—¡Es increíble! —Erika llegó corriendo a la enfermería de la misión blandiendo un periódico—. Klara, Klara, ¿dónde te has metido? —exclamó sin aliento.
La hermana enfermera asomó la cabeza desde una de las habitaciones.
—¿A qué vienen esos gritos, Erika?
Erika se dirigió hacia ella con paso presuroso.
—Mira, ¡léelo tú misma! ¡El anuncio ya es oficial! —exclamó con entusiasmo señalando el periódico.
—¿Qué? —En la voz de Klara se adivinaba la impaciencia.
Erika respiró hondo antes de soltar la noticia:
—Pues… ¡que van a abolir la esclavitud!
Klara se volvió hacia su compañera con incredulidad.
—¿Cómo? ¡No puedo creerlo! A ver. —Klara le quitó el periódico a Erika de las manos y leyó detenidamente los titulares. Boquiabierta, levantó la vista y recorrió el pasillo gritando—: Dodo, Minna, Jakob, ¡venid todos aquí!
Rápidamente, los trabajadores y los esclavos de la enfermería
se reunieron allí. Incluso los tres pacientes se levantaron intrigados de la cama.
Klara se plantó frente al grupo y dijo con gravedad:
—Escuchadme todos bien. Voy a leeros una cosa y ¡es importante! —Tomó aire y comenzó a leer—: «Anuncio del gobernador a la población de esclavos de la colonia de Surinam.
»Su majestad nuestro señor el rey ha dispuesto que la esclavitud quedará abolida en la colonia de Surinam de una vez para siempre el primero de julio de 1863. A partir de ese día ¡seréis libres!
»El rey desea que todas las personas que se hallan bajo su tutela convivan el tiempo que queda hasta ese ansiado momento en paz y tranquilidad.
»Yo aguardo esperanzado que llegue julio de 1863 y espero que hasta entonces, mediante vuestro empeño en el trabajo y vuestra obediencia, os hagáis merecedores de la bendición del rey. Asimismo, espero que tras el día de vuestra liberación cumpláis vuestras obligaciones como hombres libres y os sometáis a la autoridad de la UWC. Trabajaréis a cambio de una compensación justa y con eso podréis mantener a vuestras familias.
»Es para mí un honor comunicaros, en nombre del rey, tan grata noticia».
Cuando Klara levantó la vista del diario y lo dobló lentamente, se hizo un silencio sepulcral. Pasados unos segundos, todos empezaron a hablar a la vez.
Mientras tanto, Erika se quedó mirando el dorso del periódico que Klara volvió a ponerle en la mano. Allí, en un pequeño recuadro, había un anuncio escrito con letras gruesas: «Subasta de la plantación Bel Avenier, buena maderera, 20 trabajadores alemanes y 120 esclavos negros. —Y en letra más pequeña podía leerse—: A causa de la muerte accidental de mi padre unos meses atrás, me veo obligado a sacar a subasta la plantación. Los interesados pueden dirigirse a la administración de Paramaribo. Frits van Drag».
Por un instante, aquellas palabras resonaron en la cabeza de Erika, que creyó que iba a desmayarse de un momento a otro.
Horas más tarde, Erika se sentó en la cocina de la casa de la ciudad a hablar con Kiri, Liv, Foni, Hedam y Suzanna sobre la abolición de la esclavitud. La situación era nueva para todos y suscitaba infinidad de preguntas y sentimientos.
—¿Significa eso entonces que…? Quiero decir…, ¿qué vamos a hacer nosotros a partir de ese día? —preguntó Kiri con cierta inquietud.
Erika trató de aclarárselo.
—Por lo que he oído, habrá una fase de transición en la que cada esclavo deberá comprometerse a trabajar para un patrón.
Foni resopló con desdén.
—Así que en realidad no seremos libres…
—Sí, sí, pero tendréis que mantener una relación laboral con un patrón y a cambio, supuestamente, os pagarán un dinero.
Suzanna meneó la cabeza.
—¿Dinero? ¡No me hagas reír! Ningún blanco pagará a un esclavo por trabajar.
Erika sabía que Suzanna ya no era esclava porque Karl había comprado su libertad hacía varios años para poder tenerla como querida en la ciudad, pero no ignoraba que, como muchos antiguos esclavos, seguía sintiéndose más esclava que libre. La dependencia era algo que se les inculcaba desde niños en el pensamiento y la forma de actuar, y luego ya resultaba muy difícil deshacerse de ese sentimiento. Y, en la práctica, las cosas apenas cambiaban. Al menos, esa era la impresión que tenía Suzanna.
—¿Dinero? ¿Dinero con el que poder comprar cosas? —preguntó de pronto Liv, que llevaba tiempo allí sentada y se había limitado a escuchar.
—Sí —asintió Erika—. Hablo de dinero con el que podréis compraros lo que queráis. Y, por lo que sé, incluso recibiréis una compensación.
Kiri esbozó una enorme sonrisa.
—¿Nos van a dar dinero por liberarnos? —preguntó. Su voz reflejaba claramente la sorpresa.
—¡Oh! —En el rostro de Liv se notaba que su cabeza había comenzado a darle vueltas al inusual pensamiento de trabajar a cambio de tener su propio dinero—. Me compraré un par de zapatos. ¿Podremos llevar zapatos, misi Erika? —Se levantó y comenzó a dar vueltas por la cocina, contoneándose como una dama refinada y meneando las caderas. Las demás estallaron en carcajadas.
En ese momento, Erika también se puso en pie.
—Pero para eso todavía falta tiempo. Mientras tanto, tendréis que empezar a acostumbraros a la idea de que pronto dejaréis de ser esclavas para pasar a ser trabajadoras —dijo sonriendo, antes de añadir—: Voy a ver cómo sigue Martina.
De inmediato, cesaron las risas. Martina seguía sin recuperarse. La mayor parte del tiempo sufría delirios febriles y era casi incapaz de reconocer a nadie, ni siquiera a su propio hijo. Su marido había estado allí una sola vez, acompañado por la policía. Klara había conseguido aplacar al amable funcionario y convencerlo de que, en efecto, Martina no se hallaba en condiciones de viajar y de que, por tanto, debía permanecer en la casa de la ciudad hasta que se hubiera restablecido.
—¡Ahora resulta que usted me apuñala por la espalda! —protestó Pieter.
El policía cerró los ojos enojado y le respondió con frialdad:
—Si usted no deja que la hermana desempeñe su labor y pone en peligro la salud de su esposa, puedo denunciarlo por denegarle la ayuda humanitaria. Huelga decir que eso no diría nada bueno de usted, teniendo en cuenta que es médico…
El rostro de Pieter se cubrió de un color rojo poco saludable.
—¡Volveré! —espetó antes de dar media vuelta y marcharse.
Desde entonces, nadie había vuelto a verlo. Hedam había oído rumores de que había regresado a la plantación. Erika no acababa de fiarse. Aquel hombre le inspiraba terror y no era la clase de persona que fuese a consentir que las cosas quedaran así. A Erika la preocupaban seriamente Martina, los niños y las jóvenes esclavas. Además Kiri no tardaría en dar a luz. Lo mejor sería que todos permaneciesen en la ciudad. Los ojos de aquel hombre tenían un aire perturbado.