CAPÍTULO 5

El padre Donders condujo a Erika por el camino trazado entre las pequeñas y limpias cabañas de la leprosería hasta un edificio que había junto a la capilla de madera. Aquella casa era algo más grande que las demás. Donders hizo a Erika una señal con la cabeza, llamó a una puerta y se retiró. Erika jugueteaba nerviosa con un pañuelo que llevaba entre las manos y que no había soltado desde su llegada a Batavia. Se oyeron unos pasos tras la puerta y acto seguido se abrió.

¡Reinhard!

Erika rompió a llorar. Su marido la miró boquiabierto y estupefacto desde el otro lado del umbral. Estaba un poco más delgado que dos años antes y también comenzaba a escasearle el cabello.

—¿Erika?

Erika tendió los brazos y avanzó hacia él. Inmediatamente, él se cubrió el rostro y se echó hacia atrás.

—¡No! ¡No te acerques! —exclamó en voz alta.

Erika bajó los brazos, sorprendida.

—¿Reinhard?

—¡Sí, Erika! Dios mío…, yo… Escucha, yo… —Reinhard agachó la mirada.

Ni siquiera quiso darle la mano, sino que ocultó las dos en las holgadas mangas del hábito que llevaba puesto.

—Pasa —dijo en susurros. Se apartó para cederle el paso y Erika entró en la angosta habitación. Estaba limpia y ordenada y, en un estante sobre el estrecho camastro, había unos cuantos libros—. Siéntate. Siéntate, por favor. —Reinhard le ofreció la única silla que había en el dormitorio—. No sabía que tú… No sabes cómo lo siento… Habría tenido que…

Erika lo miró y entonces no pudo evitar soltar las palabras que llevaban largo tiempo pesándole en el corazón.

—Reinhard… Todos estos años… ¿Por qué no has dado señales de vida en todo este tiempo?

Reinhard se volvió, Erika no podía verle el rostro, y pasaron unos instantes antes de que él comenzase a hablar.

—Erika, llevo aquí ya mucho tiempo —dijo al fin, lentamente—. En su día fuimos recorriendo los ríos hacia el interior del país. En las plantaciones… No nos acogieron con los brazos abiertos.

Erika vio que Reinhard agachaba la cabeza.

—Mis compañeros cayeron enfermos, la fiebre actuó tan rápido que nadie pudo hacer nada para ayudarlos.

—¡Creía que habías muerto! —protestó Erika—. Creía que… —Estrujó de nuevo con fuerza el pañuelo entre los dedos. Era su manera de contener las ganas de reprochárselo todo.

Reinhard se volvió de nuevo hacia ella, aunque sin levantar la mirada del suelo. Casi en susurros, prosiguió:

—Sé que tienes motivos para estar enfadada conmigo. No he sido un buen marido. Yo continué el viaje y me adentré en la selva. Quería ver cómo vive allí la gente, quería… Quería acercarles la palabra de Dios. Acabé en un poblado de cimarrones. No llevaba ni seis meses allí cuando… —En ese momento, levantó la vista y miró a Erika con los ojos anegados en lágrimas; con la mano derecha, todavía oculta dentro del hábito, se levantó la manga del otro brazo. Erika no daba crédito. A Reinhard no le quedaban dedos en la mano izquierda.

—Oh —fue todo cuanto Erika acertó a decir. Avergonzada, trató de desviar la vista hacia algún otro lugar.

—¡Erika! —La voz de Reinhard destilaba desesperación—. Yo actué así a propósito para que creyeras que estaba… muerto. De esta manera no puedo ser el marido de nadie. Desconozco por qué Dios me ha castigado así. —Su voz revelaba un hondo pesar. Se encogió de hombros y comenzó a dar vueltas, desazonado, por la habitación—. ¡No deberías haberme buscado!

—Pero Reinhard…, yo…, tenemos…

La certeza de que Reinhard jamás regresaría con ella golpeó a Erika con fuerza, a pesar de que llevaba tiempo mentalizándose ante la posibilidad de que a su marido le hubiera ocurrido algo y hubiera muerto. El hecho de tenerlo en esos momentos ante sus ojos era peor que cualquiera de sus pensamientos anteriores.

—Erika, créeme: he pensado en ti todos los días. No sabes cuánto me habría gustado hacerte saber que…, pero era imposible, no podía ser. —Reinhard tragó saliva antes de proseguir—. ¿Qué…, qué ha sido de nuestro hijo?

Erika sonrió al pensar en Reiner.

—Oh, Reinhard… ¡Reiner está muy grande! Y algunas veces es tan testarudo como tú —agregó sonriendo.

De Hanni no dijo nada. Como Reinhard no regresaría jamás, Erika decidió sobre la marcha no contarle nada de su otra hija. Si se enteraba, le haría preguntas, pensaría que ella…, ¡no! Ella no había dejado de amarlo en todos esos años, nunca le habría sido infiel.

Hablaron durante toda la noche. Erika descubrió que Reinhard trabajaba como maestro de los niños de la enfermería. Una labor muy contradictoria, pensó para sí. Por mucho que aquellos niños pudiesen crecer con la enfermedad y les aguardase una larga vida, jamás podrían abandonar la leprosería. De todos modos, Erika prefirió no decir nada para no herir a Reinhard.

Reinhard sentía un gran aprecio por el padre Donders. Él era, aparte de dos hermanas auxiliares negras, el único que no estaba gravemente afectado por la enfermedad. La misión que tenía en la vida era mantener la leprosería y encargarse de las relaciones con la administración del país para que aquellas personas disfrutasen de una vida medianamente razonable. Los enfermos de lepra podían llegar a viejos. Lo que sucedía era que ninguna persona quería vivir cerca de ellos. De forma que todos los pacientes del país acababan allí. Reinhard le contó a Erika que, con frecuencia, llegaban botes con esclavos consumidos y medio moribundos. Erika se dio cuenta de lo importante que era aquel trabajo para él y eso la llenó de orgullo.

Cuando comenzó a despuntar el día, ambos guardaron silencio. Parono había anunciado que partiría al amanecer. La separación estaba cada vez más cerca y en esa ocasión sería para siempre. Erika no podía vivir allí y Reinhard no podía viajar a la ciudad ni permanecer entre personas sanas. Ella se sentía confusa. Ya no sabía qué pensar. Hasta el día anterior había abrigado la esperanza de que algún día su marido regresara con ella y la familia volviera a reunirse. Saber que eso no sucedería jamás y que a partir de ese momento tendría que continuar viviendo sola, sabiendo a su marido en la lejanía, un marido que aún no había muerto, pero que tampoco podía decirse que estuviese del todo vivo… Esa situación la desbordaba.

Unas horas más tarde, al subir al barco, se sintió vacía. Contempló, como extasiada, que poco a poco Batavia y la orilla del río se alejaban. Tenía que regresar a la ciudad.

Erika estuvo aturdida todo el viaje de regreso. Pasó hora tras hora sentada en el banco de madera con la mirada perdida en el agua. Ni siquiera abandonó ese lugar en los momentos en que rompió a llover a mares. Al capitán Parono, la mujer, que definitivamente había perdido a su marido, parecía inspirarle lástima. En silencio, le llevó una manta raída y, al ver que no reaccionaba a su presencia, le cubrió los hombros con ella.

Erika estaba completamente sumida en sus pensamientos. Pensaba en su vida anterior con Reinhard, en Alemania, en multitud de imágenes del viaje a Surinam. Unas veces reía y otras se le escapaban las lágrimas. La pérdida amenazaba con desgarrarla por dentro. ¿Qué iba a hacer ahora? Estaba sola con Reiner… y con Hanni. Si en verdad quería regresar a Europa, necesitaba dinero. En la misión no conseguiría ganarlo, tal vez podría volver a trabajar como institutriz…, aunque solo de pensar en la experiencia en la residencia de los Van Drag le entraron escalofríos. No sabía qué iba a hacer, sencillamente no lo sabía. De algún modo, albergaba el deseo de que aquella travesía en el velero no terminase nunca.

Tres días más tarde, Parono se dirigió a ella.

—¿Mevrouw?… ¡Mevrouw! No quisiera molestarla, pero… a mediodía llegaremos a Paramaribo. ¿Sería usted tan amable de…? Quiero decir que si no le importa esperar a que anochezca para bajar del barco.

Erika asintió.

Cuando divisaron las primeras casas, Erika se refugió en la cabina de la cubierta. Parono la saludó con un leve movimiento de cabeza y se concentró de nuevo en el timón.

Poco tiempo más tarde, el capitán atracó a la Vieja Dama en el muelle, se acercó de nuevo a Erika y se retiró la gorra de la cabeza.

—Mevrouw, ya hemos llegado —anunció con suavidad.

Erika le entregó la bolsa de las monedas. No sabía cuánto había dentro, pero seguro que Juliette se había encargado de que hubiese lo suficiente.

Parono abrió el envoltorio para echar un vistazo y asintió.

—Gracias. Ahora tengo que bajar del barco… Mi familia me espera. —Erika asintió—. Entonces usted…

—Sí, permaneceré a bordo hasta que anochezca. Gracias, capitán Parono. Y descuide: este viaje quedará entre nosotros.

Parono le dedicó una sonrisa de agradecimiento y se guardó la bolsa de dinero.

«Un buen hombre», pensó Erika mientras aguardaba escondida a que cayera la noche.

Una vez que hubo anochecido, caminó bajo la oscuridad hasta la misión. No quería despertar sospechas, de modo que se sentó en un pequeño banco del patio y esperó a que amaneciera. El sol despuntaba por encima de los tejados de la ciudad cuando apareció la primera persona: Dodo. La esclava se dirigía todavía soñolienta hacia el pozo del patio y, al ver a Erika en el banco, levantó los brazos. Erika llegó a tiempo de indicarle por señas que no hiciera ruido. Rápidamente, Dodo echó a correr en dirección al banco, mientras hacía aspavientos. Volver a ver a Erika le había producido una sincera alegría.

—¡Misi Erika! Misi Erika, qué lindo verla. Menuda alegría se llevarán los niños. Misi Erika, ¿tiene hambre? Ahora mismo preparo el desayuno —susurró nerviosa.

Las alharacas de la esclava ante su más que discreto regreso a Erika le resultaron un tanto excesivas. Pero así era la vida, su vida, y la vida estaba compuesta de emociones y sentimientos.

—Gracias, Dodo, sí, me encantaría desayunar —respondió dedicándole una sonrisa a la esclava mientras se ponía en pie.

Al poco, Reiner, medio adormilado, irrumpió dando tumbos en la cocina de la misión. Al ver a su madre, los ojos se le abrieron como platos.

—¡Mamá! —exclamó con entusiasmo y se abalanzó a los brazos abiertos de Erika—. ¡Mamá, has vuelto! ¿Qué tal en el río? —Nervioso, Reiner comenzó a lanzar una pregunta detrás de otra, mientras permanecía acurrucado en el regazo de Erika.

Al poco, Klara apareció en la cocina con Hanni. Ella también se alegraba del regreso de Erika. Esta acarició la mejilla de su hija, pero la pequeña solo tenía ojos para Klara, que en ese momento le estaba dando la papilla con una cuchara.

Erika suspiró hondo. Iba a tener que dedicarle más tiempo a la pequeña. Por muy sencillo que resultase entregársela a Klara y dejar que ella la cuidara, Hanni era hija suya. Erika iba a tener que acostumbrarse y asumir que Hanni no tenía culpa de sus orígenes. Y, si de Erika dependía, no los iba a descubrir jamás.

Al verse allí sentada con Reiner en el regazo y envuelta en el trasiego de Dodo y Klara, que atendían sus labores, de pronto se sintió bien. ¡En realidad tampoco se vivía tan mal en aquel país! Europa estaba lejos y, con el paso del tiempo, le resultaba cada vez más ajena. Ahora aquella era su patria y allí se buscaría un hogar para sí y para sus hijos.