CAPÍTULO 8

Hacía un bochorno insoportable. Hasta la propia Kiri sudaba, cosa poco común, ya que estaba completamente adaptada al clima y le costaba comprender por qué a los blancos les resultaba tan difícil sobrellevar el calor del país. Sin embargo ahora… Tal vez era por el embarazo. A esas alturas, su estado era más que evidente y Kiri tenía la sensación de que cada día estaba más redonda.

El masra Henry también sufría por el calor. Kiri había desnudado al pequeño casi por completo. Al verlo, misi Martina se escandalizó y le ordenó que volviera a ponerle la chaqueta, pero Amru meneó la cabeza y le ordenó que se llevara al niño a la aldea.

—¡Y no vuelvas a vestirlo! —le susurró.

El masra Martin, en cambio, llevaba ya unos días correteando con las mejillas coloradas porque misi Martina lo vestía con camisa y chaqueta a pesar del tiempo, así que iba haciendo eses y a veces parecía a punto de desfallecer a causa del bochorno.

Amru aconsejó a misi Martina que vistiera al niño con ropas más ligeras, pero ella le respondió airada:

—No voy a permitir que corretee por ahí vestido de cualquier manera como un niño negro.

El hecho de que Pieter no le dijera nada, aunque era médico y sabía lo malo que era para un niño ir tan abrigado con ese calor, irritaba más aún a Amru. La esclava estaba de mal humor cada vez más a menudo. Antes era ella quien llevaba la voz cantante. Aunque era cierto que el masra Karl tampoco era una persona fácil, siempre había dejado las cosas de la casa en manos de Amru. Misi Martina, en cambio, intentaba desde hacía un tiempo entrometerse en los asuntos de Amru. Su marido insistía en que tenía que imponerse de una vez por todas a «los negros».

En la aldea de los esclavos tampoco se respiraba un ambiente animado. El clima favorecía que aparecieran las fiebres y ya habían caído enfermos algunos hombres. Masra Pieter se había puesto muy nervioso por la falta de mano de obra y había anunciado que iba a tomar medidas. Las primeras instrucciones consistieron, naturalmente, en ordenar a los basyas que fueran látigo en mano a sacar a los hombres de los camastros. Eso funcionó solo durante algún tiempo, hasta que llegó un día en que tuvieron que volver a llevar a casa a los hombres desde los campos porque se desplomaban con el machete en la mano. Estaban gravemente enfermos y, pasada una semana, murió el primero de ellos a causa de un acceso de fiebre.

Amru y Jenk hacían todo cuanto podían para ayudar en la aldea. Jenk preparaba tés y friegas y durante la noche el curandero y los esclavos sanos iban a los campos, encendían un fuego y obraban rituales para pedir ayuda a los dioses. Pero era un mal año. El tiempo no mejoraba, apenas se movía el aire y la atmósfera viciada permanecía estancada noche y día entre las cabañas.

Cuando cayeron enfermos los primeros niños, Amru comenzó a alarmarse. Un día, se atrevió a dirigirse a misi Martina. Esta estaba sentada en el porche con los niños y Kiri se encontraba acuclillada en una estera a su lado.

—Deles al menos a los esclavos una ración mayor, los niños enfermos tienen que alimentarse bien.

Misi Martina se quedó pensando un momento. Cuando el masra Pieter regresó de los campos, se atrevió a sacar el tema, pero el masra se negó a aceptar la propuesta de Amru.

—Bah, todo el día holgazaneando y encima pretenden cebarse a comer, ¡qué se habrán creído esos negros! ¡De eso nada! El que trabaja poco también come poco.

—Pero, Pieter, a lo mejor… Quiero decir… ¿y los niños?

—Nuestros negros tienen tierras, con eso ¡tienen de sobra para abastecerse! Si resulta que son demasiado vagos como para cultivarlas… Martina, la plantación no rinde mucho que digamos, así que no puedo darles de comer como si fueran reyes. Volveré a hacer una prueba con los medicamentos, tengo una nueva receta de Europa que…

Misi Martina se inquietó al oír las palabras de su marido.

—Pero la última vez…

Sus reservas no contribuyeron a calmar a Pieter, sino más bien al contrario.

—¡Qué sabrás tú! Han vuelto a mejorar el compuesto. Esta vez no habrá problemas. Además, si lo probamos aquí con nuestros esclavos nos darán una pequeña recompensa.

Cuando Kiri le contó a Amru cómo había discurrido la conversación, Amru se limitó a soltar un bufido de desprecio.

—Como el masra siga haciendo las cosas así, dentro de poco se habrá quedado sin esclavos.

Kiri se sentía también bastante fatigada. Ya se encontraba en el sexto mes de embarazo y con aquel calor tenía la sensación de que estaba hinchándose como una esponja. Algunos días, por la noche, incluso se sentía febril. Para combatir el calor, se cubría las piernas con compresas frías. No podía caer enferma, no mientras no regresara misi Juliette.

A su alrededor, la situación no hacía más que empeorar. Nunca habían caído enfermos de fiebre tantos esclavos. En casi todas las cabañas había una persona indispuesta.

No pasó mucho tiempo antes de que el masra Pieter convocara a todos los esclavos en la casa comunitaria para administrarles una inyección. Todo aquel que se negaba recibía un despiadado escarmiento con el látigo hasta que accedía a extender el brazo. La noche anterior, dos jóvenes con fiebre que todavía tenían fuerzas para caminar habían intentado escapar de la plantación.

—Mejor morir en la selva que por culpa de la medicina del hombre blanco —dijeron. Cuando los basyas se dieron cuenta de que había varios huidos, soltaron a los perros.

Amru intentó convencer al masra Pieter de que esperase un poco más.

—¡La fiebre viene y se va todos los años!

Pero él la apartó de un empujón.

Pocos días después de que el masra Pieter hubiera administrado el tratamiento, algunos hombres empezaron a empeorar. A la fiebre siguieron los vómitos y los delirios; no sabían ni dónde estaban; algunos niños gritaban sin cesar y otros no reaccionaban.

En la aldea de los esclavos se desató el caos.