Kiri estaba dándole de comer al masra Henry cuando el masra Pieter soltó un bufido detrás del periódico. El pequeño Henry prefería jugar con la cuchara de plata antes que llevarse la papilla a la boca. Con los deditos pegajosos, atrapaba una y otra vez la cuchara y Kiri se las veía y se las deseaba para conseguir que la papilla no acabara donde no debía, es decir, en el suelo. Misi Martina, que ya le había lanzado miradas de reproche en dos ocasiones, se disponía a regañarla cuando el masra Pieter arrugó el periódico bruscamente y lo arrojó sobre la mesa. Todos se volvieron hacia él sorprendidos, incluso Henry se quedó con los deditos paralizados en el aire y sus grandes ojos azules asustados se clavaron fijamente en el hombre mayor.
—Es increíble. El rey quiere abolir la esclavitud. Ahora se va a formar una comisión que decidirá qué hacer. ¿Qué creen que será de la colonia si no nos permiten conservar a los esclavos?
Misi Martina se encogió de hombros y volvió a centrarse en el desayuno.
—Pieter, no te sulfures, el rey está en Europa y el gobernador de aquí lo arreglará.
—¡Esto es una merienda de negros! Ya verás la que nos espera cuando te levantes una mañana y tengas que vestirte sola.
Al oír esas palabras, misi Martina se quedó mirando a su marido con gesto de desconcierto. Kiri estuvo a punto de echarse a reír y a Liv, que en ese momento estaba dándole el desayuno al masra Martin, también se le descompuso el rostro, pero rápidamente se contuvo y agachó la cabeza.
El masra Pieter se levantó de la mesa visiblemente airado. Misi Martina ordenó a Liv que vigilara al masra Martin y abandonó también la habitación.
Al marcharse los señores, Kiri respiró aliviada. El masra seguía inspirándole miedo aunque llevaba meses sin llamarla a sus aposentos. Tener que verlo todos los días y tener que servir a la familia no le ponía las cosas fáciles. Liv también estaba tensa. Aunque ya llevaba años trabajando como esclava de cámara para misi Martina y se encargaba del masra Martin desde que había nacido, por alguna razón la joven no acababa de acostumbrarse.
—Abolir la esclavitud… —Liv sacudió la cabeza—. Eso no sucederá nunca.
—Pero… ¿si lo dicen los periódicos? —replicó Kiri con tono esperanzado.
—Bah, Kiri, ¿y no has visto la cantidad de disparates que dicen los periódicos? Acuérdate de las cosas que solía leer el masra Karl: que si hay barcos que navegan por debajo del agua, que si en Europa hay coches sin caballos que funcionan con vapor o algo así… Yo no me creo nada de eso.
Kiri, en cambio, quería creérselo. Qué de cosas podría hacer si fuera libre…
Más tarde, mientras se dirigía a la aldea de los esclavos aprovechando que el masra Henry dormía la siesta, de pronto, algo llamó su atención. A lo lejos, vio un grupo de personas y, al aproximarse, se dio cuenta de que estaban divididas en dos bandos, uno enfrente del otro. Junto al masra Pieter se encontraban los basyas con látigos y perros y, al otro lado, todos los esclavos de los campos, con Jenk al frente. Kiri se detuvo. Era mejor no acercarse. En los últimos días, se habían producido ya varias revueltas de esclavos que los basyas habían logrado sofocar enseguida con el látigo. Ahora se habían congregado todos los habitantes de la aldea. Entre el murmullo de voces, Kiri intentó distinguir algunas palabras para comprender de qué hablaban. Al parecer, acababa de morir otro hombre a causa del tratamiento del masra. A Kiri la invadió el miedo, echó a correr todo lo rápido que pudo hacia la casa de la plantación y buscó a Amru a gritos por todas partes. Alertada por el griterío, misi Martina se asomó a la puerta.
—¿Qué es ese jaleo?
Al ver que Amru dejaba todo lo que estaba haciendo y salía corriendo de la casa, la siguió alarmada.
Cuando las mujeres llegaron a la aldea, la pelea ya había comenzado. Masra Pieter, con el rostro encendido, señalaba a Jenk con un dedo mientras le gritaba:
—Tú, con tus charlatanerías, has llamado a mis esclavos a la rebeldía. Encárgate de que vuelvan al trabajo. ¡Que vuelvan ya!
Jenk levantó los brazos con gesto de impotencia.
—Masra, yo no puedo hacer nada, los hombres tienen miedo de…
El masra Pieter extendió el brazo hacia un basya, le arrebató el látigo de la mano y golpeó a Jenk con él. El hombre quedó tendido en el suelo. Junto a Kiri, Amru soltó un grito sofocado e hizo ademán de echar a correr hacia él, pero Kiri la retuvo. Los demás esclavos se echaron hacia atrás un momento, pero enseguida volvieron a apiñarse. En los rostros de todos ellos podía leerse que en esa ocasión hablaban en serio.
—Si no vais ahora mismo a los campos, soltaré a los perros —bramó Pieter tan alto que estuvo a punto de quedarse sin voz.
Los propios basyas, que estaban tras él, se mostraron sorprendidos al escuchar sus palabras. Los perros estaban entrenados para morder a cualquier esclavo que encontrasen a su paso. Soltarlos en la selva para que persiguieran a los escapados era una cosa, pero ¿hacerlo dentro de la plantación, en el poblado donde vivían los esclavos? Acabaría desatándose una catástrofe. Es más, los basyas tenían órdenes de disparar a cualquier perro que anduviera suelto por el recinto de la plantación.
La amenaza hizo vacilar un instante a los esclavos, pero no se movieron.
—¡Dame al perro! —Masra Pieter tiró de la correa con la que el basya tenía atado al perro. El animal, de color terroso, al que le colgaban hilos de baba del hocico, gruñía amenazante—. ¡Trae aquí!
El basya, aturdido, le entregó al animal, y el masra Pieter cogió la correa y lo soltó. El perro se quedó indeciso unos instantes, un tanto desconcertado, pero enseguida pegó un gran salto y se arrojó sobre la masa de cuerpos negros que tenía ante sí. Los esclavos echaron a correr, muchos de ellos gritando, presas del pánico, y se dispersaron.
El masra soltó una ruidosa carcajada.
—¡Vamos, corred!
Finalmente, misi Martina reaccionó.
—Pieter, ¿es que te has vuelto loco? —gritó y, dirigiéndose a los basyas, ordenó—: ¡Vamos! ¡Cojan las armas y disparen a ese animal!
Amru se plantó de un salto junto a Jenk, que permanecía tendido en el suelo a los pies del masra Pieter.
—Ya está bien —sentenció el masra Pieter con la mirada perturbada—. Se acabó. A partir de ahora van a cambiar las cosas.
—Pieter, por favor… —Misi Martina no acertó a decir nada más. El masra Pieter le propinó una sonora bofetada—. ¡Y tú…! —bramó—, ¡vete a casa, que es donde tienes que estar!
La misi retrocedió tambaleándose y se llevó la mano a la mejilla, asustada.
Detrás de las cabañas, se oyó un disparo y un breve alarido. Un basya había alcanzado al perro, a pesar de lo cual el animal había mordido todo lo que había encontrado a su paso. Había varios hombres tendidos en el suelo que se sujetaban las piernas ensangrentadas. Las mujeres, que habían presenciado la escena desde las cabañas y habían cerrado las puertas por temor a que les sucediera algo a sus hijos, salieron en estampida en cuanto el perro cayó desplomado y acudieron en ayuda de los hombres.
—Prended a este hombre y colgadlo del árbol —ordenó el masra Pieter, y le atizó una patada a Jenk.
Amru se postró de rodillas ante el masra.
—Masra, por favor, se lo ruego —le imploró.
—Ha inducido a todos a la rebelión y ¡eso hay que castigarlo! Prendedlo y colgadlo en el árbol. ¡Como se hacía antes! —ordenó el masra con frialdad.
Amru intentó aferrarse al brazo de su marido, pero los basyas la apartaron a un lado. «Como se hacía antes», había dicho. Los esclavos recibieron esas palabras con terror.
Los basyas llevaron a Jenk al árbol, le amarraron las muñecas a los tobillos haciendo que se abrazara las piernas con los brazos, le introdujeron por encima de los codos un palo que pasaba por detrás de las rodillas y lo colgaron bocabajo de una rama gruesa. Aquel castigo se llamaba el «balancín del papagayo», era un método de tortura que llevaba varios años prohibido. Kiri presenció con impotencia cómo Amru intentaba una y otra vez disuadir al masra. Misi Martina se hallaba detrás de Kiri gimiendo entre sollozos:
—¿Qué le ha pasado? ¿Por qué se comporta así?
El masra Pieter, en cambio, miró con satisfacción al esclavo que colgaba del árbol, se sacudió el polvo de los pantalones y se dirigió a la casa de la plantación. Amru se quedó llorando a los pies de su marido. Masra Pieter designó a dos hombres para que montaran guardia y se encargaran de vigilar que nadie liberase a Jenk.
Dos días más tarde, Amru continuaba sentada en el mismo lugar. No quería comer ni beber y nada de lo que pudieran decirle los demás esclavos conseguía arrancarla de aquel sitio. Al cuarto día Jenk murió.