CAPÍTULO 9

Cuando, al cabo de unos días, Julie llegó a casa de Suzanna, se la encontró en la cocina con una cesta de fruta.

—Suzanna, ¿está segura de que se siente lo bastante recuperada como para hacer esos esfuerzos? No debería cargar peso, yo le he traído algunas cosas…

—Juliette, esto que traigo aquí no es para mí. Como comprenderá, tengo que encontrar un modo de ganarme la vida.

Suzanna trataba a Julie por su nombre desde el primer día, como si fuese incapaz de pronunciar el apellido Leevken. A Julie no le parecía mal. En el fondo habría preferido conocer a aquella mujer en otras circunstancias. Desde que mantuvieron aquella primera conversación sobre Karl, ambas evitaban mencionar su nombre.

Suzanna colocó el canasto de fruta sobre la mesa y cogió una silla sobre la que se dejó caer, agotada. Su cansancio era evidente. La fiebre la había dejado más debilitada de lo que ella quería admitir.

—Mañana lo llevaré al mercado.

—¿Y de veras cree que conseguirá venderlo? —Julie se sentó también a la mesa.

—Tirar la fruta que me sobra no me ayudará.

—¿Esa tierra pertenece a…, a la casa?

De pronto Julie temió que Suzanna pudiese perder no solo su techo, sino también su medio de vida.

Suzanna sacudió la cabeza.

—No. Esa tierra me la dejó mi madre. No es grande, pero nos alcanza para comer de ella y para vender una pequeña parte.

Julie se quedó pensando cómo podría ayudar a Suzanna. No iba a querer aceptar su dinero; era demasiado orgullosa. De pronto, se le ocurrió una idea.

—¡La tierra de la casa! Está en el otro extremo de la ciudad, pero nosotros no conseguimos consumir todo lo que se cultiva allí. ¿Tal vez le interesaría ir a recolectar lo que sobra y venderlo?

Suzanna arrugó la frente. Se quedó pensando unos instantes.

—¿Y no le parecería mal a la esclava de la casa?

Julie se encogió de hombros.

—Ya le digo que la cosecha llega para abastecer la casa, alimentar a Foni y Hedam, y aún sobra mucho. Hedam se quejaba en los últimos tiempos de que tenía que acabar tirando muchas cosas porque no hay nadie allí que se coma lo que se cultiva. Así que si quisiera… No creo que nadie tuviera nada en contra de que fuese allí a recolectar y vendiese la cosecha en el mercado. Como contrapartida, podría encargarse de mantener cuidado el huerto. Seguro que a Hedam le viene bien un poco de ayuda, porque Foni solo se ocupa de la casa.

Suzanna no estaba del todo convencida. Le daba la sensación de que tenía que haber alguna trampa en todo aquello.

—Pero no puedo recoger sus frutas y venderlas así…, sin… No sé.

Julie entrecerró los ojos con desesperación. Admiraba el amor propio de aquella mujer. Lo que decía lo decía en serio.

—Entonces puede llevar a la casa de la ciudad el dinero que saque en el mercado y yo le pagaré por hacer el trabajo de vender la cosecha.

Los labios de Suzanna dibujaron una amplia sonrisa.

—¡Hecho!

Julie se puso contenta. Al menos, así podría ayudar a Suzanna sin que ella tuviera la sensación de que se trataba de una obra de caridad.

Justo cuando las mujeres se estaban despidiendo, oyeron unos gritos en el exterior.

—¡Mamá! ¿Mamá?

—Esa es Minou. —Preocupada, Suzanna salió a todo correr al pasillo y, en la propia puerta, se chocó con alguien que en ese momento entraba en la casa.

—¡Ay, Dios mío! —Suzanna se llevó la mano a la boca y acto seguido levantó los brazos para echarlos al cuello de esa persona. Julie se acercó unos pasos a la puerta para ver quién había venido. Entonces vio que Suzanna besaba a un joven en la frente mientras le sostenía el rostro entre las manos.

Parecía desbordada por la felicidad que le producía estrechar entre sus brazos a su hijo mayor. Y también Minou, que lo acribillaba a preguntas: que si había encontrado oro, que si había visto lagartos peligrosos en el río, o a los espíritus de la selva… Al dirigirse a la cocina, el muchacho se quedó mirando a Julie un momento, sorprendido, pero no dijo nada. Tomó del brazo con dulzura a su hermana pequeña y la condujo a la cocina.

—Minou, Minou, al menos déjame que entre.

Julie dudó. ¿Era momento de marcharse? ¿Le importaría a Suzanna que se quedara? Estaba intrigada por escuchar el relato del joven. Para alivio de Julie, Suzanna la invitó a sentarse a la mesa con un gesto; luego, sacó una botella de la estantería para celebrar la ocasión y beber a la salud de Wico. Después de darle un trago, la pasó para que circulase por la mesa.

Julie advirtió que Wico seguía mirándola con curiosidad. En realidad, ella no se había presentado, pero ¿cómo debía hacerlo? Suzanna acudió en su ayuda.

—Wico, esta es Juliette Leevken. La esposa de vuestro difunto padre —dijo Suzanna sin andarse por las ramas.

Julie tragó saliva, sorprendida.

Minou, con la agitación, no oyó bien lo que dijo su madre, pero Wico frunció el entrecejo con un gesto de recelo. Suzanna, al reparar en ello, le dio una palmadita y le aclaró:

—Julie trabaja en la enfermería de la misión y vino aquí para ayudarnos.

—Madre, ¿has estado enferma? —preguntó Wico volviéndose hacia su madre con gesto de preocupación.

—He tenido un poco de fiebre, pero ya estoy recuperada —repuso ella quitándole importancia al asunto—. Y, ahora, cuéntanos, ¿cómo te ha ido por ahí?

Wico les habló de las condiciones en que se vivía en el interior del país, donde la gente se dedicaba a buscar oro en los ríos. Según contaba, la situación era caótica, se trataba de terrenos inexplorados y los trabajadores eran enviados allí y abandonados a su suerte. Muchos de ellos perdían la vida. Y cuando lograban encontrar algo de oro en un río o en un arroyo, en el camino de regreso a la ciudad tenían que entregárselo a los capataces, que los registraban de arriba abajo.

—Buscaban hasta en los rincones más insospechados en los que podrías guardar algo. Y no solo en la barca y en el equipaje… —explicó señalando con la mano su propio cuerpo—. A cambio te daban una indemnización —agregó y lanzó una bolsa de monedas sobre la mesa—, pero no compensa el esfuerzo —apostilló con un suspiro.

—¿Ves? Ya te dije que no esperaras regresar con un saco lleno de oro. —Suzanna quiso que sus palabras sonaran a broma, pero su rostro revelaba que en el fondo había albergado la esperanza de que su hijo regresara con dinero.

Julie se despidió enseguida porque no quería interrumpir la felicidad del reencuentro familiar. Al sentarse en el coche, de pronto cayó en la cuenta: ¡Tendría que haberle preguntado a Wico por Jean! ¡Los buscadores de oro! No se le había ocurrido, pero tal vez Jean estuviese con ellos. Por un momento, pensó en volver a casa de Suzanna, pero luego recapacitó. Necesitaban disfrutar de aquel momento de intimidad los tres juntos. Además, ¿qué probabilidades había de que Wico se hubiese encontrado precisamente con Jean? Julie suspiró. Sabía que tenía que empezar a pensar en volver a Rozenburg. Pero rápidamente desechó ese pensamiento.

Al día siguiente por la mañana, Suzanna fue con Hedam al huerto. Por la tarde, Julie llamó a un coche para acompañar a Suzanna a casa con la cesta repleta de todos los tubérculos y frutos que había cosechado.

Suzanna vacilaba a la hora de subir con Julie en el coche. Una mujer de color y una blanca juntas ¡era inconcebible!

—Venga, déjese de tanto remilgo —la instó Julie con tono resuelto, señalando al asiento que tenía al lado.

Suzanna subió al coche agobiada y reflexionó en voz alta:

—Juliette, ¡como nos vea alguien…! ¡Esto manchará su fama!

Julie soltó una carcajada.

—¿Mi fama? Creo que yo no tengo de eso.

Por el camino, algunos de los blancos con los que se cruzaron en otros coches se volvieron a mirar con estupor y una mujer incluso se ruborizó cuando Julie la saludó abiertamente. Pero ella lo pasó de maravilla, disfrutó como hacía mucho tiempo que no disfrutaba…

—Mañana toda la ciudad hablará de nosotras —exclamó entre risas. Suzanna vivió la experiencia con semblante preocupado y sintió un alivio evidente cuando el coche se detuvo frente a la puerta de su casa.

Los niños recibieron a su madre con alegría. Wico se había dado ya un buen baño, se había peinado y vestía ropa limpia. Saludó a Julie con amabilidad, aunque con ciertas reservas; a ella le parecía lógico que el muchacho sintiese cierta desconfianza. No podía culparlo, se trataba de una situación bastante insólita. Julie le había pedido a Foni que hiciese un pastel; en ese momento lo dejó sobre la mesa, lo cual hizo que Minou soltase un chillido de alegría. Suzanna preparó café mientras le contaba a Wico la idea que se le había ocurrido a Julie sobre el huerto.

—Yo seré como la ayudante cosechera, digamos —concluyó. En su voz se adivinaba el orgullo que sentía.

En el rostro de Wico se adivinó, por un fugaz instante, cierto remordimiento de conciencia:

—Madre, siento mucho haber vuelto a casa sin dinero.

Suzanna desestimó el comentario con un gesto.

—Vamos, jovencito, no te preocupes ahora por eso. Saldremos adelante.

A Wico no parecieron tranquilizarlo demasiado aquellas palabras.

—Por cierto, en uno de los almacenes donde lavaban el oro conocí a un hombre que trabajaba para mi pa… —Wico reprimió rápidamente la palabra y se corrigió—: para la plantación Rozenburg.

Julie levantó la mirada, intrigada. Estaba esperando el momento oportuno para preguntar por Jean y, al oír a Wico, estuvo a punto de atragantarse.

—¿Qué…, qué aspecto tenía?

—Había trabajado allí de contable —dijo Wico con la boca llena.

—¿Cómo? —A Julie le dio un ataque de tos.

—A lo mejor usted lo conoce. Se llama Jean Riard.

Julie se quedó mirando a Wico con los ojos desorbitados. E inmediatamente, rompió a llorar.