CAPÍTULO 13

No remontaron el río Surinam, sino que se dirigieron por el Commewijne hacia el río Cottica para atravesar desde allí el Wane Kreek y llegar hasta el Maroni.

Cada vez que Julie creía que habían abandonado las regiones habitadas, aparecía una nueva plantación tras un recodo del río. En realidad, ella daba gracias porque así las primeras noches no habían tenido que dormir al raso. Ahora llevaban ya tres días de viaje y desde hacía unas horas lo único que veían en la orilla eran las ruinas de innumerables tierras de cultivo abandonadas. A lo largo de la margen del río se divisaban colosales esqueletos de casas que llevaban décadas deshabitadas y plantaciones desiertas cuyos terrenos habían sido reconquistados por la vegetación de la selva. Julie pudo hacerse una idea de las épocas de prosperidad que se habían vivido en aquel país. Cien años atrás o más, aquella parte del país debía de haber sido una región floreciente.

Wico le explicó a Julie que a partir de allí solo encontrarían asentamientos de cimarrones. En algún punto del río Maroni, había un puesto militar. Allí, según Wico, vivía un alemán que era un personaje extraordinario.

Wico también le había contado que, después de que las plantaciones de aquella zona hubieran quedado abandonadas, allí no había vuelto a adentrarse ningún blanco. Y entonces, cuando se encontró oro en la parte alta del Maroni, se emprendieron unas largas y complejas negociaciones con las autoridades de los pacíficos cimarrones para que dejasen atravesar el país a los buscadores de oro. Al final, los astutos cimarrones lograron encontrar el modo de sacarle partido a la situación, ya que ellos controlaban y conocían las mejores rutas de aprovisionamiento y, por tanto, podían hacer negocio con todo aquel que a partir de ese momento cruzara sus territorios.

En la selva seguía habiendo campamentos de franceses huidos. En el río Maroni todavía no había consenso sobre la frontera, pero una cosa era segura: si uno conseguía escapar de la Guayana francesa a Surinam, era libre. Como los franceses insistían en castigar a los prisioneros enviándolos a trabajar a la colonia, pero la mayoría fracasaba y acababa huyendo de aquella inhóspita tierra selvática, había mucho ir y venir de gentes por el río. En el lado francés, según Wico, se encontraban algunos puestos militares, de forma que oficialmente no podían atracar la barca allí. Extraoficialmente, sin embargo, añadió guiñándole el ojo a Julie, en uno de aquellos puestos les darían un gran banquete tras el largo viaje. Se trataba del último que había antes de los saltos de agua. Julie nunca se había imaginado que Wico la llevaría por tierras selváticas tan vírgenes. En las orillas de las vías fluviales solo se advertía una frondosa e impenetrable vegetación salvaje, los monos saltaban por las ramas sin ningún reparo y, bajo la sombra de los árboles que pendían sobre el río, las capibaras, a las que llamaban también cerdos de río, se atrevían a acercarse al agua a plena luz del día. Esos animales, según les explicó Wico, no estaban emparentados con el cerdo, sino que en realidad tenían una cercanía mucho mayor con el ratón. Julie no sabía qué la maravillaba más: si que aquellos roedores tuvieran el tamaño de un perro o que Wico tuviera tales conocimientos.

Los otros tres muchachos no abrían la boca. En ocasiones, miraban a Julie con un aire socarrón; probablemente pensaban que aquella blanca estaba loca. Julie se planteaba de vez en cuando cómo iban a regresar si aquellos tres jóvenes se quedaban en los asentamientos de buscadores de oro. Pero seguro que Wico tenía un plan. O al menos eso esperaba.

A última hora de la tarde, atracaron en un gran banco de arena.

—Aquí estaremos mejor. Hasta aquí no llegan animales salvajes —dijo Wico.

Julie estaba muy asustada. Jamás en su vida había dormido al raso.

Wico hincó los remos invertidos en el fondo y extendió una lona encima. Aquel espacio protegido por la lona se lo ofreció a Julie. Los mozos se sentaron alrededor de un fuego que encendieron en la orilla.

—¡Debería ponerse las botas! —le aconsejó Wico a Julie—. Por aquí hay unos pequeños vampiros que muerden a la gente.

Julie encogió los pies todo lo que pudo, asustada, los pegó al cuerpo y los envolvió en una fina gasa que Foni había insistido en meterle en su hatillo. Julie, que había accedido a regañadientes, agradeció en ese momento la insistencia de la esclava. La plaga de mosquitos era insoportable. Esas bestias, que habían ido persiguiendo a los viajeros y engrosando la nube que avanzaba alrededor de la barca, aprovecharon que esta se detuvo para acribillar a sus víctimas. Y, de entre todas ellas, parece que sintieron especial predilección por Julie.

Esta apenas consiguió conciliar el sueño en toda la noche. Si las cosas continuaban así, para cuando llegase adonde se encontraba Jean estaría destrozada.

Dos días más tarde, arribaron al famoso puesto francés junto al río Maroni. Apenas habían abandonado la barca cuando los abordó una mujer de color. Hablaba una mezcla de inglés criollo y francés. Julie intentó desempolvar los rudimentarios conocimientos de francés que había adquirido en el internado.

Pero salvo de merci beaucoup, no se acordaba de nada y para dar las gracias era todavía demasiado pronto. El cabo de guardia que se hallaba apostado allí llegó poco después caminando desde su cabaña con paso lento. Al ver a Julie, se le iluminó la mirada y entonces trató de saludarla como a una dama. Se presentó como Pierre Goudard y le indicó rápidamente a la mujer de color, que se llamaba Elodie, que preparase algo de comer. Wico tenía razón: Julie y sus acompañantes de color gozaron de un banquete por todo lo alto. A falta de habitaciones de invitados, Julie tuvo que volver a dormir de nuevo bajo la lona, pero, como tenía el estómago lleno y estaba ligeramente achispada por el buen vino con el que Goudard los había agasajado, durmió mejor que las noches anteriores.

A la mañana siguiente, se despidieron con gran pesar y muchos aspavientos y Goudard hizo que Julie le prometiese que volverían a parar allí en el viaje de regreso. Julie no sabía si podría cumplir la promesa, pero al hombre le hacía tanta ilusión que no se atrevió a negarle ese deseo.

Por detrás del puesto, el terreno ascendía lentamente hacia tierras montañosas. Sin embargo, las montañas no eran reconocibles como tales, la frondosa vegetación de la selva se alzaba y descendía en la distancia y en el río había cada vez más rápidos intransitables. El cauce era escarpado y escabroso y, cuando encontraron los primeros saltos grandes, tuvieron que bajar todos de la barca. Los hombres se colgaron las bolsas ligeras de equipaje a la espalda, apoyaron el bote sobre sus cabezas y, para evitar los obstáculos del río, lo acarrearon por caminos que, debido al exceso de vegetación, resultaban casi infranqueables. Julie caminaba tras ellos completamente concentrada para no tropezar ni caer. Las afiladas hojas de las matas que crecían al borde del camino iban rasguñándole los brazos, con los que ella trataba de protegerse el rostro lo mejor que podía… A pesar del cansancio, Julie no dejaba de admirar la exuberancia de aquel paraje. Infinidad de orquídeas flanqueaban el sendero. Si uno golpeaba sin querer alguno de aquellos racimos de flores, cientos de mariposas de colores echaban a volar sumiendo a los intrusos por un instante en una nube de mil colores. El aroma dulce de las plantas envolvía a Julie y le hacía difícil respirar.

La caminata resultó dura y agotadora. Julie no estaba acostumbrada a ese tipo de ejercicio y no hacía más que darle las gracias a Wico por haber insistido en la recomendación de las botas. Sin ellas le habría resultado imposible transitar por aquellos tortuosos caminos. A pesar de todo, el esfuerzo fue monumental. Cuando por fin pudieron subir de nuevo al bote, Julie tenía las piernas pesadas y doloridas.

Para colmo, durante el camino, los cimarrones los habían hecho parar dos veces en sendos puestos de vigilancia. Los hombres discutieron largo y tendido, haciendo grandes aspavientos, aunque Julie no entendía prácticamente nada de lo que decían. Después de entregarles varias botellas de licor y algunas monedas, los habían dejado pasar.

Una vez más, Julie presenció con asombro el despliegue de habilidades de Wico, que había pensado en todos y cada uno de los detalles. No obstante, también reparó en que, cada vez que lograban dejar atrás un puesto de cimarrones, el muchacho respiraba aliviado.

—¿Podemos tener problemas con esas gentes? —preguntó Julie vacilante después del segundo encontronazo.

Wico se encogió de hombros.

—Puede que en algún momento no nos dejen continuar sin preguntarle antes a su «capitán» y, si tienes mala suerte, puede que él no quiera tomar una decisión sin preguntar antes al granman. —Al ver el gesto de perplejidad de Julie, Wico procedió a explicarle—: Entre los cimarrones las familias sueltas se denominan osos. Estas, a su vez, se organizan en bee’s y supuestamente todos los miembros de un bee’s proceden de la misma rama africana. —En la voz de Wico se adivinaba cierta fascinación.

—¿Y eso tiene algo de especial? —preguntó Julie intrigada.

Wico bajó los ojos.

—Bueno, al menos esa gente sabe de dónde procede. —Julie percibió el peso que encerraba aquella frase. Wico se quedó callado un momento antes de recobrar el aplomo y proseguir con su relato—: Los bee’s forman a su vez parte de un loh, y todos los miembros del loh tienen también una historia común; por ejemplo, todos llegaron en el mismo barco a Surinam o proceden de una misma plantación. Hoy en día, viven en poblados comunales y todos se consideran parte del mismo clan. Cada poblado tiene un representante al que llaman «capitán» y cada clan tiene su granman.

—Vaya, qué complicado —señaló Julie.

Wico soltó una carcajada.

—Sí, claro, la diferencia entre «blanco» y «esclavo» es mucho más sencilla.

Julie se quedó pensativa. Era la primera noticia que tenía de que los cimarrones vivieran en un entramado social tan complejo. Siempre había imaginado que habitaban aldeas desperdigadas y caóticas. Y caos fue precisamente lo que encontraron en los campamentos de los buscadores de oro.