo en su puesto y los ayudantes se dirigieron a sus posiciones.

Una palpitación.

La campana.

¡Bang!

Los cajones se abrieron, la multitud rugió y los caballos se lanzaron hacia delante como si hubiesen salido disparados de un cañón. Las condiciones climáticas eran perfectas. El día estaba seco y fresco. La pista estaba rápida.

No es que a su chica le importara mucho eso. Sería capaz de correr en arenas movedizas si fuera necesario.

Los caballos pasaron por la pista como un rayo y el sonido colectivo de sus cascos y la emoción de la voz del narrador animando a la grada llegaron a un punto culminante. Sin embargo, Manny conservó la calma, con las manos aferradas a la barandilla y los ojos fijos en la pista, mientras los caballos tomaban la primera curva convertidos en un amasijo de lomos, crines al viento y colas.

Miró la pantalla gigante, que le mostraba todo lo que necesitaba ver. Su potranca era la penúltima y parecía galopar de mala gana mientras que los demás iban como alma que lleva el diablo. Joder, ni siquiera alargaba del todo el cuello. El jinete, sin embargo, estaba haciendo su trabajo: alejándola del interior y dándole la oportunidad de correr en el exterior del grupo o cortando camino cuando estaba lista.

Manny sabía exactamente lo que ella planeaba hacer. Iba a lanzarse por en medio de los otros caballos como una bala.

Tal era su manera de correr.

Y, seguramente, cuando salieran a la recta, ella comenzaría a buscar las primeras posiciones. Con la cabeza gacha y el cuello alargado, sus zancadas empezarían a alargarse.

—Vamos, hazlo ahora, preciosa —susurró Manny.

A medida que Glory penetraba por el centro, se iba convirtiendo en un rayo de luz que pasaba a los otros caballos con una velocidad tal que era evidente que le iba la vida en ello: no bastaba con derrotarlos, tenía que hacerlo en la última media milla para ganarles a esos malditos en el último instante.

Manny se rió entre dientes. Ella era realmente era la clase de chica que le iba.

—Por Dios, Manello, mira cómo corre.

Manny asintió con la cabeza sin volverse a mirar al tío que le había hablado en el oído, porque en la cabeza del grupo estaba ocurriendo algo que lo cambiaba todo: el potro que había liderado la carrera todo el tiempo pareció desfondarse y fue perdiendo la ventaja. Sus patas simplemente se quedaban sin gasolina. El jinete lo castigó con la fusta en la grupa, pero esa medida tuvo el mismo éxito que tiene alguien que comienza a insultar al coche cuando la aguja del depósito indica que está vacío. El potro que iba segundo, un alazán inmenso con mala actitud y unas zancadas tan largas como una cancha de fútbol, aprovechó de inmediato la situación, y el jinete lo dejó avanzar.

Los dos fueron cuello a cuello, cabeza con cabeza, durante un lapso de apenas un segundo, antes de que el alazán se colocase en primera posición de la carrera. Pero no sería por mucho tiempo. La chica de Manny había alcanzado su máxima potencia y se había abierto camino a través de un grupito formado por tres caballos, para tomar el segundo puesto, y ya estaba tan pegada como una lapa al líder.

Sí, se veía que Glory se hallaba a sus anchas, en su elemento, con las orejas agachadas y enseñando los dientes.

Estaba a punto de salirse otra vez con la suya y era imposible no pensar en el primer sábado de mayo y el derby de Kentucky.

Todo ocurrió tan rápido.

Todo culminó… en un abrir y cerrar de ojos.

Con un movimiento deliberado, el alazán golpeó a Glory de refilón y el brutal impacto la mandó contra la valla. Su chica era grande y fuerte, pero no estaba preparada para un empujón como el que recibió, cuando iba a casi setenta kilómetros por hora.

Durante una fracción de segundo, Manny creyó que podría reponerse. A pesar de que la vio desviarse, tambalearse, el dueño esperaba que la potranca recuperara el camino y le diera al maldito bastardo una lección de modales.

Pero su chica finalmente se cayó. Justo frente a los tres caballos que acababa de pasar.

La confusión fue inmediata: caballos desviándose para evitar el obstáculo que había en su camino, jinetes cambiando súbitamente de posición con la esperanza de permanecer en sus monturas.

Todo el mundo lo logró.

Excepto Glory.

Mientras la multitud contenía el aliento, impresionada, Manny salió corriendo, saltando por encima de la baranda y esquivando gente, sillas y mil obstáculos hasta llegar a la pista misma.

Saltó la valla.

Manny corrió hasta donde estaba Glory. Los muchos años que se había pasado haciendo ejercicio le permitieron llegar a ella a una velocidad asombrosa.

La potranca trataba de incorporarse. Gracias a su fiero corazón, luchaba por levantarse del suelo, con los ojos fijos en los otros caballos, como si no le importaran sus lesiones: sólo quería alcanzar a los que la habían dejado rezagada en medio del polvo.

Lamentablemente, una pata delantera tenía otros planes: mientras ella luchaba por levantarse, la mano derecha colgaba sin fuerza por debajo de la articulación de la rodilla y Manny no necesitó de todos sus años como cirujano ortopedista para saber que el animal tenía problemas.

Graves problemas.

Manny resopló, tragó saliva y luego se dio cuenta de que el jinete estaba llorando:

—Doctor Manello, lo intenté… Ay, Dios…

Manny se agachó sobre el suelo de tierra y agarró las riendas, mientras llegaban los veterinarios y colocaban un biombo alrededor del animal para ocultar el drama.

Cuando los tres hombres uniformados se acercaron, los ojos de la potranca comenzaron a llenarse de dolor y confusión. Manny hizo lo que pudo para calmarla, dejándola mover la cabeza todo lo que quisiera, mientras le acariciaba el cuello. Se calmó del todo cuando le inyectaron un tranquilizante.

Al menos en ese momento cesó el forcejeo desesperado.

El veterinario le echó un vistazo a la pata y sacudió la cabeza. Lo cual, en el mundo de las carreras de caballos, era sinónimo de la frase: hay que sacrificarla.

Manny se le enfrentó.

—Ni siquiera lo piense. Inmovilicen la pata o reduzcan la fractura y llevémosla al Tricounty ahora mismo. ¿Está claro?

—Nunca volverá a correr… parece una fractura múlti…

—¡Saquen a mi caballo de la maldita pista y llévenlo al Tricounty!

—No vale la pena…

Manny agarró al joven veterinario de las solapas de la bata y lo acercó a él hasta que quedaron frente a frente.

Hazlo. Ya.

Hubo un momento de total incomprensión, como si el mocoso nunca hubiese recibido una orden así.

Y para que las cosas quedaran bien claras entre ellos, Manny amplió sus explicaciones.

—No me apetece perderla, pero me muero de ganas de romperte la cara a ti. Aquí mismo. Ahora mismo.

El veterinario se arrugó y, como si entendiera que estaba a punto de recibir una buena paliza, plegó velas.

—Está bien… está bien.

Manny no estaba dispuesto a perder a su caballo. Durante los últimos doce meses había estado de duelo por la única mujer que le había importado en la vida, había puesto en duda su cordura y se había dedicado a beber escocés, la bebida que siempre había detestado.

Si Glory se moría ahora, realmente no le quedaría mucho en la vida, ¿verdad?