CAPÍTULO 15

Wico atracó el bote en uno de los pequeños brazos laterales del río. En esa orilla se divisaban por todas partes pequeños campamentos con cabañas destartaladas o carpas raídas. Aquí y allá había fogatas humeantes. Todo mostraba un aspecto caótico y desordenado.

—¿Dónde están los hombres? —Julie esperaba encontrarlos junto al río.

—Están dentro del bosque. Allí hay pequeños arroyos que nacen de los precipicios de roca y es donde se batea para lavar el oro y separarlo de la arena.

Julie miró intrigada a su alrededor. Todo estaba cubierto por una frondosa vegetación, entre los árboles se vislumbraban velos de niebla de los que de vez en cuando emergía algún pájaro. Los sonidos de la selva se oían amortiguados. Cuando amarraron la barca a la orilla, Julie advirtió enseguida que el terreno comenzaba a ascender poco después de la margen. Los hombres encajaron la barca entre las raíces de unos mangles y la anclaron allí. Acto seguido, los tres mozos se encaminaron hacia la selva para dirigirse al capataz.

—Vamos directamente al campamento y esperamos allí —le dijo Wico a Julie y emprendió el camino junto a la orilla delante de ella.

En un pequeño claro, se levantaban varias cabañas con aspecto de haber sido construidas de forma provisional. No se veía ni un alma por ningún sitio.

—¿Y tú estás seguro de que Jean está aquí? —Julie estaba sudando, se sentía sucia y, de pronto, cuando vio el ruinoso campamento y tomó conciencia de su cansancio, la invadió una sensación de desaliento.

—Al menos, cuando yo me marché todavía estaba aquí. Pero tendremos que esperar, los hombres no regresan de la selva hasta más tarde.

Wico se sentó junto a una de las hogueras y sopló unas cuantas veces en las brasas hasta que estas prendieron de nuevo.

—Siéntese, esto puede alargarse.

Julie tomó asiento junto a Wico. Se había acostumbrado a sentarse en el suelo y a enrollarse el vestido alrededor de las piernas para no mostrar una postura impúdica y de paso evitar que los mosquitos la acribillaran. En una ocasión, habían hecho un alto en una isla fluvial y una cucaracha se le había colado hasta… El histérico baile de Julie fue tal que horas después Wico y los muchachos seguían desternillados de la risa. La suciedad ya no la preocupaba, después de siete noches durmiendo en el suelo ya todo le daba igual. Lo único que esperaba era poder regresar pronto a la civilización, aunque el viaje de vuelta no iba a ser precisamente más cómodo.

Julie se quedó medio adormilada y se despertó sobresaltada al oír unas fuertes carcajadas. Por la frondosidad del linde del campamento apareció el primer grupo de trabajadores y todos intercambiaron sonrisas socarronas al advertir la presencia de Julie.

—Vaya, ¿es que ahora el gobernador nos manda mujeres? —dijeron a voz en grito.

Julie se incorporó rápidamente, se puso erguida como una vela y se arregló un poco el cabello en un torpe intento por mantener la compostura. Al claro llegaban cada vez más hombres y Julie trataba de reconocer el rostro de Jean entre las caras sucias y demacradas.

—¡¿Julie?! —Un hombre se apartó del resto de la cuadrilla y se dirigió apresuradamente hacia ella—. Por todos los santos, Julie, ¿qué estás haciendo tú aquí? —Jean se plantó ante ella con expresión incrédula. A ella le costaba reconocerlo. En el rostro cubierto de suciedad lucía una poblada barba y vestía unas ropas roñosas hechas jirones.

Julie se sintió desbordada por la felicidad. Llevaba tanto tiempo buscándolo…, tanto tiempo añorándolo…, y ¡ahora lo tenía ante sus ojos! Se levantó de un salto y se lanzó a sus brazos.

—Jean, gracias a Dios, ¡te he encontrado! —susurró con el rostro enterrado en los largos cabellos de Jean mientras un reguero de lágrimas le surcaba las mejillas.

Los hombres profirieron todo tipo de comentarios mientras aplaudían.

—Julie… Julie. Ya está. —Apartó con suavidad los brazos de Julie de su cuerpo y se alejó un poco. Después se volvió y, dirigiéndose al corro de curiosos que se había formado a su alrededor, añadió—: Bueno, gente, ya está bien, ¿es que no tenéis hambre?

Los trabajadores continuaron lanzando comentarios vulgares, pero poco a poco se fueron dispersando hacia las distintas hogueras del campamento.

Jean saludó a Wico con amabilidad antes de llevar a Julie junto a la orilla del río, donde no los molestaría nadie. Una vez allí, meneó la cabeza como si no pudiera creérselo. Posó la mirada sobre Julie. No podía apartar la vista de ella.

—¡Hay que ver de lo que eres capaz! ¿Cómo has venido hasta aquí? ¡Como se entere Karl…!

Julie lo interrumpió. Seguía teniendo el rostro anegado en lágrimas.

—Ay, Jean. Karl ha muerto. Han pasado tantas cosas…

Entre sollozos, Julie le contó todo lo que había sucedido desde la última vez que se habían visto. Le habló del niño y de la muerte de Karl, aunque sobre ese último asunto prefirió ahorrarle los detalles.

—¿Karl está muerto? Y me estás diciendo… que tú y yo… ¿tenemos un niño?

Julie asintió.

—Sí, un varón. Se llama Henry. Quise contártelo desde el principio, pero resultó que te habías marchado de la ciudad. —Julie no pudo evitar un tono de reproche.

—Julie…, estaba convencido de que nuestra relación no tenía ningún futuro. Solo nos habríamos procurado infelicidad, y Karl… A la larga no habría funcionado. —Jean agachó la cabeza, avergonzado—. No sabía…, si hubiera sabido… ¿Y estás completamente segura de que Karl no es el padre?

—¡Estoy convencida!

Jean tragó saliva.

—¿Y dónde está Henry?

Cuando Julie le explicó que Pieter se había adueñado de la plantación y que quería utilizar a Henry como moneda de cambio, Jean se puso hecho una furia. Julie jamás lo había visto así.

—¡Ese miserable! Siempre pensé que tenía mucho peor carácter que Karl, pero ¡esto sobrepasa todos los límites!

—Jean, precisamente por eso he venido hasta aquí. —Julie le tomó la mano y lo miró a la cara. ¡Cuánto lo había echado de menos! Todas y cada una de las fibras de su cuerpo lo añoraban, deseaba pasar el resto de su vida con él y no pensaba volver a dejarlo escapar. Ahora solo tenía que regresar con ella a la ciudad. Juntos conseguirían dominar la situación—. Yo sola no puedo con él. Esperaba que tú pudieras ayudarme. Tal vez de esa manera logremos quedarnos con la plantación. Yo debería ser la heredera.

Jean se quedó pensativo. Al cabo de un rato, dijo:

—Julie, lo que él ha hecho no es del todo ilegal. Tú, como mujer, no puedes hacerte cargo de la plantación. —Julie se había informado y era consciente de ello, pero había buscado una solución.

—Lo sé. Pero ¿si tú…? —dijo entre titubeos.

—Si yo… ¿qué? ¿Crees que Pieter renunciará tan fácilmente a la plantación si regresamos los dos juntos? ¡Jamás en la vida! Ni siquiera aunque consiguieras llevarlo ante los tribunales…, él tiene las mejores cartas. Además, Martina debería tener derecho a quedarse también algo de la plantación.

—Sí, ¡pero Henry también! —protestó Julie.

—Sí, por supuesto. Pero si resulta que no es hijo de Karl…

—Pero eso no lo sabe nadie salvo nosotros y nadie tiene por qué enterarse.

Jean vaciló un momento.

—No lo sé. No, creo que no sería capaz de hacerlo. Para eso tendría que mentir al niño durante toda su vida.

Julie notó que la decepción se iba apoderando de ella. Sus previsiones no habían llegado tan lejos. Jean tenía razón, nunca podría reconocer a Henry como hijo porque el futuro de Henry en la plantación estaba inevitablemente vinculado a que Karl fuera su padre. No tenía un solo argumento para rebatírselo.

Jean le despejó un mechón empapado en sudor de la frente, la miró durante largo rato y después la besó en la frente con delicadeza.

—Estoy tan feliz de que me hayas encontrado. De lo contrario, jamás habría… Bueno, la verdad es que tenía otros planes, pero ahora que sé que tengo un hijo y que me necesitáis…

Julie sintió sus labios en la piel y le estrechó la mano con dulzura. Lo había encontrado, ahora eso era lo único que importaba. Lograría salir adelante, tenía que haber una solución, para ella, para Henry, para Jean y para las esclavas. Aunque en aquellos instantes no tuviera la más remota idea de cómo iban a conseguirlo.

Con un gesto lento, apartó el rostro de los labios de Jean.

—Ay, Jean, ¿qué vamos a hacer ahora? ¡Yo quiero recuperar a mi hijo! Pero eso significa que tendré que someterme a la voluntad de Pieter en la plantación y conservar la esperanza de que nos mantenga a mi hijo y a mí hasta el final de mis días. Pero ¿qué pasará con nosotros? Pieter jamás permitirá que tú entres en la plantación.

Jean le acarició el dorso de las manos con los dedos.

—Podría ser de otra manera —dijo con gesto pensativo—. Si regresamos juntos a la ciudad, yo reconozco a Henry como hijo mío y dejamos que Pieter se quede con la plantación, ningún tribunal podrá oponerse. Y Pieter se quedará tan contento de deshacerse de ti y del niño.

Julie lo interrumpió. Ya había pensado en esa posibilidad y solo le veía un problema.

—¿Y qué pasará entonces con todas las personas como Amru, Kiri, Liv y los demás esclavos? No pienso dejarlos en la estacada.

—Kiri es tu esclava, puedes llevártela adonde quieras. Y Amru y los demás esclavos llevan en la plantación mucho más tiempo que tú. Ellos se las arreglarán. Nosotros podríamos empezar desde cero, quizás incluso podríamos tener nuestra propia pequeña plantación.

Julie se echó a reír.

—¿Y cómo quieres que hagamos eso, Jean? Ni tú ni yo tenemos dinero.

—Wico —dijo Jean haciéndole una señal al joven, que seguía sentado junto al fuego—, ocúpate de que nadie nos moleste.

Wico acogió la orden con una amplia sonrisa. En la cabaña estaba oscuro y se respiraba un ambiente bochornoso. Jean cerró la puerta con la arpillera a modo de cortina y comenzó a desabrocharse el cinturón.

Julie lo miró perpleja.

—Jean, no sé si… ¿Tú crees que aquí…?

Jean se rio por lo bajo.

—No es lo que crees. Espera.

Se bajó los pantalones hasta la rodilla y rebuscó algo bajo un vendaje que llevaba enrollado al muslo. Allí llevaba colgada una pequeña faltriquera de cuero. Jean sonrió satisfecho al ver el rostro de alivio de Julie.

—¿Es que mi casa no te parece apropiada para el amor? —preguntó en tono burlón.

Después, sacó de la faltriquera un montoncillo de pepitas de oro.

—Con esto podría bañarte la cama en oro.

Julie lo miró con ternura. Suavemente, rozó las brillantes pepitas del precioso metal con las puntas de los dedos.

—¿Me estás diciendo que esto es para nuestro nuevo comienzo? ¿Para nuestra propia plantación?

Jean asintió.

—Conozco a alguien en la ciudad que bajo cuerda estaría dispuesto a pagar más que por los cauces oficiales. —Jean volvió a guardar cuidadosamente las pepitas en la bolsa de cuero, se la ató con fuerza a la pierna y volvió a subirse los pantalones.

—Bueno, ahora deberíamos ir a comer algo, tienes que estar muerta de hambre después del viaje. —Jean pellizcó a Julie en ambas mejillas para que cogiera algo de color y le guiñó un ojo—. Ahora, cuando salgamos, pon cara de cansancio y satisfacción.

Jean habría podido ahorrarse los pellizcos porque a Julie se le subieron los colores en cuanto abandonaron la cabaña y los hombres negros esbozaron una amplia sonrisa que dejaba a la vista sus blancas dentaduras.