El capitán Parono condujo su Vieja Dama por el centro del río. A izquierda y derecha del barco viajaban remolcados los pequeños korjale de los cimarrones. Como los hombres no tenían que remar, avanzaban a toda velocidad.
—El cimarrón que iba con el masra Pieter no pertenece a nuestro clan. —Dany viajaba en la proa del barco junto a Julie y Jean. Kiri, a pesar de sus protestas, había acabado por quedarse en el poblado porque Dany le advirtió que a partir de ahí sería demasiado peligroso para ella y el bebé.
Al oírlo, Jean se volvió hacia Julie con preocupación, pero comprendió que no merecía la pena embarcarse en una discusión sobre la conveniencia de que Julie prosiguiera el viaje.
—Creo que sé de dónde es —continuó Dany—. En la parte alta del río, en uno de los arroyos del Surinam, vive otro clan. Lo que pasa es que sus miembros —agregó torciendo el gesto— no son especialmente amables con los forasteros.
—¿Y por qué iban a proporcionarle protección a un canalla como Pieter? —preguntó Jean.
Dany se encogió de hombros.
—En este país con dinero se puede conseguir cualquier cosa.
Navegaron toda la noche y, a la mañana siguiente, Julie notó en el creciente nerviosismo de los negros que estaban adentrándose en el territorio de ese temible clan.
Dany y otro hombre iban en la proa y desde allí oteaban las tierras cercanas a la orilla.
Julie se sobresaltó al ver que, de pronto, Dany levantaba el brazo: la señal para que Parono detuviera el barco. El ancla ni siquiera se había sumergido en el agua cuando un bote apareció entre la espesura. Dentro de la embarcación, había un solo hombre. Este cruzó su korjal delante del barco.
—¿Qué queréis? —gritó desde abajo.
Jean se asomó a la borda.
—Estamos buscando a un hombre blanco con dos niños.
El cimarrón del bote se echó a reír.
—Aquí no hay nadie. ¡Fuera! —Hizo ademán de darse media vuelta con el bote.
—¡Escuche! —gritó Jean—, ese hombre es un criminal, ofrecen una elevada recompensa por él.
Entonces el hombre vaciló.
—¿Recompensa?
Julie sacó de su vestido, como por arte de magia, la bolsa de dinero y la balanceó en el aire. El tintineo de las monedas se oyó con claridad.
—Bueno, ahora que lo pienso… Creo que esta mañana temprano ha pasado por aquí.
—¿Adónde se dirigía? ¿Lo sabe?
El cimarrón sacudió la cabeza.
—Siguió río arriba, yo creo. ¿Yo también recibiré una recompensa?
Jean torció el gesto y meneó la cabeza, pero Julie sacó dos monedas de la bolsa y se las arrojó al hombre, que esbozó una amplia sonrisa.
—¡Julie! Igual ha mentido solamente para embolsarse el dinero.
Ella miró al hombre fijamente a los ojos.
—No, no ha mentido, lo presiento. Pieter ha estado aquí. Además, todo el dinero está bien invertido si conseguimos encontrar a los niños.
Parono levó el ancla y el cimarrón apartó el bote y se alejó tan contento.
Era poco después de mediodía y el sol caía a plomo sobre la cubierta. Jean repartió un poco de agua de una calabaza. En el poblado de los cimarrones no habían cargado provisiones y no estaban preparados para abastecer a las más de diez personas que viajaban a bordo. Julie bebió un pequeño trago. A pesar de que desde el día anterior apenas había comido o bebido, ya no le rugía el estómago.
—Toma —dijo Jean y le entregó un mango algo maduro—, come algo o acabarás desmayándote.
Julie mordisqueó con repugnancia la dulce carne de la fruta. Ella estaba allí sentada, comiendo, mientras su hijo tal vez…
De pronto, sobre el río se oyó un disparo. Todos se sobresaltaron, los hombres se tendieron bocabajo sobre el suelo de madera de la cubierta y Jean se abalanzó sobre Julie y la obligó a hacer lo mismo. Entonces se oyó un segundo disparo.
Dany se incorporó ligeramente y aguzó el oído. Luego se puso en pie y le indicó a Parono que se detuviese. Este meneó la cabeza, aterrorizado.
—Arroje el ancla. ¡El disparo no iba dirigido contra nosotros! —dijo Dany y les indicó a los demás que se levantaran—. Creo que ha sido un cazador.
Apenas había terminado de pronunciar esas palabras cuando se oyó un tercer disparo, que se estrelló contra la borda justo al lado de donde se encontraban Jean y Julie.
—¡Media vuelta! ¡Media vuelta! —gritó otro hombre agazapado.
Parono comenzó a recoger el ancla con una mano y con la otra giró el timón. Julie permaneció protegida por el brazo de Jean junto a la cabina de Parono y aguzó el oído en medio del silencio. Río abajo, a favor de la corriente, siempre se navegaba más rápido. Eso lo sabía hasta Julie.
—¡Ese disparo sí que iba contra nosotros! —Jean miró con preocupación a Dany, que seguía agachado en la proa. Este asintió con la cabeza y se acercó a él arrastrándose por el suelo.
—Regresaremos un tramo río abajo y luego nos detendremos, si puede ser entre las pequeñas islas por las que pasamos antes. Esta noche nos acercaremos en los botes pequeños a tierra y lo intentaremos por la selva. Un cimarrón nunca dispararía sin motivo. Creo que los hemos encontrado.
Parono fondeó el barco justo en un estrecho tramo entre las islas fluviales cubiertas de árboles. Allí la embarcación estaba protegida y desde el río apenas se veía.
No obstante, hasta que anocheció reinó un ambiente de nerviosismo y nadie se atrevió a incorporarse en la cubierta.
Después, los cimarrones desataron los korjale y se dirigieron con Julie y Jean a la orilla. Parono recibió instrucciones de esperar en el barco y de zarpar en cuanto los demás regresaran.
Julie tenía un mal presentimiento. Todo estaba tan oscuro que apenas alcanzaban a ver unos metros.
En la orilla, Dany la ayudó a bajar del korjal. Por la selva, los cimarrones se movían con una seguridad abrumadora. En el medio, situaron a Jean y Julie, que avanzaban a trompicones agarrados de la mano. Caminaron lo que a ellos les pareció una eternidad, debía de ser ya medianoche cuando el hombre que avanzaba a la cabeza se detuvo. Los demás se deslizaron en silencio hasta el lugar en que el primero aguardaba acuclillado y escrutaron el bosque. A lo lejos, se vislumbraba el débil resplandor de un fuego.
—¡Eso no es un poblado cimarrón! Es un campamento —susurró Dany—. Vengan. —El grupo se acercó dando un gran rodeo por un lateral del río y Julie se preguntó por qué tomaban ese desvío. Enseguida comprendió que, de ese modo, cerraba el camino para una huida y que, como el aire soplaba hacia el río, camuflaba casi por completo los crujidos que pudieran delatarlos. A Julie le latía el corazón a toda velocidad. Jean le soltó la mano y agarró el arma que llevaba consigo. Los hombres que avanzaban a la cabeza se pusieron a cubierto y Julie miró atentamente hacia delante. En efecto: en la selva, en un pequeño claro, ardía una hoguera junto a una tienda de campaña. En torno al fuego, había dos figuras sentadas.
—¡Pieter! —susurró Julie alterada. Los hombres se volvieron hacia ella y la censuraron con la mirada.
—Tú te quedas aquí, ¿de acuerdo? —le advirtió Jean. Él les hizo una señal con la cabeza y señaló con la mano primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda.
Los hombres comprendieron la orden y se dividieron en dos grupos.
Cuando les hicieron una señal, todos penetraron en el claro formando un único frente. Todos los caminos de huida estaban cerrados.
—¡Pieter! —la voz de Jean sonó grave y amenazadora. Julie vio desde su escondite que el acompañante de Pieter levantaba los brazos y se quedaba inmóvil. Pieter, en cambio, se incorporó de un salto enarbolando un arma.
—Hombre, el refinado amante de mi suegra —exclamó con sorna y apuntó a Jean con el arma.
—Suelta a los niños. Esto se acabó. —La voz de Jean traslucía determinación. Si tenía miedo, conseguía disimularlo.
—Los niños… —jadeó Pieter—. Si me quedo sin plantación, no hay niños.
Dio un paso atrás en dirección a la tienda de campaña. Jean lo apuntó con el arma.
—Es el último aviso.
Por la izquierda, apareció Dany, que se detuvo a unos metros de Jean y apuntó también a Pieter con el arma.
—Oh, qué bonito, pero si esto parece una reunión familiar. El pequeño bastardo de Karl ha venido también.
Julie oyó desde allí el resoplido de desprecio de Dany, aunque este no se movió de su posición.
Ella temblaba agazapada en su escondite.
Entonces, la esclava salió de la tienda con Martin en brazos. Pieter se distrajo un instante. Y ese fue el momento que Jean aprovechó para disparar. La bala alcanzó a Pieter en el hombro, lo cual no le impidió disparar antes de caer al suelo. La esclava profirió un chillido y protegió al niño con los brazos. Julie salió del escondite y echó a correr hacia ellos mientras los hombres se abalanzaban sobre Pieter. Hubo unos momentos de confusión.
—¡Martin! —Julie le arrebató el niño a la esclava y acto seguido apartó las lonas que servían de puerta a la tienda gritando—: ¿Henry? ¡Henry! —El pequeño estaba tendido en el suelo y empezaba a desperezarse.
Julie estrechó a los dos niños entre los brazos. La esclava se desplomó de rodillas en el suelo y rompió a llorar.
—Misi Juliette, yo…
—Levántate, no ha sido culpa tuya, levántate —dijo Julie con dulzura.
Julie se volvió a mirar. Los cimarrones habían retenido a Pieter y a su cómplice. Ya no suponían ningún peligro. A Pieter le sangraba el hombro y forcejeaba para intentar librarse de las ataduras. Pero ¿y Jean? Rápidamente, Julie recorrió el claro con la mirada hasta que lo localizó tendido en el suelo. Dany estaba agachado a su lado. Julie salió corriendo hacia él llevando en brazos a los dos niños, algo aturdidos.
—Dany, Jean, ¿qué ha pasado?
Jean se incorporó con un gesto de dolor y quiso inspeccionarse la pierna.
—Oh, Dios mío, ¿te han dado?
—La bala ha pasado rozando.
Dany ayudó a Jean a quitarse la camisa y le vendó con ella cuidadosamente la herida antes de ayudarlo a ponerse de pie. Jean gimió y miró con preocupación a los niños.
—¿Ellos están bien?
—Sí. —Julie tenía abrazado a Martin, que se había echado a llorar y alargaba el brazo en dirección a su padre.
—Papá…, papá… —sollozaba.
Julie lo retuvo junto a sí.
Henry, en cambio, desde el otro brazo de Julie, presenciaba lo que estaba sucediendo, todavía medio dormido y chupándose el dedo.
Condujeron a Pieter y a su compinche hasta el barco de Parono. Dany ayudaba a Jean y Julie iba detrás con Henry en brazos. Uno de los cimarrones se encargó de que Martin, que continuaba lloriqueando, atravesara sano y salvo el tramo de la selva. La esclava caminaba algo asustada, seguida por el resto de los cimarrones.
En cuanto llegaron al barco, amarraron a los criminales al mástil y dos cimarrones se apostaron a su lado para vigilarlos.
Huir les resultaría imposible. Julie puso a su hijo en manos de Dany y fue a curarle la herida a Jean. En el barco no disponían de medicinas, pero Julie encontró dos botellas de licor y abrió una de ellas. Primero le ofreció a Jean un buen trago y después derramó el resto sobre la herida. Jean soltó un alarido de dolor.
—Lo siento —murmuró Julie con compasión y le colocó un vendaje provisional.
Dany se acercó a Julie.
—Se pondrá bien y, cuando lleguemos a nuestro poblado, el curandero se encargará de la herida. Ahora, vámonos de aquí.
Le hizo una señal a Parono para que levara el ancla.