CAPÍTULO 8

—Entonces ¿cómo se llamará?

Klara mecía en sus brazos a la niña recién nacida. Su rostro, que solía mostrar una expresión adusta, reflejaba una enorme alegría. Erika, en cambio, yacía en la cama mirando al rincón. Aquella noche, además del temporal que había asolado el país, ella había tenido una hija. No sabía cómo llamarla, pues hasta el último momento había estado intentando ignorar el embarazo. Ni siquiera al levantarse de la mesa después del desayuno, cuando supo que estaba a punto de dar a luz porque notó que el líquido amniótico le recorría las piernas, quiso darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.

Durante las contracciones, se sintió como si observara a distancia lo que sucedía. Como si no fuera su cuerpo el que ahora tenía que soportar el momento más doloroso de las humillaciones infligidas por Ernst van Drag.

—Erika, dime, mírala, es tan dulce… —dijo Klara, que no la dejaba tranquila.

A Erika le vino de pronto a la cabeza el nombre «Hanni».

—Hanni —dijo Erika con un hilo de voz y se volvió hacia ellas.

—Hanni, sí, Hanni es un nombre bonito —contestó Klara, satisfecha—. Bueno, ahora tengo que ir a la misión a ver si todo está en orden y luego vuelvo…, pequeña Hanni.

Dejó al bebé en brazos de Erika y desapareció. Erika no se atrevía a mirarlo, pero cuando este empezó a hacer ruidos insistentes no pudo evitarlo. Desvió la mirada vacilante hacia la niña y la observó con detenimiento. No, no le veía ningún parecido con el padre, pero tampoco sentía nada por aquella criatura. La primera vez que había tenido a Reiner en brazos estaba exultante de amor y felicidad. Ahora no sentía absolutamente nada en su interior. Si por lo menos Reinhard…

Se colocó el bebé en el pecho, con un leve suspiro. No paraba de repetirse que la niña no tenía la culpa, ¡no tenía la culpa!

Reiner, en cambio, estaba entusiasmado con su hermanita. Desde el primer día, trató a Hanni con el cuidado y la curiosidad que solo un niño de casi dos años podía demostrar. Seguía con atención los solemnes discursos que le daba Klara: esa era su hermanita, a la que él debía amar, respetar y proteger. Él la escuchaba muy serio y asentía con la cabeza.

Hanni era un bebé tranquilo y fácil, y eso hacía que Erika a menudo simplemente se olvidara de ella. Si la pequeña dormía, Erika se dejaba la cestita por ahí. Pese a los reproches iniciales de Klara, retomó la actividad en la enfermería.

—Tienes que pensar primero en ti y en el bebé, Erika.

Pero eso era justo lo que Erika no quería: pensar en la niña. Si Hanni lloraba un poco al despertarse, Erika siempre esperaba a ver si Dodo o Klara, que estaban muy pendientes de la niña, querían ocuparse de ella. Solo cuando realmente no encontraba a nadie, sacaba a Hanni de la cesta, le daba de comer con rapidez y volvía a colocarla en su sitio.

De vez en cuando, a Erika la asaltaban los remordimientos. No era una buena madre para esa niña, pero tampoco era su madre por voluntad propia.

Después del parto, esperó impaciente unas semanas. Habría preferido ir lo antes posible a la gobernación de la colonia a solicitar el salvoconducto para Batavia, pero Klara no le quitaba ojo de encima. Temerosa, Erika intentó explicarle de nuevo sus motivos.

—Tengo que encontrar a mi marido —dijo, suplicante.

—¡Antes de nada tienes que cuidar de tus hijos! —contestó Klara con firmeza, aunque la preocupaba más Hanni que Reiner.

A Erika no le quedó más remedio que ir a escondidas a la gobernación de la colonia. Por desgracia, no recibió el documento tan rápido como esperaba. Tras varias visitas y después de rellenar infinidad de formularios, por fin consiguió hablar con el empleado responsable.

—A Batavia, ya veo. —Aquel hombre, pequeño y rollizo, cuyo rostro a Erika le recordaba el de un gorrino, se colocó bien las gafas. Luego miró a Erika con sus acuosos ojos azules y sacudió la cabeza.

—Bueno, mevrouw Bergmann, no sé…, no sé…

Erika se encontraba al borde de la desesperación porque, además de que tenía que mentirle a Klara cada vez que quería ir a la oficina, los continuos desplantes y los impasibles funcionarios la sacaban de sus casillas.

—¡Solo quiero saber cómo está mi marido! —exclamó.

—Mevrouw, entiendo su necesidad, pero no es tan fácil conseguir un salvoconducto. Quiero decir… No querrá quedarse allí, ¿verdad?

—No, yo… tengo hijos —confesó Erika.

—Mire, ir hasta allí es una cosa, pero volver es muy distinto. Aquí somos responsables de toda la ciudad. Ha sido un alivio que en Batavia se estabilizase la… problemática. Si todo el mundo pudiera andar de acá para allá como le viniera en gana… —El hombre ladeó la cabeza—. Me temo que no puedo expedirle el salvoconducto.