CAPÍTULO 3

Erika iba oteando el horizonte sentada sobre un inestable tablón de madera que hacía las veces de banco. En el cielo lucía un sol matutino que calentaba el aire. A lo lejos, todavía se vislumbraba la fangosa zona de la orilla. El capitán dirigía el barco hacia el río Saramacca por el canal de Wanica. Desde allí tenían que recorrer un tramo por la desembocadura hasta el mar y después llegar al río Coppename pasando por el fuerte de Nasáu. Esa era la parte más peligrosa de la travesía. La embarcación del capitán Parono no era, bien lo sabe Dios, muy apta para navegar por mares. Ya en el río se oía crujir y rechinar la madera en cuanto la corriente aumentaba de intensidad. Parono insistía en tranquilizar a Erika. Supuestamente, su Vieja Dama había soportado ya infinidad de viajes. Erika solo esperaba que aquel no fuera el último del maltrecho velero. El lugar donde dormía no era demasiado cómodo. El capitán no le había dejado ni un pequeño rincón para echarse a dormir en la superestructura de la cubierta, donde se encontraba también el timón. Él sí dormía allí, bajo cubierta; si es que dormía en algún momento. Porque, si Erika lo pensaba bien, Parono se pasaba noche y día en su sitio y, solo muy de cuando en cuando, en los tramos en que el río se lo permitía, se sentaba en un taburete junto al timón y colocaba los pies encima. El único indicio de que dormía era que la pipa que asomaba por debajo de su sombrero de ala ancha dejaba de humear.

Parono era un hombre parco en palabras y hablaba muy poco con Erika. Sin embargo, esa mañana le hizo una señal con la mano y con el semblante muy serio le explicó cómo tenía que comportarse en Batavia.

—No toque nada, no coma nada, beba solo agua del barco y ahuyente a los niños cuando se pongan pesados. Tiene que entender una cosa: si la llevo de vuelta a la ciudad y por casualidad usted cayera enferma… y se supiera que fui yo quien la llevó hasta allí, perdería mi licencia.

Erika asintió. Sentía auténtico pánico. No sabía muy bien qué le esperaba en Batavia.

Unas horas después, ya por la tarde, Erika divisó en la orilla del río Coppename los primeros edificios. Parono dirigió su Vieja Dama hacia un embarcadero. En cuanto los habitantes del sanatorio vislumbraron el barco, comenzaron a aglomerarse en la orilla. Cuando se acercaron, Erika advirtió que entre aquella gente había también niños y ancianos. Cuando el barco atracó, un hombre vestido de blanco se abrió paso entre la muchedumbre. Erika había oído que un cura católico dirigía la leprosería desde hacía unos años. En ese mismo instante, percibió el halo de respeto que rodeaba a aquel hombre. Ella ya ni siquiera se consideraba una discípula devota del Altísimo. Los acontecimientos ocurridos y sus propias acciones la habían llevado a dudar de su fe. Aguardó en la cubierta del barco mientras Parono hablaba con el cura. Este levantó la vista en un par de ocasiones con expresión de asombro, pero después asintió y le hizo un gesto para indicarle que bajase.

—Bienvenida a Batavia. Donders es mi nombre. Le ruego que comprenda mi estupor, no acostumbramos a recibir visitas.

Erika agachó la mirada mientras respondía al saludo del padre Donders:

—Mi nombre es Erika Bergmann. Espero que mi inesperada visita no le ocasione ninguna molestia.

El padre Donders meneó la cabeza sonriendo:

—¡No, no! Descuide, mevrouw Bergmann, Parono me ha contado por qué… Es que nos encontramos tan alejados de la ciudad… Estoy convencido de que no habrá ningún problema. —Tras pronunciar estas palabras, adoptó una expresión seria y agregó—: Venga conmigo, daremos un paseo. —Y dirigió a Erika a través de la multitud.

Parono comenzó a descargar las provisiones del barco. Solo permitió que subiera a ayudarlo uno de los hombres; llevaba el miedo a la enfermedad grabado en el rostro.

Erika, en cambio, no se preocupó tanto. El párroco exhibía un aspecto saludable y fuerte, y la mayor parte de las personas que se habían apiñado en el muelle no mostraban síntoma alguno de enfermedad.

Cuando se hubieron alejado un poco de la multitud, el padre Donders volvió a tomar la palabra:

—De forma que viene buscando a su marido…

Al asentir, Erika tuvo que contenerse para no romper a llorar. Abrigaba la esperanza de que el padre no tuviera malas noticias para ella.

Donders, como si hubiera notado la carga que pesaba sobre Erika, le dedicó una dulce sonrisa:

—Puede estar tranquila, su marido está aquí.

Erika no daba crédito a aquellas palabras. Aunque llevaba años ansiando oírlas, y aunque había vivido aferrada a ellas hasta el momento en que había emprendido ese viaje, lo cierto es que no contaba con oírlas ahora. Inmediatamente, las lágrimas le anegaron los ojos.

—¿De veras está aquí? ¿Dónde está? ¿Se encuentra bien?

Donders lanzó un suspiro. Se detuvo y miró a Erika a la cara.

—Mevrouw Bergmann, su marido está como cabría esperar dadas las circunstancias —dijo con cautela—. Debe saber que llegó aquí… no como misionero…, sino como paciente.

Erika sintió que el suelo que pisaba se tambaleaba. Hasta el último segundo que había pasado en el barco estuvo albergando el deseo de que Reinhard se encontrara allí; mejor dicho, se había convencido de que habría llegado allí debido a su fervor y a su dedicación a la misión. Que habría elegido ese lugar por eso. El hecho de que en verdad estuviera allí era extraordinario. Pero que estuviera allí porque… La noticia le cayó como un jarro de agua fría. Tardó unos segundos en recuperar el habla.

—Y ¿puedo…, puedo entrar a verlo a pesar de todo?

—Por supuesto que sí, yo solo quería advertírselo. Acompáñeme, por favor.