—Wico dijo que estar aquí era muy peligroso —susurró Julie tras acurrucarse contra el hombro de Jean.
Estaban tumbados bajo la tenue luz del fuego casi extinguido y todos los habitantes del campamento se habían retirado a descansar. Julie reparó de nuevo con asombro en la cantidad de ruidos nocturnos que resonaban en la selva. Las cigarras cantaban mucho más alto que en las zonas habitadas, las ranas verdes croaban a varias voces y, en la distancia, los profundos gruñidos de otros animales selváticos surcaban el aire. Julie prefería no saber de qué clase de animales procedían.
Jean arrojó un poco más de madera húmeda en las brasas porque el humo era un método muy eficaz para ahuyentar a los miles de mosquitos.
—Sí, es peligroso. Los capataces registran a todas las personas que abandonan el campamento. Hay quienes recurren a las partes del cuerpo más insospechadas para esconder el oro. Pero yo los entiendo, la recompensa es muy escasa. Si lo hubiera sabido antes… —resopló por lo bajo—. Como no consigamos sacar la bolsa de aquí llegaremos a la ciudad con las manos vacías. ¡Tenemos que hacerlo! Ya se nos ocurrirá la manera. —Estrechó a Julie contra su cuerpo para animarla—. Y ahora intentemos dormir un poco, que todavía me quedan unos días complicados aquí antes de partir.
Al día siguiente, después de que Jean se adentrase muy temprano en las profundidades del bosque, Julie aprovechó la ausencia de los hombres para lavarse por primera vez en varios días y limpiar la ropa. El aire era bochornoso y unos velos neblinosos flotaban entre los árboles por encima del río. No se oía nada salvo los susurros del bosque. Insectos y pájaros zumbaban alrededor. A Julie le inquietaba aquella sensación. Nunca había estado tan sola en medio de la naturaleza. Examinó el agua con recelo: allí había caimanes y serpientes. Convenía que se mantuviera alejada de árboles y matorrales, le había aconsejado Jean. Aquel era el reino de los habitantes de la selva y el humano no era sino un huésped indeseado al que los animales deseaban comer, picar o como mínimo atrapar.
Julie acababa de terminar la higiene cuando, de pronto, oyó un ligero traqueteo detrás de una cabaña. Se quedó paralizada. En teoría, no había nadie más en el campamento. Los hombres estaban en la selva buscando oro y los tres muchachos negros a los que dentro de unos días habían de utilizar como moneda de cambio para regresar a casa se habían marchado de caza. Así que Julie estaba sola en el campamento.
Tras el traqueteo se oyó un crujido, luego un chasquido y de nuevo un crujido.
—¿Hola? —Julie aguzó el oído—. ¿Hay alguien ahí?
No hubo respuesta. Entonces volvió a oírse un traqueteo.
A Julie le entró miedo. ¿Y si había un ladrón? ¿Un cimarrón o incluso un indígena?
Miró rápidamente a su alrededor, necesitaba un arma. Por si acaso el intruso atacaba a mujeres. Encontró un palo grueso y lo agarró con la mano. Cautelosamente, se deslizó en dirección a la cabaña de la que procedían los ruidos que, en ese preciso instante, habían cesado. Intentó hacer el menor ruido posible, pero la arena crujía bajo las botas. Entonces oyó un bisbiseo, sintió un rápido movimiento y un bicho pequeño y con los dientes amarillos saltó hacia ella. Julie chilló, dejó caer el palo al suelo y echó a correr. Los crujidos y los jadeos hacían suponer que la bestia la estaba siguiendo. Entonces, ella advirtió unas cajas de provisiones junto a una cabaña y se subió encima. Rápidamente, se dio media vuelta y entonces vio el pelaje gris de un animal con la cara fea, un hocico muy largo y la cola pelada como la de las ratas. Al llegar a las cajas, se irguió sobre las patas traseras y se apoyó en las cajas como si quisiera seguir a Julie. Ella trepó sobre la siguiente hilera hasta que alcanzó el techado de la cabaña. Con gran esfuerzo, quiso seguir ascendiendo pero, al apoyar la pierna, ejerció tanta presión sobre las cajas de arriba que toda la pila comenzó a tambalearse y cayó al suelo con gran estrépito. El animal retrocedió asustado y profirió un chillido al reparar en las bananas y los demás frutos que salieron disparados de las cajas. Rápidamente, comenzó a engullir con deleite aquel inesperado botín. Julie se sentó casi sin aliento sobre el techado de la cabaña y sopesó la situación. Estaba demasiado alto para saltar, ya no había nada en lo que pudiera apoyarse para descender poco a poco y, mientras aquel monstruo continuase merodeando por ahí, lo mejor sería permanecer allí arriba.
Al cabo de varias horas que se hicieron interminables, los tres muchachos negros volvieron de cazar. La alimaña gris se había tendido a la sombra de una de las paredes de la cabaña con el estómago lleno y roncaba plácidamente.
—Eh, psst, vosotros… —Julie intentó no levantar demasiado la voz.
Cuando los mozos vieron a Julie sobre el techado, intercambiaron miradas de perplejidad. Entonces, Julie señaló con el dedo al animal que dormía a los pies de la cabaña. Los muchachos siguieron la dirección de su dedo y estallaron en carcajadas al ver al animal. El bicho se despertó sobresaltado y huyó hacia la espesura de la selva. Los muchachos continuaron desternillándose de risa, señalaban primero a Julie y luego hacia el lugar por donde había huido el animal y se daban palmadas en los muslos.
De pronto Julie sintió una vergüenza terrible.
—¡Sí, muy divertido! Pero… ¿podríais ayudarme a bajar de aquí?
Los muchachos reconstruyeron la pila de cajas y, sin dejar de reír, la ayudaron a bajar hasta el suelo.
Cuando a última hora del día regresaron los hombres, lo primero que hicieron los tres muchachos fue contar que se habían encontrado a Julie encaramada al tejado de una cabaña.
—¿Has tenido que subirte al techado porque te perseguía una zarigüeya? —le preguntó Jean con expresión de incredulidad y esbozó una amplia sonrisa.
—Me alegro mucho de procurarle diversión a todo el campamento —espetó Julie furiosa—. ¿Y ahora qué tal si nos dedicamos a pensar en cosas más importantes? Dentro de dos días tenemos que regresar a la ciudad y todavía no sabemos cómo… Ya me entiendes.
Jean se sentó con Julie junto al fuego.
—Hoy he tenido una idea, pero para llevarla a cabo sería necesario que colaborases conmigo en el número de mañana…
Jean y Wico iban remando y trataban de deslizar el bote río abajo. Se hallaban de camino al puesto donde se llevaban a cabo los registros rutinarios de trabajadores y equipajes. Si alguien abandonaba el campamento y se dirigía a la ciudad sin detenerse allí, se avisaba inmediatamente a la policía.
—Lo importante es que llamemos la atención lo menos posible —dijo Jean.
El plan que había tramado era tan ingenioso como arriesgado. Julie iba sentada en la parte delantera y no podía parar de revolverse en el asiento. ¡No veía el momento de dejar atrás el puesto de vigilancia!
A sus pies viajaban tres gallinas negras y gordas en unas pequeñas jaulas.
—Mevrouw, si nos permite…
—No se les ocurra tocarme —le espetó Julie al guarda blanco y flaco del puesto. Este se limitó a esbozar una amplia sonrisa burlona que dejó a la vista una ristra de dientes podridos. El hombre se limpió las manos en la grasienta camisa. Wico y Jean ya habían superado el control.
—¡No pueden hacer eso! ¡Es mi mujer! —protestó Jean.
—Sí, sí —replicó el hombre sin prestarle atención—. Un poco extraño que la haya traído hasta aquí… Mevrouw, si nos permite…, no podrá…
—Está bien, está bien, adelante. —Julie entró en la angosta oficina del puesto de vigilancia y se desvistió hasta quedarse en ropa interior—. Ya está. —Levantó los brazos y dio toda la vuelta.
De fondo seguían oyéndose las protestas de Jean:
—Es insólito que sometan también a las mujeres…
—Escuche, si usted supiera la cantidad de mulatos que han intentado sacar oro de aquí escondiéndolo en sus mujeres no se pondría tan furioso. ¡Las órdenes son las órdenes! —exclamó el hombre hacia el exterior.
Con una gran sonrisa, cogió el palo que tenía apoyado en la pared y le subió la enagua a Julie hasta la rodilla.
—¡Eso sí que no…! ¡Por favor! —exclamó Julie escandalizada, aunque no se resistió.
—¡Mire, mire, qué tenemos ahí! —El hombre tocó con el palo una cinta ancha de cuero que Julie llevaba enrollada por encima de la rodilla. Aproximó el palo y deshizo el vendaje de un tirón. Julie se desequilibró hacia un lado a causa del brusco movimiento del hombre, pero el guarda no se inmutó ante el cuerpo medio desnudo de la mujer. Con una desdeñosa sonrisa, salió de la oficina y colocó la pequeña bolsa de cuero ante los ojos de Jean.
—Blancas, mulatas o negras… Cuando hay oro de por medio, todas son iguales.
Jean compuso una expresión de sorpresa mientras Julie volvía a vestirse.
El vigilante abrió la bolsa y esparció las pepitas de oro que contenía sobre la palma de su mano. Después las examinó con cierta perplejidad.
—Vaya, no es gran cosa que digamos…
—Eso —replicó Julie, sulfurada— era para nuestra boda.
—Pues va a tener que financiársela de otra manera. ¡Este oro queda confiscado! —dijo con frialdad y guardó cuidadosamente la bolsa con las pepitas en una gran caja de hierro—. Bueno, queda la barca y ya podrán partir. —El hombre se dirigió hacia la orilla a grandes zancadas seguido de Julie, Wico y Jean. Registró debajo de los bancos, revolvió los equipajes, palpó todas las costuras de los pantalones y los cuellos de las camisas e incluso sacudió una a una las jaulas de las gallinas, gesto que ellas acogieron con cacareos de indignación.
Al cabo de aproximadamente dos horas, el examen concluyó y Julie, Jean y Wico pudieron volver a subir al bote. Julie no respiró tranquila hasta que perdieron de vista la estación de vigilancia.
—Uf, qué cerca hemos estado. —Jean hizo un gesto de alivio—. Podría habernos denunciado por las pepitas que encontró.
En el rostro de Wico se dibujó una amplia sonrisa.
—Jean, ¡tu idea era genial! —exclamó meneando la cabeza—. La única lástima es que hayas perdido ese oro.
—Teníamos que hacer que el hombre encontrase algo. Si no hubiese registrado a Julie, nos habríamos quedado con ese oro también. Pero de esta manera… —puntualizó dando unos golpecitos con la mano sobre las jaulas de las gallinas—, de esta manera podemos estar seguros de que el guarda dará el asunto por zanjado.
—Es una lástima —señaló Julie— que las gallinas tengan que sacrificar su vida.
Ese era el único inconveniente del plan.
—Bueno, de un modo u otro habrían acabado en la sopa. Podemos estar contentos de que todavía le quedasen unas cuantas al viejo Gorven y de que al final me las vendiera. —Jean volvió a imitar la actuación que había protagonizado frente al viejo—: «¡Vamos, tres gallinas!, ¡no seas así! ¡Quiero ofrecer un banquete cuando llegue a la ciudad y tus gallinas son las mejores!».
En el campamento de bateadores de oro, Gorven se dedicaba a la cría de gallinas detrás de su cabaña para ganarse un poco mejor la vida. Aunque allí no se reproducían tan fácilmente como en la ciudad, una gallina en la sopa o asada al fuego de cuando en cuando hacía las delicias de los hambrientos buscadores de oro.
Cuando Jean se había presentado allí para comprarle tres gallinas de golpe, Gorven había refunfuñado.
—Deja algo para los demás. Falta mucho para que esos pollos estén lo bastante crecidos como para que se puedan comer. Y son los tres últimos que me quedan.
Gracias a Dios, Julie conservaba todavía algunas monedas con las que Jean había podido pagar a Gorven.
Y así fue como, la madrugada del día antes de partir, Jean se presentó en la cabaña con las tres gallinas. Julie se sentía cansada. Jean se pasó la mitad de la noche introduciendo las pepitas de oro en los granos de maíz que al día siguiente les dio de comer a las gallinas. Estas devoraron con entusiasmo el delicioso manjar. Julie temió que pudieran caer fulminadas allí mismo, pero lo cierto era que hasta ese momento el aspecto de las gallinas era más que saludable y ellos habían logrado superar el control de vigilancia. Dentro de pocos días llegarían a la ciudad y entonces todo se arreglaría. Julie estaba convencida.