CAPÍTULO 1

Julie sudaba bajo el sol de mediodía. Por la mañana, habían caído unos fuertes aguaceros, después el cielo se despejó y al salir el sol las calles desprendían vapor. Julie esperaba, una vez más, a que llegase el capitán de uno de los grandes barcos de carga que solía cubrir la travesía entre Surinam y Norteamérica o Europa.

Cuando, después de dos semanas en la ciudad, dio por agotadas las posibilidades de averiguar el paradero de Jean y no había conseguido obtener una sola respuesta que le permitiese continuar la búsqueda, decidió intentarlo en el puerto. Valerie, que estaba dispuesta a ayudarla en la búsqueda, tampoco sabía qué decirle. Parecía que la tierra se hubiera tragado al contable.

Si había abandonado el país, tal vez alguno de los capitanes recordaría al pasajero. Por desgracia, tampoco estaba teniendo demasiado éxito con esa estrategia, cosa que al mismo tiempo la llevaba a albergar la esperanza de que Jean se encontrase todavía en Surinam. Si, por otro lado, había abandonado el país por la frontera verde, entonces solo el cielo sabría dónde se encontraba.

Los pequeños botes de a bordo del Justine avanzaban con lentitud hacia el muelle. Julie intentó distinguir desde la distancia en cuál de ellos viajaba el capitán. Los marineros, por norma general, no tenían prisa alguna porque no les aguardaba más plan que meterse en una taberna del puerto o visitar a las damas de alguna de las casas sobre las que no convenía hablar en público. Así que no solía resultar difícil localizar al capitán.

—¿Juliette? —Julie pegó un respingo cuando una voz de mujer pronunció su nombre a su espalda. Se volvió, sorprendida, y en ese instante su mirada se topó con unos inocentes y tiernos ojos marrones.

—¡Erika!

Las dos mujeres se fundieron en un abrazo y se estrecharon con enorme cariño. Aunque durante la travesía en barco no habían tenido ocasión de pasar mucho tiempo juntas, se sentían unidas por los sucesos de aquellas semanas. En ese instante, el reencuentro provocó en Julie una inmensa alegría.

—Erika, ¿cómo está? —exclamó emocionada y se alejó un poco de la joven para poder verla. Julie se percató de que, a pesar de la alegría del reencuentro, una sombra oscurecía el rostro de Erika—. ¿Está todo bien? ¿Qué tal le va a su marido? —Erika bajó la mirada con pesadumbre—. ¡Oh! Discúlpeme si he sido… Es que no se imagina cuánto me alegro de verla.

Al oír las palabras de Julie, Erika sonrió un tanto abrumada.

—¡Juliette! ¿Qué está haciendo aquí en el puerto? ¿Espera a alguien?

En esa ocasión, fue Julie quien bajó fugazmente la mirada.

—No, no exactamente —fue su evasiva respuesta.

En ese instante, llegaron a puerto los botes con la tripulación del barco.

—No se marche, Erika, ahora mismo vuelvo.

Julie se dirigió con paso presuroso hacia los hombres. El capitán del Justine era un hombre pequeño y barbudo que lucía un desgastado uniforme. Respondió con un escueto «no» cuando Julie le preguntó si recordaba a un pasajero determinado cuyo aspecto le describió brevemente. Julie no esperaba una respuesta distinta, pero pese a todo se sintió decepcionada.

Abatida, regresó adonde se encontraba Erika, que la estaba esperando a la sombra de un árbol.

—Por su cara, se diría que ha recibido alguna mala noticia.

A Julie la consoló la mirada compasiva de Erika. Aunque llevaban mucho tiempo sin verse, entre ellas se palpaba una agradable cercanía.

—Erika, si a usted le apeteciera… Quiero decir que… No sé si tiene tiempo, pero… ¿Podríamos ir a mi casa a tomar un café?

Erika pareció dudar un instante antes de acceder. Julie se alegró. Rápidamente, llamó a un coche de plaza con la mano y poco después Foni estaba sirviéndoles un humeante café con un pedazo de bizcocho en la casa de la ciudad de la plantación Rozenburg.

—He vuelto a la ciudad hace muy poco tiempo. Mi marido Karl… sufrió un accidente. —Fue como si en su interior se rompiera un dique. Julie no podía parar. Necesitaba desahogarse y aliviar el peso que llevaba acarreando en el alma esos últimos años. Desde la infeliz boda hasta el accidente de Karl o la situación actual en la que Pieter se había apropiado de la plantación e incluso le había arrebatado a su hijo.

Erika escuchó en silencio, mientras asentía con expresión compasiva. Después, relató ella también cómo le habían ido las cosas durante aquellos años. Julie pudo leer en el rostro de su amiga que en varios acontecimientos su relato se quedaba corto. Julie sabía mejor que nadie lo que significaba acarrear un enorme saco de recuerdos desagradables.

Unos días más tarde, Erika invitó a Julie a la misión. A Julie le produjo un gran dolor ver a Reiner jugando por allí plácidamente con otros niños. Echaba de menos a Henry y le remordía la conciencia por haberlo dejado en la plantación. Rápidamente, intentó desterrar ese oscuro pensamiento de su cabeza. No podía dejar la plantación en manos de Pieter sin luchar, tenía que hacer algo y para eso debía encontrar a Jean. ¡Ojalá no estuviera tan condenada a la inactividad en aquella ciudad! No tenía ni idea de dónde buscarlo; y nada, absolutamente nada, permitía deducir adónde podía haberse marchado.

Erika estaba sumida en un estado de ánimo similar. Julie podía percibir la dura carga que suponía para ella la incertidumbre sobre el paradero de su marido.

—¿Y si intentases llegar hasta allí…? Quiero decir, sin salvoconducto… —Las profundas conversaciones estrecharon más aún los fuertes lazos que habían surgido entre ellas y al poco tiempo Julie invitó a su amiga a que se tutearan.

En ese momento, estaban sentadas en el patio de la misión contemplando a los niños. Reiner correteaba alrededor de un árbol con dos niños negros. Hanni se había quedado dormida en el regazo de Erika. Julie se percató de lo distanciada que estaba Erika de la niña. Y naturalmente se dio cuenta también de que, si el marido llevaba tanto tiempo fuera, Hanni no podía ser suya, pero se abstuvo de preguntar. En algún momento, Erika se sentiría en confianza y acabaría contándoselo, o tal vez no.

Julie no quería empañar aquella nueva amistad con preguntas inoportunas.

—Lo peor que podría suceder sería que te enviasen de vuelta con las manos vacías.

—Pero si consigo llegar a… Tú ya sabes adónde —susurró Erika. No quería mencionar el nombre de Batavia en el recinto de la misión, porque si llegaba a oídos de Klara que seguía planteándose la posibilidad de ir…—. Después igual no consigo volver. No sé cómo manejan las cosas allí.

—Bah, pero no pueden retenerte allí. —Julie no sabía mucho sobre Batavia, pero el asunto no podía ser tan grave—. Erika, es un sanatorio, no una prisión.

—Pues precisamente por eso. Aunque consiguiera regresar a la ciudad, si alguien se enterase de que he estado allí, seguramente me encerrarían por temor a que pudiera contagiar la enfermedad.

Ciertamente, Julie no podía rebatirle ese argumento. Los habitantes de Paramaribo estaban escaldados. En los últimos años, infinidad de epidemias habían asolado la ciudad y afectado sobre todo a la población blanca. El miedo a cualquier nuevo brote era más que palpable. Todo aquel que entrase por voluntad propia en un pabellón de leprosos constituía un peligro potencial, y eso a pesar de que nadie sabía exactamente cómo se transmitía la enfermedad.

A Julie se le ocurrió una idea.

—A lo mejor puedo ayudarte.

Erika la miró con sorpresa.

—¿Tú?

Julie se encogió de hombros.

—En las últimas semanas he conocido a casi todos los capitanes del puerto. Entre ellos es probable que se encuentre el que lleva el barco de provisiones a Batavia.

Un brillo de esperanza iluminó los ojos de Erika.

—¿Y crees que me dejaría viajar a bordo?

—Bueno, supongo que oficialmente no, pero esta gente del mar está dispuesta a aceptar dinero a cambio de favores así.

El atisbo de esperanza se desvaneció de inmediato.

—¿Dinero? Yo no tengo dinero.

Julie posó la mano sobre el brazo de Erika.

—Erika, vamos a ver primero si podemos localizar a ese capitán, y lo demás ya se verá. No te preocupes por el dinero, ya nos las arreglaremos.

—Pero ¡no puedo aceptar tu dinero!

Julie rechazó las palabras de Erika con un gesto.

—Eso no debe preocuparte en absoluto, Pieter me tiene bien atendida y a mí me encantaría que el dinero que me da sirviera para un buen fin. —Julie tendría que recurrir a sus ahorros, pero de eso Erika no tenía por qué enterarse.

—¿Y qué pasará con Klara? Si descubre que yo…

Julie interrumpió el discurso de Erika.

—¿Y por qué iba a descubrirlo? Puedes decirle que vas a hacer una visita a la plantación en la que trabajaste.

A Erika se le petrificó el rostro.

—¡No! —exclamó fuera de sí. En su voz pudo percibirse el pánico.

—Erika, ¡tranquilízate! ¡Es solo una excusa, pero no tienes que ir! Bastará con que lo digas.

Erika respiró hondo y entonces asintió con la cabeza.

—Pero ¿qué hago con los niños?

—Yo voy a estar aquí y, con lo que le gustan a Klara los niños, seguro que no tendrás problema.

A Erika no acababa de convencerla todo aquello.

—¿Y la enfermería? Klara se enfadará conmigo si me marcho.

—Vamos, antes de que tú volvieras la llevaba ella sola. Si todo sale bien, no te ausentarás muchos días, y yo creo que todavía me quedaré algunas semanas más en la ciudad, hasta que…, así que podría venir a ayudarla. —A decir verdad, Julie había perdido toda esperanza de encontrar a Jean. Pero si por lo menos Erika conseguía salir con éxito del empeño de encontrar a su marido… Y, por mucho que Julie echase de menos a su hijo, todavía no estaba decidida a emprender el regreso a Rozenburg. Tenía la impresión de que ese paso sería definitivo y todavía no quería afrontarlo.

—¡El barco ni siquiera tiene nombre! —susurró Erika cuando Julie y ella se acercaron en el puerto al pequeño junco que, según los datos que Julie había conseguido reunir, transportaba las provisiones a Batavia. La embarcación se hallaba amarrada en uno de los rincones más recónditos del puerto. Julie comprendía perfectamente el recelo de su amiga. La verdad era que no parecía cuidado con el mismo esmero que otros barcos del puerto. En las paredes del casco se veían grandes desconchones de pintura y las coloridas velas tenían remiendos de toda clase.

—No sé yo si… —titubeó Erika.

—Vamos, todavía flota en el agua. —Julie continuó avanzando hacia el bote. En la cubierta había un mulato que, con un martillo, reparaba la desvencijada superestructura. Julie se detuvo en el muelle y carraspeó con fuerza. El griterío de las aves marinas del puerto camufló el eco del carraspeo. Se volvió hacia Erika, encogió los hombros y exclamó elevando el tono:

—¿Hola? —En ese momento el hombre de piel oscura reaccionó y se volvió con sorpresa—. Buscamos al capitán de este barco.

El hombre dejó el martillo y se asomó por la borda.

—Yo mismo. ¿Puedo ayudarlas, señoras?

A juzgar por su expresión, Erika parecía estar a punto de salir corriendo. Julie la agarró de la manga y la empujó hacia la borda del barco para no tener que hablar tan alto. No tenía por qué enterarse todo el puerto de lo que habían ido a preguntar.

—Eh… ¿Es este el barco que sale para Batavia?

El mulato esbozó una amplia sonrisa.

—Sí. ¿Tiene usted a alguien a quien… haya que llevar para allá?

—No… sí… Bueno, nosotras…

¿Acaso los habitantes de la ciudad enviaban allí a los enfermos? En ese momento, el hombre recorrió un tramo más de la barandilla, abrió una portezuela en la pared de la borda y extrajo una pasarela que colocó sobre el embarcadero.

—Tal vez las señoras preferirían hablar de esto en el barco.

Julie empujó a Erika y susurró:

—Venga, ¡ve para allá!

Erika adoptó una postura rígida y avanzó delante de Julie por la tambaleante pasarela de tablones.

Una vez en la cubierta, el capitán las miró expectante.

—Verá, mire usted… —intentó explicarle Julie—, se trata de que a alguien le gustaría ir para allá, pero no exactamente… bueno, no es fácil conseguir un salvoconducto.

El semblante del hombre se puso serio.

—Ya entiendo. Pero imagino que las damas ya saben que en Ba…, que allí no… Bueno, quiero decir, que lo que hay allí es una casa de reposo, ya me entienden.

En ese momento Erika recuperó el habla.

—Sí, lo sabemos. Yo… Mi marido… Creemos que él puede estar allí.

—Entonces usted lo que quiere es ir a… ¿Su marido tiene…? Quiero decir…, ¿es paciente?

—No. Creo que… Bueno, no lo sé, en realidad trabaja como misionero.

—Hum, sí, allí hay dos misioneros blancos. Pero yo no entro en la leprosería. A uno suelo verlo siempre desde lejos; al otro no lo veo nunca.

Julie volvió a intervenir.

—¿Usted estaría dispuesto a llevar a alguien hasta allí? A cambio de una recompensa, se entiende.

El hombre se quedó pensando.

—¡Por favor! —Erika lo miró con sus inocentes ojos de carnero.

El hombre arrugó la frente.

—Bueno, no será barato, yo corro un riesgo considerable, no sé si me entienden. Y además habría que establecer unas reglas muy claras. Reglas que seguir en el barco… y sobre todo allí.

A Julie se le iluminó la cara.

—¡Eso no es ningún problema! —exclamó y le dio un codazo a Erika para animarla—. ¿Cuándo…, cuándo tiene usted pensado zarpar?

—Partiré dentro de tres días, como muy pronto…, y sería conveniente que usted —agregó lanzándole una elocuente mirada a Erika— embarcase ya la noche anterior. Todo lo demás acabaremos de arreglarlo después.

Klara la miró con recelo cuando Erika anunció con voz un tanto temblorosa que tenía que irse de viaje unos días a la plantación donde había trabajado, pero se limitó a decir:

—Claro que puedo encargarme de cuidar a los niños.

Reiner estaba quejumbroso, no le hacía ninguna gracia que su madre quisiera emprender una aventura sin él.

—Dentro de unos días estaré de vuelta, Reiner —le aseguró Erika para tranquilizarlo.

Lo cierto era que no se habían preocupado de preguntarle al capitán cuántos días duraría el trayecto. Pero seguro que no se ausentaría más de una semana.

Para que su partida nocturna no levantase sospechas en Klara, Erika pasó las últimas horas antes de zarpar en casa de Julie. Pensar en dormir era imposible. Las mujeres se sentaron una frente a otra en silencio. Julie pensaba en Jean. Ojalá se le ocurriera alguna idea que la ayudase a encontrarlo.

Erika suspiró por lo bajo. Julie sabía que en el fondo a Erika la asustaba la posibilidad de reencontrarse con su marido. Debía de tener algún motivo para haberse pasado los tres últimos años sin dar noticias, dado que, por lo menos, sí que había tenido la posibilidad de escribir una carta a la misión. Julie no presentía nada bueno. Pero también sabía que Erika necesitaba cerciorarse de qué ocurría; comprendía perfectamente cómo se sentía su amiga.

Hacia el final de la noche, ambas se dirigieron al puerto. Julie dio órdenes a Hedam, el viejo esclavo patituerto, de que las acompañara. A esas horas, no había coches de plaza y era demasiado peligroso que dos mujeres anduvieran por la calle en plena oscuridad. Y aunque no podía decirse que Hedam fuese una gran protección, ella podía contar con su discreción absoluta. Por primera vez, Julie se alegró de que los esclavos no pudieran hacer preguntas. Hedam siguió a las mujeres por las oscuras calles del puerto hasta llegar a una embarcación en el último rincón del muelle. Una pequeña lámpara se bamboleaba sobre la cubierta y alumbraba la pasarela de madera que conducía hasta el barco.

—¡Toma! —Julie le puso a Erika en la mano un pequeño envoltorio con monedas—. Para el trayecto y para cualquier otra cosa que puedas necesitar.

Erika vaciló mientras contemplaba el regalo. Julie sabía que a su amiga le resultaba muy difícil aceptar el dinero.

—No te preocupes por nada. ¡Ve y encuentra a tu marido! —la animó Julie y, antes de que Erika pudiera responder, la empujó hacia la pasarela que llevaba al barco.

En la superestructura de madera que hacía las veces de refugio apareció la figura del capitán.

—¡Suba, suba! —gritó haciéndole una señal a Erika y saludó fugazmente a Julie. Esta se apresuró a abandonar el barco.

Ahora solo Dios sabía qué le iba a deparar el futuro a Erika. Julie solo esperaba que el Señor tuviera a bien proteger a su fiel discípula. No cabía la menor duda de que Erika solo le había contado una parte ínfima de sus vivencias en Surinam. Julie suponía que tendría sus razones para ocultar el resto. En aquella cálida noche de junio, recorrió las calles de regreso a la casa de la ciudad enfrascada en sus pensamientos.