Kiri ponía todo su empeño en que Henry no se diera cuenta de que su madre no estaba. Considerando que el niño la aceptaba a ella como sustituta sin rechistar y que era todavía demasiado pequeño para hacer preguntas, la preocupación de Kiri era casi infundada. Ella se sentía muy incómoda en la casa de la plantación. Estar cerca del masra Pieter durante todo el tiempo que él estaba allí y no en los campos o recluido en su laboratorio le resultaba desagradable. Por de pronto, desde que misi Juliette le había hablado del embarazo de Kiri, él no había vuelto a molestarla: no obstante, a ella le daba un miedo terrible que cualquier día cambiara de parecer.
Desde el día en que su misi partió, Kiri dormía en un jergón en la habitación junto a Henry, por la mañana se ocupaba de él en la casa y en cuanto podía se lo llevaba a la aldea de los esclavos.
De vez en cuando, misi Martina mostraba sus reservas al respecto, pero Amru siempre insistía en que Henry estaba con Kiri mejor que con ninguna otra persona. Además, el masra Pieter no se mostraba demasiado entusiasmado cuando Kiri y Henry mantenían demasiado contacto con misi Martina y el pequeño masra Martin.
El masra Pieter solo necesitaba al niño como moneda de cambio por la plantación. O al menos eso le pareció entender a Kiri de las muchas discusiones que su misi había mantenido con el masra antes de marcharse a la ciudad.
La misi se había ido muy a su pesar.
—Kiri, cuando regrese, ¡todo volverá a ir bien! —le había dicho antes de partir.
Kiri tenía todas sus esperanzas depositadas en su misi porque desde que el masra Pieter dirigía la plantación las cosas no hacían sino empeorar. Los esclavos estaban rebelándose y se negaban a aceptar al nuevo masra. Este concedía a los basyas excesivas libertades, que los guardas empleaban sin piedad dispensando a los esclavos un trato mucho más violento de lo necesario. Por otro lado, no permitía que nadie lo aconsejara en los asuntos de los cultivos. En una plantación, pese a todo, había que cooperar y trabajar codo con codo para asegurar la continuidad de los plantíos. Algunos de los esclavos más experimentados en el campo se quejaban de que el masra se estaba equivocando en la manera de organizar los cultivos y decían que la cosecha iba a ser terrible. Pero en cuanto llegaban esos comentarios a oídos del masra Pieter, este ordenaba a los basyas que mantuvieran a los esclavos más controlados. En la aldea de los esclavos todavía se respiraba el temor a que el masra decidiera reemprender sus extraños ensayos médicos.
En cuanto pasó la primera semana, Kiri comenzó a esperar, a diario, el regreso de su misi. Pero la misi no volvía. Kiri se consolaba pensando que la misi debía de tener una buena razón para permanecer alejada tanto tiempo. Pero, a medida que se prolongaba la ausencia, aumentaba su intranquilidad.
—¿Y si la misi no vuelve nunca? —le preguntó un día a Amru.
—Kiri, la misi tiene un hijo aquí —respondió Amru acariciando a Henry en la mejilla—. Volverá, no te preocupes.
Pero a Kiri comenzaron a atormentarla las pesadillas: la misi no regresaba, Pieter educaba a Henry y lo convertía en una persona horrible, ella daba a luz a un niño blanco… Entonces se despertaba sobresaltada y empapada en sudor. ¿Qué ocurriría si resultaba que, en efecto, el niño era del masra Pieter? ¿Lo reclamaría como propio? ¿Lo reclamaría, pero no como a un niño blanco, sino como mano de obra, como esclavo?
Kiri no le había contado nada a Dany de los asaltos de Pieter. Cuando el niño naciera, ya se vería quién era el padre. Kiri temía el instante en que Dany y todos los demás fueran conscientes de que él no podía ser el padre. Tras un sinfín de cálculos y mucho pensar, había llegado a la conclusión de que era muy poco probable que Dany fuese el padre. Aunque el masra Pieter había restringido las visitas de los cimarrones y las permitía muy de vez en cuando, Dany siempre se las arreglaba para colarse y hacerle una visita a Kiri. Ella se sentía halagada. En un primer momento, después del «accidente», se avergonzaba de la cicatriz. Pero un día Dany la agarró del brazo, le acarició el rostro con las puntas de los dedos y le susurró:
—Pequeña Kiri, para mí eres la mujer más hermosa de la tierra.
Kiri no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas. Jamás le habían dicho algo tan bonito. Solo esperaba no defraudarlo. A medida que avanzaba el embarazo, Kiri se distanciaba más de él. Dany se lo tomaba como un cambio de humor, pero esperaba al niño con ilusión.
—Cuando tu misi regrese y todo vuelva a la normalidad en la plantación, le preguntaré a tu misi si podemos casarnos. Por mi parte, podemos casarnos como los blancos.
Kiri deseaba con todas sus fuerzas que Dany estuviese en lo cierto.