CAPÍTULO 11

—Karl, solo con que gracias a esto la mitad de los negros ya no tengan fiebre tan a menudo, habrás salido ganando.

Pieter llevaba varios días tratando de persuadir a su suegro. No paraba de insistir en que la fórmula que había desarrollado era completamente segura, como habían demostrado los experimentos con indios. Mientras intentaba convencerlo, golpeaba con el dedo sobre un fajo de papeles que se empeñaba en ponerle delante a Karl, pero este se negaba a leer el artículo.

Julie arrugó la frente. Estaba sentada a la mesa, Martin ocupaba ya su propia sillita y Henry dormía tranquilo en una cesta junto a ella. En su interior, albergaba la esperanza de que Karl no cediera a los ruegos de Pieter. Aquellos experimentos médicos le resultaban sospechosos, pero no se atrevía a decirlo en voz alta para no provocar conflictos. Desde el nacimiento de Henry, Karl estaba mucho más afable. En ocasiones, incluso le recordaba al hombre con el que se había casado en los Países Bajos, pese a que su amabilidad iba más dirigida al niño que a Julie. Pieter, en cambio, cada vez estaba más celoso, era obvio, pero, como desde el incidente con los niños no mantenía una relación demasiado buena con su suegro, se reprimía. Pasaba la mayor parte del tiempo en su laboratorio, como él lo llamaba, que era la casa de invitados. Martina, Julie y los niños estaban tranquilos en la casa de la plantación. Desde que Henry había nacido, Martina se mostraba más retraída. La actitud relajada que había empezado a manifestar después de la boda se había enfriado notablemente: al fin y al cabo, Henry era un hermanastro con el que no contaba. Y eso de tener que compartir el favor de su padre…

A Martin le costaba aceptar al nuevo miembro de la familia y, cuando tenía la sensación de que todo el mundo se ocupaba solo del bebé, se echaba a llorar para llamar la atención.

—Pieter cree que puede ganar mucho dinero si introduce el medicamento en Surinam. —Como de costumbre, Martina procuraba hablar bien de las ocurrencias de su marido.

—Pero las cosas os van bastante bien. —Julie no comprendía la avaricia de Pieter.

—Sí, bueno, pero ahora que está Henry… Padre no oculta que le gustaría que Henry se hiciera cargo de la plantación.

Julie se echó a reír.

—Pero Martina, si no es más que un mico —respondió Julie señalando la cestita, entre risas—. Hasta que tenga edad para dirigir algo aquí…

De todos modos, las palabras de Martina le hicieron tomar conciencia de lo que realmente significaba el nacimiento de Henry: era el sucesor de Karl, el heredero varón de Rozenburg, aunque en realidad no fuera hijo de Karl. Enseguida trató de no pensar en eso. Henry era hijo de Karl, y no había más que hablar.

Finalmente, Pieter consiguió respaldo donde menos lo esperaba. Desde hacía un tiempo, los ánimos en la aldea de los esclavos estaban caldeados por el tema de la abolición de la esclavitud. A pesar de que no se iba a implantar hasta 1863, comenzaba a respirarse una mezcla de miedo y esperanza. Era palpable.

De forma insólita, aquella inquietud proporcionó a Pieter un argumento válido.

—Precisamente por eso, tenemos que empezar ya.

Karl estaba indignado con la decisión del gobierno de abolir la esclavitud. Como tantos otros propietarios de plantaciones, lo preocupaba mucho perder la mano de obra barata, y más aún después de las ideas que Pieter le inculcaba.

—¡Ya no podrás comprar esclavos con tanta facilidad, Karl! Tendrás que explotar la finca con lo que hay.

En ese aspecto, hasta Julie tuvo que darle la razón a Pieter. Había reflexionado mucho sobre aquello: si en la colonia ya no estaba permitido el comercio con esclavos y quedaba totalmente suprimida la esclavitud, los propietarios de las plantaciones se enfrentarían a un problema irresoluble. ¿Cómo iban a mantener a los esclavos en las plantaciones?

—Ya se les ocurrirá una solución —gruñó Karl, malhumorado.

—Pero sería una gran ventaja que los negros gozaran de una salud mejor.

Era obvio que Pieter empezaba a sacar de sus casillas a Karl y que este quería dar por zanjado el tema de una vez por todas. Julie no podía creer lo que estaba oyendo cuando su esposo dijo:

—Bueno, haz lo que tengas que hacer, pero deja a los niños y las mujeres al margen y escoge solo a algunos hombres prescindibles.

—¡Karl! —exclamó Julie indignada, levantándose de un salto—. ¡No puedes permitirlo! —Estaba realmente enfadada.

—Siéntate, Juliette —le ordenó Karl.

—¡Karl, por favor! —le suplicó ella.

Karl no se inmutó.

—He dicho que te sientes. Pieter tiene razón, tenemos que ver con qué podemos contar hasta el año que viene, y para eso hay que empezar ahora. Y si su pócima realmente sirve de ayuda…

—Si funciona, el año que viene, para la cosecha, tendríamos hasta un tercio más de personas, que de lo contrario no acudirían por culpa de la maldita fiebre. —Pieter se recostó en la silla con aire triunfal.

—Tal vez deberías probar antes el remedio tú mismo —le replicó Julie. Recordaba muy bien su sonrisa maliciosa de la última vez, cuando sus experimentos causaron vómitos a los niños. «Se recuperarán», fue la sentencia lapidaria de Pieter. Al principio, cuando Karl lo hizo responsable, se mostró muy tranquilo, seguramente para calmar a su suegro, pero no fue ni una sola vez al poblado a ver a los niños.

—¡Juliette! —El tono severo de Karl no dejaba lugar a dudas: la discusión había terminado.

Julie se sentía impotente. La indignaba profundamente no poder influir en la situación y que todo quedase en manos de Pieter. Lo único que podía hacer en ese sentido era vigilarlo personalmente. En su opinión, Pieter escogió un número excesivo de hombres. Estos aguardaban el «tratamiento» con expresión miedosa bajo el tejado de la gran casa comunitaria.

En la puerta había dos guardas apostados, para que ningún esclavo se atreviese a oponer resistencia.

—No os pasará nada, el remedio os ayudará —consolaba Julie a aquellos hombres para tratar de tranquilizarlos, aunque ni ella misma se lo creía.

Pasada una hora, todos recibieron una inyección y regresaron a toda prisa a la aldea de los esclavos.

—¿Cuánto tiempo tiene que pasar para saber si ocurre algo? —Aunque evitaba dirigirse a Pieter, Julie no pudo reprimir la pregunta.

Pieter esbozó una sonrisa burlona.

—Querida suegra —replicó en tono soberbio—, no pasará nada, salvo que estos hombres dejarán de sufrir ataques de fiebre.

Su actitud arrogante sacaba de quicio a Julie.

—Bueno, eso espero…

Al cabo de tres días exactos, empezaron a desfallecer los primeros negros.

—Son efectos secundarios normales —los informó Pieter, convencido aún de las bondades del remedio.

Un día, Karl se fue a la ciudad. Esa misma tarde murió el primer hombre.

Al día siguiente por la mañana, Amru estaba nerviosa y distraída. Julie jamás la había visto así.

—¿Ocurre algo, Amru? —le preguntó, preocupada.

—No, misi… Hay un problema en la aldea —dijo Amru, con la voz entrecortada y la angustia reflejada en los ojos. Julie enseguida sospechó.

—¿Qué pasa? ¿Es que Pieter ha vuelto…?

—No, misi, pero… Esta noche han huido algunos de los hombres a los que masra Pieter trató.

—¿Han huido? —Julie no se lo podía creer. Abandonar el terreno de la plantación estaba penado con un severo castigo.

—Los hombres tienen miedo, misi, prefieren…

Julie se lo imaginaba: si el curandero del poblado no podía hacer nada más, los esclavos iban a consultar al curandero de cimarrones. No lo hacían porque tuviera mejores conocimientos médicos, sino porque los esclavos creían que ese hombre tenía un contacto más directo con los espíritus que su chamán.

—Piensan que van a morir —anunció Amru con la mirada gacha.

Julie tragó saliva.

—Y no puedo reprochárselo. ¿Ya lo saben los basyas?

Si desaparecía un esclavo, los guardas tenían órdenes estrictas de salir a buscarlo de inmediato con los perros. Y cuando esos animales amaestrados, una vez sueltos, lograban atrapar a un negro… Julie se estremeció. En el campo de la plantación, le había visto las heridas de mordeduras cicatrizadas a un anciano esclavo. En comparación con los perros, el látigo era un mal menor, eso lo sabían todos los esclavos. Amru negó con la cabeza.

—Bien. —Si los guardas no lo sabían, existía al menos la posibilidad de que aquello acabara bien. Era el momento de actuar—. Pero los hombres quieren volver, ¿no?

Amru asintió, nerviosa.

—¡Por supuesto, misi, todos tienen familia aquí!

—Dios mío, pero ¿dónde se ha metido? —Julie llevaba más de dos horas con Kiri junto al río. Estaban esperando a Karl. Julie no paraba de correr por la orilla, nerviosa, seguida por Nico, que revoloteaba igual de inquieto.

A Julie le pareció que lo mejor era ir a buscar a Karl al río. Tenía que oír su versión de lo ocurrido y tal vez así podría convencerlo de que esperase a que los hombres regresaran por su propio pie en lugar de organizar una cacería de esclavos.

—Juliette, ¿qué haces aquí a oscuras, en el agua? —espetó Karl, enfadado, al verla allí.

—Karl, tenemos que hablar, Pieter…

—Hoy no, Juliette, estoy cansado. Aiku, lleva mis cosas a la casa. ¡Y tú, bicho, fuera! —Le dio una patada a Nico y algunas de sus plumas salieron volando. El pájaro desapareció en la oscuridad.

A Julie le costaba respirar y estaba a punto de estallar de rabia, pero se contuvo porque tenía una misión más importante. Pese al mal humor de Karl, tenía que intentar hablar con él.

—Karl, por favor, es importante, Pieter ha… Los hombres…

—¿No puede esperar a mañana? —Con brusquedad, Karl empujó a Julie a un lado para abrirse paso hacia la casa.

—¡Karl! Ya ha muerto un hombre… Los demás…

Karl se dio la vuelta.

—¿Cómo dices? —En ese instante a Karl se le ensombreció la mirada y acto seguido se dirigió a la aldea de los esclavos. Por el camino, entre las sombras de los setos que flanqueaban el sendero de la aldea, apareció Jenk.

—Masra Karl.

—Jenk, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no estás en el poblado? —Karl parecía muy sorprendido.

—Masra Karl, por favor. —Jenk se colocó de rodillas delante de su masra—. Los hombres… tienen miedo… Volverán. —En el fondo, como chamán y curandero, Jenk era también el jefe de los esclavos. El peso de todo lo que ocurría en el poblado recaía inevitablemente sobre sus hombros.

—¿Volver? ¿Eso significa que…? ¿Los guardas están ya en camino?

Jenk negó con la cabeza sin levantar la mirada.

—Masra, le aseguro que volverán, por favor…

—¿No has informado a los guardas?

—Karl, por favor, escúchale. —Julie se temía lo peor.

—No te metas, ¿es que querías proteger otra vez a tus amigos negros? —se encolerizó Karl.

—Karl, si Pieter no…

Karl se volvió hacia Jenk y agarró el látigo que llevaba siempre en el cinturón.

—Que me traiciones y encima a mis espaldas… Hay negros rebeldes por todas partes… —El primer latigazo le dio en los hombros—. Si alguien huye, tienes que comunicarlo… —El siguiente latigazo le dio más abajo.

—¡Karl, para! —Julie quiso interponerse entre Karl y Jenk, pero Kiri se le adelantó. Con mucho arrojo, apartó a un lado a su misi antes de que recibiera el siguiente golpe. Julie tropezó y cayó de rodillas, de modo que Kiri recibió un latigazo en toda la cara y cayó al suelo.

—¡Maldita panda de negros! ¿Ahora se van a volver todos unos díscolos? ¡Esto es increíble! —bramó Karl enfurecido.

—¡Karl, para!

Pero Karl estaba fuera de sí y volvió a levantar el brazo para pegar a uno de los esclavos que estaban en cuclillas delante de él. Kiri se tapaba la cara con las manos y Jenk estaba agachado a la espera del siguiente latigazo.

Julie se acercó a Karl dando tumbos, estaba como poseída por el horror de aquella escena. ¡Esa gente no había hecho nada! Se golpeó la pierna contra algo duro y lo agarró por instinto. Comprobó con asombro que lo que sostenía en la mano era un remo.

—¡Karl! —gritó, desesperada, pero este estaba concentrado en sus víctimas. A Kiri le corría mucha sangre entre las manos, Julie casi podía olerla y, de pronto, comprendió que Karl iba a matar a la chica si ella no hacía nada por impedirlo. Julie hizo acopio de todas sus fuerzas y enarboló el remo en el aire. Cuando le dio a Karl en la nuca, se oyó un ruido sordo. Karl se quedó inmóvil un instante y giró la cabeza. Lanzó una mirada a Julie que reflejaba su asombro. Luego se derrumbó en suelo como un árbol que se desploma. Julie dejó caer el remo a un lado y fue corriendo hacia Kiri, que estaba acurrucada en el suelo, sollozando.

—Kiri, ¿estás bien, Kiri? —le preguntó con ternura. Julie le apartó las manos de la cara con cuidado—. Kiri, déjame, ver, por favor. ¡Kiri!

Cuando finalmente la muchacha se descubrió, Julie se quedó boquiabierta. El latigazo le había cruzado el rostro. A la altura del párpado izquierdo tenía una profunda herida en la piel; brotaba tanta sangre de ella que Julie no le veía el ojo.

—¿Jenk? —exclamó con un hilo de voz—. ¡Jenk, tenemos que ayudarla!

Cuando Julie se dio la vuelta, vio a Jenk inclinado sobre Karl. Jenk también tenía los hombros llenos de cardenales ensangrentados.

—¡Jenk!

—Misi Juliette…, el masra, creo que…

—¡Ven aquí a ayudarme! —exclamó Julie, esta vez casi gritándole, mientras intentaba incorporar a Kiri. La muchacha parecía inconsciente, estaba como dormida en brazos de Julie.

—¡Por todos los espíritus! —Jenk se colocó junto a Julie y examinó la herida de Kiri.

—Jenk, ayúdala, por favor, ¡tienes que ayudarla!

El anciano se agachó y levantó a Kiri en brazos a pesar de sus propias heridas.

—Voy a llevarla a la aldea, misi. —Julie también se levantó para seguirlo—. No, misi —dijo Jenk, con firmeza, y le señaló a Karl—. Misi debería… El masra.

En ese momento, Julie se volvió hacia Karl, que yacía en el suelo, inmóvil.

—¿Está…?

Jenk asintió, se volvió y se marchó con Kiri.

Julie se quedó petrificada. Pero ¡si solo le había dado un golpe! ¡No podía ser! Karl era un hombre fuerte… Aturdida, se arrodilló junto al cuerpo inerte de Karl. ¡Karl estaba muerto! Julie se sentía confusa. No quería a aquel hombre, no, pero en cierto modo… tampoco deseaba eso. Al fin y al cabo, era él quien la había traído a este país. Era su marido. ¡Era una asesina! No… Había sido en defensa propia. Pero ¿la creerían? ¿Qué ocurriría a partir de entonces? A Julie le daba vueltas la cabeza. ¡Henry! ¿Y si la detenían? Un accidente… ¡Había sido un accidente! ¿Qué iba a hacer ahora?

Agarró el remo y lo observó por un instante, luego lo lanzó al río. Cuando se lo llevó la corriente, dio media vuelta y se fue corriendo hacia la casa.

Pieter y Martina estaban en el salón.

—¡Pieter! —gritó desde la puerta, sin aliento—. Pieter… Karl ha resbalado en el río y… una piedra, creo, había una piedra… y él…

Pieter se levantó de un salto y salió corriendo.

—¡Oh, Dios, padre! —Martina también quiso salir corriendo tras él, pero Julie la agarró del brazo.

—Martina, quédate aquí.

—Pero tengo que… —replicó intentando soltarse.

—¡Martina! —insistió Julie y sacudió la cabeza con vehemencia.