PRÓLOGO

Reino Unido de los Países Bajos, 1850

Róterdam, Elburg

Al arrancar el carruaje, los cascos de los caballos levantaron una nube de polvo rojizo.

—Ya va siendo hora de que llueva. Este calor… —comentó Jan Vandenberg mientras sacudía las finas motas de polvo de su chaqueta oscura.

Su esposa Helena, que iba sentada en el carruaje de espaldas al cochero, alargó la mano hacia su hija Juliette.

—Ven aquí conmigo.

Pero la pequeña de nueve años, a la que sus padres llamaban cariñosamente Julie, sacudió la cabeza.

—Desde aquí veo mucho mejor, mamá. —Se acurrucó contra el brazo de su padre y dejó que el aire frío le acariciase el rostro.

Desde hacía algunas semanas, un calor abrasador había sumido a hombres y animales en un estado de total apatía. Esa tarde de junio, contentos de abandonar el aire asfixiante del establo por unas horas, los caballos trotaban a paso ligero por las calles de Róterdam, donde, con el templado aire vespertino, la vida comenzaba poco a poco a rebrotar.

Ese día, además, Julie se sentía muy orgullosa de que sus padres le hubieran dado permiso para acompañarlos a una cena con amigos. No era la primera vez y, como siempre, un hormigueo le recorría el cuerpo a causa de la emoción. Durante el viaje solo podía pensar en los miembros de la alta sociedad que se iba a encontrar allí. Iba tan enfrascada en esos pensamientos que los delgados labios se le fruncían mientras repasaba una y otra vez todo lo que debía tener presente: una reverencia de cortesía a la anfitriona, los cubiertos de la mesa y cómo utilizarlos. Con un poco de suerte no servirían nada demasiado difícil de comer. Los mejillones solían darle problemas y con frecuencia acababa manchándose. ¡Y sobre todo tenía que acordarse de no limpiarse la nariz con la manga! Ojalá consiguiera hacerlo todo bien. Así, sus padres se sentirían orgullosos y elogiarían su comportamiento.

Julie admiraba a su madre por el gran aplomo y la elegante serenidad con que siempre se conducía. Su padre, prestigioso miembro de la sociedad roterodamense, era apreciado como invitado y como anfitrión por lo espléndido que era. Sabía mantener una buena conversación y le gustaba introducir pequeñas bromas. Incluso en una ocasión, en una de sus últimas visitas, cuando la cocinera de los Werkendam se excedió tanto con la sal de la sopa que la anfitriona se sonrojó y los comensales comenzaron a toser, su padre sonrió con amabilidad y señaló que la comida tenía un viso exótico pero que, no obstante, estaba muy sabrosa. Y sus palabras surtieron efecto; los invitados continuaron comiendo aunque hubieron de regar la comida con abundante vino. Julie soñaba con llegar a ser como sus padres.

—Ve a sentarte con tu madre; si no, vas a acabar cubierta de polvo de los pies a la cabeza —ordenó Jan Vandenberg apremiando a la rubia muchacha a que se sentase en el asiento de enfrente. Julie despertó de sus pensamientos y se miró la ropa asustada. En su vestido se advertía una leve mancha rojiza. Oh, no, no podía asistir a la cena con el vestido sucio.

Helena intentó sacudir la suciedad del vestido con la mano.

—No te preocupes, tesoro, ¡apenas se ve! —Acto seguido, le colocó a su hija un rizo rebelde bajo el sombrero, la rodeó con el brazo y la estrechó con ternura.

—Mira, tú y yo vamos a presentarnos bien limpias y, sin embargo, tu padre parecerá un barrendero. A lo mejor no le dejan entrar…

Julie alzó la mirada y observó a su padre con preocupación, pero la risa mal disimulada de su madre no tardó en revelar que se trataba de una broma.

En esos momentos, ninguno de ellos podía sospechar el trágico final que les depararía aquel día de verano.

Unas calles más allá, un cochero había interrumpido su viaje al frente de un coche que iba cargado hasta arriba de barriles de vino y del que tiraban cuatro caballos belgas. Unos chiquillos juguetones, exaltados por la brisa fresca que soplaba a esas horas, se divertían haciendo cosquillas a uno de los caballos con una vara hasta que el animal, irritado, sacudió la cola y comenzó a patear contra el suelo. En uno de esos movimientos, se le enredó una pata trasera en la cuerda con la que el cochero había amarrado el carruaje. Al tensarse la cuerda, esta pegó un tirón del bocado de los caballos delanteros. Uno de ellos se asustó e inició con su compañero una descontrolada carrera al galope. Los granujas se escondieron a toda prisa en un patio, a sabiendas de que se habían excedido. El cochero, que salió corriendo, ya no pudo sino contemplar desconcertado cómo se alejaba su coche. Los barriles, que caían con estruendo, aumentaron el pánico de los caballos. Los transeúntes se apartaban espantados al paso desbocado del carro del que tiraban los cuatro voluminosos animales.

El cochero de los Vandenberg no advirtió más que un respingo en la punta de las orejas de sus caballos y un ligero titubeo, acto seguido, vio aparecer tras la esquina el carro del que tiraban los caballos desbocados. Sus propios caballos hicieron ademán de huir, pero en ningún momento tuvieron escapatoria. Los cuatro pesados cuerpos de los animales de tiro embistieron el carruaje y, en un abrir y cerrar de ojos, el carro de carga y el carruaje se confundieron en un único amasijo de caballos temblorosos, desgarrones de cuero y estallidos de madera. El carruaje de los Vandenberg volcó con el golpe. Alguien gritó. Lo último que Julie vio fueron los adoquines grises sobre los que quedó tendida. Después todo quedó a oscuras.

—¿Mamá?

¿Lo había soñado? Angustiada, Julie trató de abrir los ojos, pero sus pesados párpados temblaban como las alas de una mariposa y el primer rayo de luz la deslumbró. ¿Se había dormido?

—Ssshhh…, sigue descansando —susurró una voz en la lejanía.

—¿Mamá? —Julie logró por fin abrir los ojos y parpadeó.

—No, soy yo, Marit.

Julie entrevió el enjuto rostro borroso de su niñera. Esta se inclinó sobre ella y le apartó de la frente un mechón empapado en sudor.

—Sigue descansando, Juliette, ¿me oyes?

—¿Qué ha pasado? —Julie se notaba rara. Quiso moverse, pero una intensa punzada en la pierna la hizo estremecerse.

Marit le posó una mano en el hombro y la forzó con suavidad a recostarse de nuevo sobre la almohada.

—¡Juliette, tienes que seguir descansando! —El tono de su voz no dejaba lugar a réplica. Julie hundió la cabeza en la almohada y, antes de que su cabeza tocase la funda, volvió a sumirse en un profundo letargo sin sueños.

Cuando, al cabo de varias horas, volvió a despertar, logró despegar los pesados párpados, aunque no sin esfuerzo. Miró a su alrededor por el rabillo del ojo y advirtió que se encontraba en su habitación. Las pesadas cortinas, que colgaban a ambos lados de la ventana y que hasta entonces solo habían cumplido una función decorativa, estaban cerradas, pero parecía que fuera era de día. ¿Qué hacía en la cama a esas horas? Cuando intentó incorporarse, notó un pinchazo en la pierna. ¿Estaba herida?

¿Qué había pasado? ¿Por qué estaba tan cansada?

De pronto notó una sensación de mareo y todo volvió a quedar a oscuras.

El doctor Maarten entró en la habitación de Juliette Vandenberg. Marit se levantó de la silla sin hacer ruido. Jugueteaba nerviosa con el pañuelo que tenía entre las manos. Señaló a Julie con la mirada y susurró:

—Se ha despertado ya dos veces, ahora vuelve a dormir. —Su rostro reflejaba la preocupación por la pequeña.

El doctor Maarten asintió con un gesto, se ajustó los binóculos sobre la nariz y observó a la muchacha con expresión meditabunda. Pobre criatura. ¡Menuda tragedia! Él conocía a los Vandenberg desde hacía varios años, había tenido a Juliette en sus brazos cuando no era más que un bebé.

—Ha preguntado por su madre. —Marit se enjugó los ojos enrojecidos con el pañuelo. Su rostro de agotamiento exhibía una palidez enfermiza y la bata gris que vestía estaba arrugada.

El doctor Maarten le posó la mano en el hombro en un gesto tranquilizador.

—Marit, sé que Juliette aún tiene que pasar por lo peor, pero debemos contárselo en cuanto recobre la conciencia, tal como acordamos.

Marit sollozó en silencio, al tiempo que asentía con la cabeza.

—Salga y tranquilícese un rato, yo me quedaré con ella. —Se acomodó en la silla que Marit había colocado junto a Julie. La niñera permaneció indecisa a los pies de la cama—. Váyase, váyase —insistió el doctor.

Julie se movió y el médico se inclinó sobre la cama para comprobar si abría los ojos, pero ella los mantuvo cerrados. La pérdida de conciencia parecía haber dado paso a u sueño reparador.

Al día siguiente, cuando despertó, Julie consiguió al fin expresar un pensamiento claro.

—¿Qué me pasa en la pierna? ¿Podré volver a caminar de nuevo? —preguntó la pequeña mirándose con preocupación el aparatoso vendaje.

—Tienes el hueso roto —le explicó el doctor Maarten—, pero se curará.

Marit acarició con ternura la mejilla de su pupila y volvió a cubrir el vendaje con la colcha.

—¿Y cuánto tardará?

—Tendrás que seguir guardando reposo unas cuantas semanas más hasta que el hueso se suelde —explicó la niñera mientras volvía a sentarse en la silla que había junto a la cama.

—¿Cómo me lo he hecho? ¿Y dónde está mamá?

Julie no obtuvo respuesta.

Poco después, el doctor Maarten entró en la habitación. A pesar de la sonrisa que le dedicó, unas hondas arrugas de preocupación surcaban su frente.

—Bueno, Juliette, veo que has recobrado las fuerzas. —Se colocó junto a la cama y se dirigió a la niñera—: Marit, ¿le importaría dejarnos un momento a solas?

Cuando Marit abandonó la habitación, el médico se sentó en el borde de la cama.

—¿Cómo te encuentras hoy? —Juntó las manos sobre el regazo y Julie advirtió que los nudillos se le volvían blancos por la tensión de la piel.

—Muy bien, señor doctor.

—¿Cómo va la pierna?

—Ya no me duele tanto. —Julie hablaba con valentía y trataba de sonreír al médico, pero la expresión de gravedad del hombre le borró la sonrisa.

El doctor le agarró la mano.

—Juliette, tengo que decirte algo. —Se tomó un tiempo como si necesitase buscar las palabras adecuadas; después prosiguió en voz baja—: Tus padres y tú, los tres, sufristeis un terrible accidente. Tus padres quedaron gravemente heridos —el doctor respiró hondo— y a veces las heridas son tan graves que no se pueden curar. —Hizo una pausa.

De pronto un escalofrío espantoso recorrió todo el cuerpo de Julie. Las palabras del doctor Maarten resonaban en su cabeza: un terrible accidente… heridos… ¡sus padres estaban gravemente heridos! Pero ¿dónde estaban?, tenía que reunirse con ellos, tenía que… Levantó la vista con miedo y se encontró con el rostro serio del médico, cuyos oscuros ojos la miraban cargados de tristeza. La realidad la golpeó con fuerza, sintió que una ola de desconsuelo la arrasaba por dentro, tan intensa e infinita que estuvo a punto de quedarse sin respiración. «Que no se pueden curar», había dicho el doctor.

—¿Significa eso que mamá y papá están… muertos? —se oyó preguntar a sí misma.

Tenía la sensación de que su voz procedía de una remota lejanía. Igual que la del doctor Maarten.

—Sí, mi niña.

Acto seguido, se le nublaron los sentidos.

Julie pasó los días posteriores en un estado de aturdimiento a medio camino entre el sueño y la vigilia. Todavía albergaba la esperanza de que un día se abriese la puerta y asomara el rostro alegre de su madre. Pero eso no sucedió, y Julie se sumergió en un estado de silenciosa melancolía. No sabía qué hacer con el dolor, ni siquiera era capaz de llorar. Tampoco el final de su convalecencia contribuyó a mejorar su estado anímico. La muchacha alegre y risueña que había sido en su día se convirtió en una niña taciturna y callada.

Marit le prometía una y otra vez que algún día las cosas volverían a marchar bien, pero la ausencia de sus padres estaba presente a todas horas y a Julie le provocaba un dolor casi físico. Los sirvientes se despidieron y ya no volvieron más, y los muebles iban apareciendo poco a poco cubiertos con sábanas blancas. Todo eso desmentía la promesa de Marit.

Julie intentaba abrigar esperanzas y convencerse de que todo seguiría siendo como antes, pero en sus sueños ocurrían cosas aterradoras: se encontraba sola en la inmensidad de la casa, todo estaba vacío y oscuro, ya no quedaba nadie. Otras veces se veía en un orfanato. Una vez había ido a visitar uno con su madre y habían llevado regalos para los niños que vivían allí. «Estos niños no tienen padres que les cuiden», le había explicado su madre. Ahora, en sus sueños, ella se veía sentada entre aquellos niños. Marit hacía todo lo que buenamente podía por mantener la rutina de la pequeña. Con todo, le ocultaba a Julie que, a la larga, su vida no iba a seguir transcurriendo como hasta entonces. Nadie quería hablar de ese tema, hasta que llegó un día en que ya fue ineludible. Antes, sin embargo, Marit quiso celebrar por todo lo alto un acontecimiento como el décimo cumpleaños de Julie, que tendría lugar en septiembre. Algunas otras muchachas —hijas de los amigos más íntimos de los padres— aceptaron la invitación e intentaron que, al menos por unas horas, la vida de Julie volviese a parecer casi normal. Pero en cuanto terminó la celebración, Marit tuvo que hacer frente a la realidad y ceder a las presiones del abogado de los Vandenberg.

Dado que la pequeña de diez años no podía tomar posesión de la herencia, correspondía al familiar más cercano hacerse cargo de su administración. Y en cuanto Julie se recuperó, ese pariente hizo acto de presencia mucho más rápido de lo que todos habrían deseado.

De pronto, una mañana de octubre, la casa de los Vandenberg amaneció con un gran ajetreo. Por primera vez desde la celebración del cumpleaños, se respiraba en la cocina el aroma a bizcocho casero.

—¿Qué pasa? ¿Esperamos visita?

Julie sorprendió a la niñera abriendo la ventana de la habitación de invitados para ventilar. Marit se limitó a contestar lacónicamente:

—Sí.

Apartó a Julie a un lado para preparar las camas. En realidad, esa era tarea de las sirvientas, pero en los últimos meses todas habían abandonado la casa para buscar otra residencia donde trabajar. Ya solo quedaban allí Marit y la vieja cocinera.

Julie contempló el ir y venir de Marit con cierta perplejidad. ¿Por qué nadie le había contado que esperaban visita y por qué Marit le ocultaba la identidad del invitado? Desde que sus padres… Desde el accidente y el entierro nadie había ido de visita a casa de los Vandenberg. ¿Quién iba a recibir a los huéspedes?

—Juliette, ve a tu habitación. Ahora voy yo y te ayudo a vestirte. —Marit la condujo hasta la puerta y Julie salió de allí con gesto pensativo.

Poco después, Marit —que continuaba mostrándose parca en palabras— ayudó a Julie a enfundarse un precioso vestido y le recogió el cabello en una trenza en forma de corona. Julie dejó que Marit llevase a cabo todo el proceso sin oponer ninguna resistencia y, al mirarse, se estiró el vestido con apuro. Este no llegaba al suelo y, bajo las medias, todavía podía apreciarse que su pierna izquierda estaba considerablemente más delgada que la derecha. El médico había dicho que con el tiempo volverían a igualarse. Hasta ese momento, a Julie no le había importado, pero ahora, al verse tan elegante, reparó en ello y se sintió incómoda. Marit no reaccionó a su mirada de bochorno y le anudó un lazo en el cabello rubio dorado.

—Ya está, ya te puedes ir —le ordenó con tono resuelto empujándola hacia la puerta.

Las estancias de la planta baja estaban limpias y ordenadas, alguien había retirado las sábanas blancas de los muebles y en el salón estaba preparada la mesa de café. Julie se sentía nerviosa.

Al poco, oyó llegar un carruaje. El tintineo de los aparejos llegó hasta el pasillo y Julie oyó crujir la grava de la entrada cuando el coche se detuvo. Marit se dirigió hacia la puerta para abrir mientras Julie aguardaba indecisa en el vestíbulo. Se sentía increíblemente sola. Cómo le habría gustado tener a sus padres en ese momento.

Sus alterados nervios se apaciguaron un poco al ver entrar al señor Lammers. Este había trabajado para su padre como abogado y notario, y visitaba a la familia con regularidad. Después de que Marit lo saludase con cortesía, el abogado se dirigió a Julie.

—Mejuffrouw Vandenberg, me alegra verla completamente recuperada.

Julie le dio las gracias con una educada reverencia, tal como le habían enseñado. Sin embargo, se mantuvo escéptica. La expresión de inquietud que exhibía el rostro del señor Lammers recordaba a la de un animalillo asustado y, al verlo, a Julie se le contagió el aire de nerviosismo y turbación.

En la calle, pudo oírse con claridad la llegada de otro coche. Julie se volvió hacia Marit con un gesto inquisitivo. ¿Quién estaba llegando? ¿Qué hacía allí el señor Lammers? Pero antes de que alguien tuviera ocasión de aclarárselo, un segundo invitado irrumpió en la estancia. Al ver el rostro del hombre, por un fugaz instante un destello de esperanza invadió la infantil mirada de Julie. Respiró hondo, pero no tardó en darse cuenta de la equivocación. Aunque el parecido de ese hombre con su padre era asombroso, estaba claro que no era él.

—Juliette, este es tu tío Wilhelm Vandenberg. —Marit empujó con suavidad a la niña para que se acercase al hombre.

—Juliette, me alegro mucho de volver a verte —dijo el hombre con un entusiasmo desmedido. Sin embargo, su voz no reflejaba ni alegría ni cariño sinceros.

Julie saludó con una reverencia y se retiró rápidamente, buscando la mano de Marit. No recordaba tener ningún tío. Estaba casi segura de que no lo había visto jamás. Al menos, en persona. ¿Le habían hablado sus padres alguna vez de él? Creía recordar que su padre lo había mencionado alguna vez. ¿O acaso se lo estaba inventando? Siguió con gesto pensativo a Marit, que acompañó al visitante hasta la mesa; allí Marit le soltó la mano y le acercó una silla. En ese instante, Julie se dio cuenta de que durante toda esa mañana Marit exhibía la misma expresión de impasibilidad.

—Gracias, Marit. —El gesto de asentimiento del tío fue una señal inequívoca para que la niñera abandonase la estancia. Julie le pidió ayuda con la mirada. ¿Acaso pensaba dejarla sola a la mesa con aquel desconocido? El miedo volvió a invadirla: ¿y si cometía algún error? Al principio, el hombre ni siquiera la miró. El señor Lammers apartó la taza de café a un lado y abrió su maletín de piel. Sacó un taco de papeles que extendió cuidadosamente sobre la mesa. Wilhelm Vandenberg buscó con cierta indignación alguien que le sirviera y, finalmente, se sirvió él mismo el café. Los hombres hicieron caso omiso del pastel que desprendía ese dulce aroma que por la mañana había invadido la casa y abierto el apetito de Julie. A ella también se le había cerrado el estómago.

Cuando el señor Lammers se dirigió a ella, se sobresaltó.

—Ahora que usted, mejuffrouw Vandenberg, goza de nuevo de buena salud —Lammers titubeó un instante mientras revolvía nervioso los papeles—, tenemos que plantearnos qué será de usted en el futuro. Su tío —agregó dedicando una fugaz mirada a Wilhelm Vandenberg— se ha desplazado desde Ámsterdam para tomar una decisión en su nombre. Es su pariente más cercano y, por tanto, su albacea.

Julie paseó la mirada de uno a otro. No comprendía nada. ¿Albacea?

Julie descubrió el significado de la palabra «albacea» antes de lo que habría deseado. Pocos días más tarde, se hallaba de camino a un internado.

Iba sentada junto a su tío en el carruaje y miraba por la ventana. Ya no le gustaba montar en coche y, además, aquel no era precisamente un viaje de placer.

Las imágenes de la despedida se le agolpaban en la cabeza. Pensaba en Marit, que había salido a la puerta a despedirla tratando de reprimir la tristeza mientras le susurraba unas palabras al oído. Julie era incapaz de imaginarse la vida sin Marit. Marit siempre había estado allí para ella. Y Julie había apreciado siempre la calidez que le procuraba tener una niñera tan cariñosa. Conocía a las niñeras de otras familias y sabía que algunas eran bastante crueles. Marit, en cambio, nunca le había gritado, ni siquiera el día que Julie se había hecho un desgarrón en un vestido nuevo. Solía contarle cuentos antes de dormir y le hacía unas hermosas trenzas que ni siquiera a su madre le salían tan bien. ¿Quién iba ahora a ayudarla a vestirse? ¿Quién la peinaría? ¡No podía hacerlo todo sola! ¿Qué iba a ser ahora de Marit?

La despedida, además, fue demasiado rápida. El tío Wilhelm la obligó a prepararse deprisa y corriendo para partir y la llevó al coche a empellones. La última imagen con la que se quedó era la de la casa de sus padres. Una imagen llena de silencio y de paz. ¿Volvería a ver aquella casa algún día?

Ahora ya llevaban varias horas de viaje en dirección al norte, a través de tierras de labor y árboles desnudos. Un viento racheado arrastraba a toda velocidad las nubes negras. Pasaron por pueblos pequeños que se estaban preparando ya para la llegada del invierno y atravesaron bosques donde las hojas secas danzaban al ritmo del viento. Julie se ajustó el grueso abrigo al cuerpo, tiritando, y enterró la nariz en el cuello. La tela olía a casa, a cera de pulir el suelo y a bolas de naftalina y, por un instante, le pareció percibir el aroma del perfume de su madre. Después del accidente, en cuanto pudo ponerse en pie, había recorrido la casa a hurtadillas buscando cosas que pudieran hacerla sentirse cerca de sus padres otra vez. Hundía la nariz en las almohadas, en los pañuelos y hasta en el cenicero donde su padre posaba el puro por las noches. Pero el torrente de sensaciones de súbita calidez quedaba reducido enseguida a un agudo dolor y a un inmenso vacío. Los recuerdos se hallaban íntimamente unidos a la residencia de sus padres, y ahora que se iba alejando de ella kilómetro a kilómetro, paso a paso, Julie sentía que los recuerdos se desvanecían y se tornaban cada vez más difusos.

No se sentía a gusto en compañía de su tío Wilhelm. Desde que llegó, solo se había dirigido a ella para darle alguna que otra instrucción sobre los preparativos, pero, por lo demás, no se preocupaba por ella en absoluto. Lo único que despertó su interés fue el inventario de la casa, pues examinó a fondo todos y cada uno de los muebles mientras el señor Lammers lo seguía por doquier con actitud servil pasando una tras otra las hojas de una lista inacabable. Ese fatídico día, Marit había insistido enérgicamente en que Julie se encerrase en su habitación y dejase a solas a los dos hombres, ya que tenían que tratar de asuntos serios. A partir de ahí, todas las demás decisiones importantes se tomaron a espaldas de Julie. La alegría que siempre había caracterizado a su padre no parecía ser un rasgo que tuviera en común con su tío, que, en todo momento, se mostraba frío y distante con Julie. No parecía que lo conmoviese en absoluto la terrible incertidumbre de Julie sobre el futuro, que tanto la atemorizaba.

Julie lo miró un par de veces, pero él en ningún momento apartó la vista de la ventanilla. Por un instante, Julie se planteó formularle alguna de las muchas preguntas que la asaltaban, pero no era correcto que un niño se dirigiera a un adulto sin que este le hubiera hecho ninguna pregunta, de modo que siguió mirando por la ventana. Julie, que no sabía dónde se hallaba su futura escuela, se quedó muy sorprendida cuando, al llegar al cruce donde se tomaba el desvío hacia Ámsterdam, el coche tomó otro camino.

Levantó la vista hacia su tío con mirada inquisitiva y, en esa ocasión, obtuvo una respuesta inmediata:

—El internado femenino Admiraal van Kinsbergen está en Elburg —se limitó a comentar el tío Wilhelm.

Julie se encogió de hombros. ¿En Elburg? No tenía ni idea de dónde se encontraba eso, pero con el paso de las horas se desvanecía cualquier esperanza de poder vivir cerca de su pariente. Con gesto de tristeza, se hundió entre los cojines del asiento del carruaje. A pesar de que apenas conocía a aquel hombre y aunque no se parecía en absoluto a su padre, le dolía ver que se esfumaba por completo la pequeña esperanza de que en algún momento cambiara su actitud. El día comenzó a decaer antes de que concluyeran el viaje. Julie pasó la noche sola y desvelada en una habitación pequeña y fría de una posada. La posadera, que llevaba varios muchachitos colgados de las faldas, sintió lástima de la pequeña y por la noche le llevó a la cama un vaso de leche con galletas; pero Julie ni siquiera lo tocó, no tomó ni un solo bocado.

A la mañana siguiente, prosiguieron el viaje. Bien entrada la tarde, el cochero atravesó un puente y traspuso la puerta de la pequeña ciudad de Elburg, que se encontraba a más de un día de viaje desde Ámsterdam. Julie estaba hambrienta y agotada, aunque intentaba reprimir las lágrimas porque no quería llorar delante de su tío. Los callejones eran cada vez más estrechos y, bajo la tenue luz del atardecer, Julie comenzó a vislumbrar una gran aglomeración de innumerables casas. Parecía como si el constructor se hubiera propuesto levantar todos los edificios en el menor espacio posible. Esa angostura, que en otras circunstancias podría haber resultado acogedora, a Julie le resultó espantosa e intensificó más aún su malestar, que poco a poco se iba tiñendo de nerviosismo. El coche dobló unas cuantas esquinas más hasta que se detuvo frente a la entrada de un imponente y colosal edificio.

Mientras Julie, indecisa, bajaba del coche tras su tío, el gran portal de la casa se abrió y una mujer alta y enjuta se dirigió hacia ellos. A Julie se le encogió el estómago.

—Mijnheer Vandenberg, es un placer. Espero que hayan tenido un viaje agradable —dijo la mujer inclinándose con una reverencia, antes de volver la mirada hacia Julie, que permanecía inmóvil junto a su tío—. Y tú debes de ser Juliette. —No había en su voz ni asomo de calidez. La expresión de su cara traslucía rigidez y resolución—. Me llamo Anna Büchner y soy la directora del internado. —Lanzó una fugaz mirada de menosprecio a Julie, que se inclinó ante la señora, antes de que esta se volviera de nuevo hacia el tío—: Pasemos adentro. Allí podremos hablar de todos los detalles. Juliette —la directora dio una palmada y de inmediato apareció por la puerta una mujer ataviada con traje de servicio—, Merle te llevará a tu habitación. Yo pasaré a buscarte por allí más tarde.

Julie siguió a la sirvienta hasta el interior del edificio y, una vez dentro, recorrieron varios pasillos lúgubres e interminables. Al fin, la mujer se detuvo frente a una puerta y la abrió. Con una pronunciada reverencia, Merle le dijo a Julie:

—Mejuffrouw Vandenberg, su habitación. —La sirvienta cedió el paso a Julie y entró tras ella en la estancia. Encendió una pequeña lámpara de aceite que había sobre la mesa y traspuso de nuevo la puerta hasta el pasillo. Julie recorrió la habitación con mirada curiosa. En comparación con las dimensiones del resto del edificio, era diminuta. En los laterales más largos había una cama y un armario, el espacio del centro lo ocupaba una mesa con dos sillas y, en un rincón, detrás de la puerta, se veía una palangana. A Julie la invadió una sensación de esperanza: ¡dos camas! No parecía que ninguna de las dos camas estuviera hecha, pero tal vez, con un poco de suerte, ¡no viviría sola en aquel lugar!

Julie se dirigió al angosto ventanuco. Daba a un patio interior por el que discurrían caminos de grava entre pequeños bancales.

—Parece un claustro —pensó espontáneamente. Se sentó en el borde de la cama sin saber muy bien qué hacer. No le quedaba más remedio que esperar. Tenía mucho frío, pero no había estufa en la habitación; estaba cansada y, aunque las sábanas estaban tiesas y frías, no pudo resistir la tentación de tenderse en la cama y cubrirse con la colcha hasta la cabeza. Se quedó mirando los tablones desgastados del suelo con gesto pensativo. Aquella habitación la habían pisado infinidad de pequeños pies. Se preguntó si todas las demás niñas se habrían sentido tan solas como se sentía ella. Todo a su alrededor le resultaba descorazonador. Con gran esfuerzo, logró reprimir las lágrimas. Tenía que ser fuerte, tal como Marit le había repetido una y otra vez. Su madre también lo habría querido así.

Después de lo que le pareció una auténtica eternidad, como nadie venía a recogerla, Julie decidió salir al pasillo y asomarse a una de las ventanas. Desde allí se divisaba la calle. Bajo la luz mortecina se adivinaba el carruaje de su tío, estacionado frente al portal. El vapor que desprendían los cuerpos calientes de los caballos se confundía con la neblina nocturna. Entonces, Wilhelm Vandenberg atravesó la puerta. Subió al coche y, sin volver la vista atrás una sola vez, se marchó.