La simpatía que las viajeras con plumas le habían suscitado a Julie al comienzo fue disminuyendo con el paso de los días. Las gallinas cacareaban sin parar, revoloteaban nerviosas y desprendían un olor poco agradable. Si no fueran tan valiosas, habría arrojado a aquellos animales al río con mucho gusto. Sin embargo, Julie las llevaba en brazos en las zonas de saltos, las alimentaba de vez en cuando con hojas que arrancaba de los matorrales y examinaba los excrementos que dejaban en las pequeñas jaulas.
—Ahí no encontrarás nada —le decía Jean una y otra vez—. El oro es tan pesado que se queda dentro del animal. Precisamente por eso después habrá que…
Siempre que llegaban a ese punto de la conversación, Julie torcía el gesto.
—Sí, está bien, ya sé cuál es el destino que les espera.
Prosiguieron el viaje y, por fin, apareció la primera plantación. La familia Fredenburg ya había acogido a Julie en el viaje de ida con gran hospitalidad, así que Julie aguardaba impaciente el momento de llegar. ¡Una cama! ¡Una palangana con agua! ¡Jabón! Julie esperaba con ilusión la vuelta a la comodidad de la civilización. En esa ocasión, sin embargo, la mujer de la casa la recibió con cierto recelo cuando la vio aparecer en el porche, sucia como un bateador de oro y calzada con unas botas. Además, el séquito que la acompañaba había pasado de tres mozos negros a uno blanco harapiento que, vestido con un roñoso atuendo de buscador de oro, no inspiraba demasiada confianza.
—El joven puede dormir con los guardas —concedió al fin arrugando la nariz.
Julie habría preferido pasar la noche con Jean, pero para eso todavía iba a tener que esperar. Esa conducta no era propia de parejas que no estaban casadas.
Pese a todo, por la noche se reunieron en el río a espaldas de la anfitriona y pasearon por la orilla cogidos de la mano.
—¿De veras crees que el oro bastará para nuestro nuevo comienzo?
—Por supuesto. Ahora mismo, se venden muchas plantaciones en unas condiciones muy favorables. Mucha gente lo deja. —A Jean se le iluminaron los ojos. Parecía que la idea de ser dueño y señor de sus propias tierras le hacía verdadera ilusión.
—Pero no lo dejan porque sí —reflexionó Julie.
—Ya, lo dejan sencillamente porque no saben llevar el negocio. Como contable he visto infinidad de casos. Despilfarran el dinero que ganan en lugar de reinvertirlo en la plantación. Eso tal vez se podía hacer hace cincuenta o cien años, cuando este país nadaba en la abundancia. —De pronto, Jean se detuvo y miró a Julie a los ojos—. Pero las cosas han cambiado mucho, y a mí me encantaría que tú y yo pudiéramos descubrir otras caras de este país.
A Julie la conmovieron las palabras de Jean. Había pasado tanto miedo pensando que él ya no la quería, que se había marchado porque… Pero estaba equivocada: él seguía amándola y ¡quería pasar el resto de su vida con ella! No obstante, a medida que se acercaban a la ciudad, Julie se iba angustiando al pensar en todos los problemas que tendrían que afrontar. ¿Permitiría Pieter que ella se marchara sin más? Jean creía que Pieter estaría dispuesto a colaborar siempre y cuando le entregasen Rozenburg sin ponerle ningún impedimento. Al fin y al cabo, eso era lo que siempre había deseado. Julie no estaba tan segura. En teoría, parecía fácil, pero en la práctica entraban en juego muchos otros factores. En Rozenburg se hallaba su herencia, la herencia de sus padres. ¿Debía entregársela a Pieter sin pelear? Y luego estaban las muchas personas que vivían en la plantación entre esclavos y niños… A Julie se le encogía el corazón solo de pensar que tendrían que vivir bajo la autoridad de Pieter. Y además… Cuanto más se acercaban a la ciudad, más claro tenía lo mucho que le importaba la plantación. A pesar de todos los pesares, con el tiempo se había convertido en su hogar.
Decidió no compartir sus cavilaciones con Jean para no estropear tan pronto la euforia de las nuevas perspectivas. Él estaba muy ilusionado con la idea de tener un futuro común y se pasaba las largas horas de viaje hablando con Wico de cómo había que administrar una plantación. Incluso le ofreció un puesto de trabajo como «organizador», así lo denominó, porque el término «guarda» le resultaba demasiado duro. Jean quería levantar una plantación en la que no hubiera esclavos, sino trabajadores que bajo ningún concepto tuvieran que sufrir penalidades.
—Solo las personas sanas y felices son capaces de trabajar bien —explicó.
Wico asintió. En diversas ocasiones a lo largo del viaje, el muchacho había sorprendido a Jean y Julie con sus vastos conocimientos. Cuando Julie le preguntó de dónde sacaba toda esa información, si nunca había ido a la escuela, él respondió: «Me gusta escuchar y se me da bien», y le guiñó un ojo.
—Y tu madre y tu hermana podrían trabajar también en nuestra nueva plantación —le sugirió Jean con entusiasmo—. Julie necesitará ayuda con la casa y, dado que Kiri va a tener que tomarse un tiempo para sí misma y para el bebé, nos vendrá bien una mano.
¡Kiri! Julie esperaba que estuviera bien. Y Henry… Lo había dejado solo durante meses. A Julie le sobrevino una ola de remordimientos de conciencia y de pronto rompió a llorar.
—Julie, ¿te encuentras bien? —Desde donde estaba, Jean no alcanzaba a tocarla porque en medio viajaban las jaulas de las gallinas. La miró con preocupación.
—Sí, estoy bien. Es solo que… Bah, no es nada.
Todos se alegraron cuando el día 10 de agosto de 1862 por la tarde llegaron a Paramaribo. Wico se despidió rápidamente y se marchó enseguida a casa de su madre. Jean y Julie se encaminaron a la casa de la ciudad a pie, cargados con las jaulas de las gallinas y con su ligero equipaje. Había un buen tramo hasta allí, pero Julie, a pesar del agotamiento, agradeció poder estirar las piernas y caminar después de tanto tiempo. Durante el trayecto, apenas se percataron de la infinidad de miradas curiosas que varios transeúntes dedicaron tanto a la peculiar pareja como a su equipaje, más peculiar si cabe.
Una vez en la casa de la ciudad, Julie depositó las jaulas con las gallinas, que cacareaban sin cesar, en el estrecho porche y se sorprendió al ver que quien salía a abrirles la puerta no era Foni, sino Hedam.
—Misi Juliette, ¡qué alegría que haya regresado!
La expresión del rostro del viejo esclavo hizo que Julie olvidase de inmediato el agotamiento del viaje.
—Hedam, ¿qué ocurre? ¿Dónde está Foni?
—¡Oh, misi! Foni está con Kiri. Kiri… —tartamudeó el anciano.
—¿Kiri? ¿Kiri está aquí? ¿Y eso por qué? ¿Por qué no está en la plantación? ¿Qué ha pasado? ¿Se encuentra bien? —No comprendía nada de lo que estaba pasando. Entonces la asaltó una duda—. El bebé… ¿Va a dar a luz?
Julie entró corriendo en la casa sin esperar la respuesta del esclavo y dejó a Hedam y a Jean allí plantados con cara de perplejidad. Quería atravesar la casa para salir por la puerta trasera al patio en torno al que se agrupaban las habitaciones de los esclavos, pero al pasar por la puerta del salón se detuvo de golpe. Sentado en el suelo, sobre una manta, estaba… ¡Henry! ¡Estaba sentado! Dios mío, ¿tanto tiempo había pasado? ¡Qué grande estaba! Julie se abalanzó sobre el pequeño.
—¡Henry! —El pequeño la miró confundido—. ¡Oh, Henry…, qué bien que estés aquí! —Julie lo cogió en brazos y lo estrechó contra su cuerpo. ¡Cuánto pesaba! Él se quedó mirándola con los ojos muy abiertos y le agarró un mechón de pelo con sus pequeños deditos. Julie se echó a reír, lágrimas de felicidad le surcaban las mejillas. Entonces se acordó de Jean—. ¿Jean? ¡Jean!
Jean la había seguido por el interior de la casa y se encontraba en el umbral de la puerta. Al ver a Julie con su hijo, el suyo, el de los dos, los ojos se le llenaron de lágrimas. Henry volvió la cabeza hacia él y alargó los bracitos con una expresión de alegría en los ojos.
—Mira, creo que le gustas —exclamó Julie con una tierna sonrisa.
—¡Misi Juliette! —Liv pasó ante la puerta del salón con Martin en brazos—. ¡Misi Juliette! ¡Qué alegría que haya vuelto!
Julie la miró con incredulidad.
—¿Liv? Pero ¿es que estáis todos aquí? Por el amor de Dios, ¿se puede saber qué ha pasado?
Liv no tenía mucho tiempo para embarcarse en explicaciones demasiado extensas.
—Misi Juliette, vinimos con misi Martina, pero Kiri… lleva desde anoche… Todo esto ha supuesto mucha tensión para ella y resulta que el bebé… viene demasiado pronto.
Julie recordó que en realidad había entrado en la casa para ir a ver a Kiri.
—Mira. Vosotros dos tenéis que conoceros. —Colocó al pequeño Henry en los brazos de Jean, que miraba al niño como si se tratase de una delicada pieza de porcelana—. ¡Tengo que ir a ver a Kiri! —Y con esas palabras se marchó por la puerta trasera.
Julie entró en el oscuro habitáculo de la cabaña de esclavos que había en el patio trasero. Allí era donde Kiri solía alojarse cuando iban a la ciudad. Lo primero que la mujer logró distinguir fueron los rostros de asombro de Foni y Erika.
—¿Erika? —Julie no estaba menos sorprendida que ellas—. ¿Kiri está bien?
—¡Juliette, has vuelto! —Erika se apartó a un lado. Kiri se encontraba tendida en un jergón, apoyada sobre varios cojines. Estaba empapada en sudor y parecía agotada—. Kiri está bien.
En ese momento, Kiri se dio cuenta de que Julie se hallaba en la habitación.
—¡Oh, misi! Qué alegría que haya vuelto. Ahora mismo, no puedo… —Una contracción la dejó sin palabras.
Julie se acercó al lecho de su esclava.
—Creo que ahora mismo tienes cosas más importantes que hacer —dijo Julie sonriendo.
—Kiri está bien, pero todavía le queda… —le aclaró Erika.
Julie miró a su amiga con cierta preocupación.
—¿Qué hacéis todas aquí? ¿Tú? ¿Kiri, Liv, los niños y Martina? —susurró.
—¡Ven conmigo! —Erika le hizo una señal a Foni, que acto seguido ocupó el sitio de Erika junto a Kiri, y se llevó a Julie fuera de la cabaña.
Una vez en el exterior, se enjugó el sudor de la frente y, cuando vio las jaulas de las gallinas, que Hedam estaba introduciendo en el patio por la puerta de los esclavos, se quedó paralizada.
—Qué alegría que hayas vuelto, Juliette. —Su voz traslucía un gran alivio—. ¿Has encontrado a Jean? —preguntó en un tono cauteloso.
—Sí —respondió Julie sonriendo—, está en la casa y acaba de conocer a Henry.
—¡Cuánto me alegro por vosotros! —Julie percibió alegría sincera en las palabras de su amiga, pero también detectó cierto pesar en la voz de Erika—. Vayamos dentro, Juliette. Tengo que darle el relevo a Suzanna.
—¿Suzanna? ¿Suzanna también está aquí?
—Entra conmigo, te lo explicaré todo dentro —se limitó a decir Erika y se dirigió a la casa.
En la cocina, Erika se sirvió con total confianza un vaso de agua de una jarra y llenó un segundo vaso para Julie.
—Ven, siéntate. —Erika entrecruzó las manos sobre la mesa y comenzó a contarle—: El caso es que han pasado muchas cosas durante las últimas dos semanas. Poco después de que tú partieras, se presentaron aquí Kiri y Liv con Martina y los dos niños. Martina quería huir de la plantación como fuera. ¡Quería estar contigo! Temía por su integridad y por la de los niños.
—¿Cómo? —Julie sabía que eso solo podía tener una explicación—. ¡Pieter! —farfulló con rabia.
Erika asintió.
—Juliette, Martina está muy enferma, sufre fiebres altas desde hace varias semanas y Klara dice que… Creemos que… —Erika bajó la vista apesadumbrada.
—Oh, no —exclamó Julie, sobrecogida—. ¿Y está…? Quiero decir, ¿puedo ir a verla?
Erika asintió.
—Sí, ven conmigo. Subamos a verla.
Junto a la cama de Martina estaba sentada Suzanna. En el regazo sostenía una palangana de agua con la que iba refrescando el rostro y los brazos pálidos de Martina.
—¡Suzanna! —susurró Julie. Suzanna se volvió sorprendida, apartó las compresas y dejó la palangana en el suelo. Después se puso de pie y se acercó a Julie.
—¡Me alegro mucho de que ya esté de vuelta! —exclamó aliviada. Acto seguido lanzó una mirada hacia Martina y agregó con preocupación—: Misi Martina no está bien. Recupera el conocimiento muy de vez en cuando y cuando lo recupera… pregunta por usted. Yo mantenía la esperanza de que usted llegase a tiempo… —Suzanna agachó la cabeza con pesar.
Julie se quedó sobrecogida. La mala conciencia por haber abandonado la plantación y por haber dejado en la estacada a todas las personas que se habían quedado allí le produjo una sensación casi de asfixia. A saber qué había sucedido.
—Gracias, Suzanna. ¿Puedo…? —dijo y le dedicó una mirada de agradecimiento a la mujer.
—Por supuesto. Siéntese —le indicó Suzanna y señaló la silla que había junto a la cama de Martina.
—Vamos, esperaremos en la planta de abajo, a usted también le vendrá bien beber algo —dijo Erika mientras trataba de sacar a Suzanna de allí.
A Julie la sorprendió la confianza con que se trataban las mujeres. Después, se acercó a la cama de su hijastra y le tomó la mano, que la tenía gélida a pesar de la fiebre.
—¿Martina? —susurró con suavidad.
Martina no mostró ninguna reacción.
Julie aguardó en silencio. ¡Ojalá se hubiese quedado en la plantación! Quizá las cosas no habrían llegado tan lejos. ¿Qué habría podido pasar para que Martina se viese obligada a huir a la ciudad en ese estado con los niños? Durante el turno de Julie, Martina no se despertó en ningún momento de su sueño febril. Cuando, al cabo de un tiempo, Suzanna regresó, Julie volvió a ver a Kiri. La joven seguía con contracciones, pero el parto avanzaba con mucha lentitud y Erika estaba convencida de que todavía tenían para un buen rato. Julie entró de nuevo en la casa dispuesta a hablar con Liv. Tenía que averiguar qué era lo que había pasado.
La esclava de cámara de Martina seguía sentada con Jean y los niños en el salón. Jean parecía haber perdido la noción del tiempo a causa de la alegría que le produjo conocer a su propio hijo y, sudado y sucio, continuaba en el suelo jugando con el niño. Julie contempló la escena con ternura. Aquello era lo que siempre había soñado.
—¡Jean! No sabes cómo me alegro de que os entendáis tan bien, pero creo que deberías ir a lavarte —sugirió con dulzura.
En ese momento, Henry alargó los brazos hacia Julie. Al verlo, a esta le dio un vuelco el corazón y los ojos se le llenaron de lágrimas. ¡No la había olvidado! Una de las cosas que más la preocupaban era que después de tanto tiempo su hijo la tomase por una extraña. Julie se acercó al pequeño y lo tomó en brazos. Luego frotó con ternura la nariz contra la mejilla de Henry. ¡Qué bien olía!
—De acuerdo, voy a ello. —Jean lanzó una mirada cargada de cariño a Julie y Henry, y se levantó—. Vuelvo enseguida, hombrecito. Te lo prometo. Y entonces seguiremos jugando.
—Venga, Jean, despréndete un poquito de tu hijo y ponte guapo para él —bromeó Julie, aunque no logró disimular del todo la preocupación.
Jean se percató de inmediato de que algo no iba bien.
—¿Ocurre algo? No pareces muy contenta —señaló, mientras Julie lo conducía por el pasillo.
—Kiri se ha puesto de parto, Martina está muy grave arriba y no consigo enterarme de qué ha pasado. Ahora voy a intentar averiguar qué ocurre —contestó Julie señalando a Liv.
—¿Quieres que…? Puedo quedarme, si quieres.
—No, está bien. Prefiero hablar con ella a solas.
—Bien. Pero luego me lo cuentas todo, ¿de acuerdo?
—Por supuesto.
Jean salió al patio por la puerta trasera, donde había un pozo y una tina de agua. Julie volvió al salón. Henry estaba sentado en el suelo, su madre le puso entre los deditos algo para jugar y, con semblante serio, tomó asiento en un sillón que había frente a Liv.
—Y ahora, Liv, cuéntame con calma qué es lo que ha pasado.
A Liv se le dibujó al instante el pánico en el rostro.
—Misi Juliette, no se enfade, el masra Pieter se puso tan furioso que… nosotras… Yo no pude hacer nada por… —tartamudeó la muchacha.
—Tranquila, no te preocupes, Liv. Sé que no teníais otra salida, pero ahora, por favor, explícame desde el principio qué ocurrió, ¿de acuerdo? Necesito saberlo porque, si no, no podré hacer nada para ayudarnos a todos a buscar una solución. ¿Por qué quiso misi Martina venir de manera tan repentina a la ciudad?
Liv le relató con todo lujo de detalles lo que había sucedido en Rozenburg. Le habló de los esclavos enfermos, de los nuevos experimentos de Pieter, de los hombres que habían perdido la vida, de las múltiples peleas entre masra Pieter y misi Martina…
—Masra Pieter llegó incluso a pegarle —explicó Liv en susurros.
Y, a continuación, le explicó lo que había sucedido con Jenk y lo mucho que Amru había cambiado desde entonces y que luego, además, misi Martina había caído enferma, pero aun así les había ordenado que lo organizasen todo para viajar a la ciudad. También le contó que el masra Pieter había aparecido en la ciudad, que un día incluso había acudido con la policía, pero que la hermana Klara, misi Fiamond y misi Erika lo…
Julie cada vez estaba más furiosa. Aunque, cuando se imaginó a Klara, alta como un roble, echando a Pieter de allí, no pudo evitar sonreír. Seguro que aquello no le había sentado nada bien. Luego, la rabia volvió a apoderarse de Julie. Todo aquello no debería haber pasado. ¡Y la pobre Amru!
—¿Juliette? ¿Juliette? —Erika irrumpió a toda prisa en la casa—. ¡Ya viene!
Julie se levantó de un salto.
—Liv, no te preocupes por nada, hicisteis lo que teníais que hacer —dijo apresuradamente—. ¡Todo volverá a ir bien! —le aseguró a la esclava y se marchó a todo correr con Erika para asistir a Kiri.
Media hora más tarde, Kiri dio a luz a una niña. Era menuda y frágil, pero tenía una voz potente y el cabello moreno y ensortijado. Más ensortijado aún que Kiri.
—Qué niña tan linda. —Julie depositó al bebé recién lavado en los brazos de Kiri. Esta parecía aliviada—. ¿Ya sabes cómo se llamará?
Kiri estudió al bebé con detenimiento y, de pronto, se le iluminó la cara.
—Sí, misi Juliette, se llamará Karini.
—¡Karini! ¡Qué nombre tan bonito! Dany se alegrará mucho de haber tenido una niña.
Por un momento, el rostro de Kiri se ensombreció. Después, murmuró:
—Sí, se alegrará mucho.