CAPÍTULO 7

¡Había funcionado! De verdad había funcionado, aunque hubiera tardado mucho. Kiri estaba segura de que por fin su ritual nocturno había dado su fruto: los espíritus la habían escuchado, la misi estaba embarazada. No se lo había dicho todavía directamente, pero Amru se lo había dado a entender con indirectas. Y luego estaban los mareos continuos de la misi… Kiri lo había visto en las mujeres esclavas, era una señal inequívoca.

De todos modos, a Kiri la sorprendía que, al parecer, la misi no le hubiera contado a nadie su embarazo. La propia Amru, que sin duda lo sabía, oficialmente no estaba al corriente. No le correspondía a Kiri juzgarlo, pero con el tiempo se había impacientado un poco. Ahora, iba andando alegre entre las cabañas de la aldea de los esclavos. Era última hora de la tarde, le había preparado un baño a la misi y ya podía irse.

Kiri estaba convencida de que cambiarían algunas cosas. Si el masra por fin tenía un hijo con la misi, y en especial si tenían un varón, renunciaría a su escapada semanal a Paramaribo. Kiri sabía muy bien lo que el masra iba a buscar. Lo mejor era que el masra Pieter se quedaría pasmado. Kiri soltó una risita. A todos los esclavos les ponía nerviosos el masra Pieter y, cuando empezó a correr el rumor de que un día se haría cargo de la plantación, con misi Martina a su lado, los esclavos se indignaron mucho. En realidad, no tenían elección y Kiri sabía que todo su enfado no servía de nada, pues los esclavos no podían escoger a su amo. Cuando un masra era bueno con ellos, trabajaban para él con buen ánimo; el masra Pieter, en cambio, se había ganado su antipatía: su grosería, sus órdenes sin sentido a los basyas y, últimamente, sus peculiares experimentos con la medicina…

Misi Juliette era distinta. Los esclavos confiaban en ella, nunca se enfadaba y siempre había hecho todo lo posible por que estuvieran bien. Si su hijo heredaba aunque solo fuera la mitad de lo que misi Juliette era, sería un masra respetado. Ojalá masra Karl no fuera su padre, de él no había mucho que aprender. Pero de eso seguro que se encargaría la misi.

—¿Por qué estás tan contenta hoy? —Kiri se estremeció al notar que alguien la agarraba del brazo y la empujaba detrás de una cabaña.

—¡Dany! —exclamó asombrada y sintió que le daba un vuelco el corazón—. ¿Tienes que darme estos sustos?

Dany le sonrió con cariño.

—Eh, ¿qué tal un poco de alegría? ¡Hace mucho que no nos vemos!

Kiri no opuso resistencia cuando él la estrechó entre sus brazos. Tenía razón, la última vez que lo había visto había sido antes de ir a la ciudad con la misi.

—Bueno, cuéntame, ¿por qué estás tan contenta? ¿O estabas tan feliz solo de pensar en mí? —preguntó mientras le daba un mordisquito en el cuello.

—Dany, no… —repuso ella apartándolo un poco con suavidad.

—Vamos, los demás ya están en la barca, tengo que irme ya, pero todavía esperaba encontrarte.

Sintió que la estrechaba con sus fuertes brazos y que de nuevo la atraía hacia sí.

Se oyó un silbido a lo lejos.

—Tengo que irme, pequeña Kiri —le susurró al oído—. Pero estaremos de vuelta dentro de tres semanas. ¿Me esperarás?

Kiri no tuvo opción de contestar, pues él la besó de nuevo en la boca y se marchó. Su corazón se fue serenando poco a poco. Latía como si llevara horas corriendo. ¡Tres semanas! Por supuesto que lo esperaría, ya lo estaba echando de menos.

Durante los días siguientes, Kiri se esforzó especialmente para que misi Juliette se encontrara bien y no le faltara de nada. Sin embargo, la misi parecía abatida y físicamente no estaba en su mejor momento. Había sido un día especialmente caluroso, por la tarde, incluso los animales de la selva habían enmudecido. Nico estaba posado en la barandilla, decaído. Aquel año la estación de lluvias sería especialmente virulenta: parecía que el aire vibraba y olía a lluvia. Mientras cocinaba, Amru se detuvo algunas veces, preocupada, y miró primero al cielo y luego al río. A lo lejos, se oyó un trueno ensordecedor. Kiri estaba esperando la comida que debía llevar a la misi, que se había retirado a su habitación. Con el mal tiempo, no se encontraba bien.

—No es bueno —dijo Amru—. Esto no es bueno. Mira, Kiri, llévale esto a la misi. Si surge algo más, estoy en la aldea.

Amru le dio a Kiri una bandeja y una jarra con la comida para Juliette y luego se fue del porche sin recoger los utensilios de cocina. No era propio de ella. Kiri arrugó la frente, pensativa, pero se fue presurosa a llevar la comida a la habitación de la misi. Los truenos se iban acercando y cada vez parecían más amenazadores y potentes.

—Quédate un poco, Kiri, con este tiempo… —Misi Juliette estaba sentada en un sillón tapizado, junto a la ventana, y se estremeció al ver un rayo muy cerca.

Kiri se sentó en una estera en el suelo. Por dentro se alegraba de poder quedarse en la casa, sobre todo cuando empezó a llover. Seguro que la tormenta pasaría pronto, y ella no tenía prisa.

Pero no paraba de llover. La misi apenas había tocado la comida, estaba leyendo un libro. Kiri estaba sentada a sus pies en la estera y trenzaba una cestita. Normalmente, los esclavos se sentaban a esperar hasta que su amo ya no deseaba su compañía, o hasta que recibían nuevas órdenes. Sin embargo, a misi Juliette le parecía innecesario y permitía que Kiri hiciera pequeñas labores en su presencia.

—Si tú me haces compañía, también tienes que estar ocupada en algo —le explicó.

Ambas dieron un respingo cuando, de pronto, Karl entró chorreando y echando pestes.

—¿Qué haces aquí sentada, Juliette? Ven abajo, hay que poner orden. ¡Vamos! —gritó mientras se acercaba con paso pesado a su esposa, dejando con las botas charcos fangosos en el suelo de madera. Ella se levantó del sillón—. ¡Tú también! —rugió dirigiéndose a Kiri, a la que asestó una patada mientras empujaba a la misi hacia la puerta.

Kiri se levantó de un salto y corrió tras ellos.

—¡Karl, pero qué te pasa, suéltame! —Juliette logró zafarse del masra, pero Kiri vio que aun así él le daba un torpe empujón hacia la escalera.

—¿Qué ocurre aquí? —bramó—. ¡La casa está inundada y tú aquí sentada tranquilamente! ¡Vamos! Diles a las chicas lo que tienen que llevarse. Yo tengo que volver a los campos, quédate en casa, o mejor ve a casa de Martina y Pieter.

—¿Llevarse qué? —Era obvio que misi Juliette no entendía ni una palabra de lo que Karl le decía. Masra Karl soltó una maldición, pasó corriendo junto a las mujeres y salió de la casa. Abajo, junto a la escalera, las sirvientas aguardaban con cara de pánico. Nadie sabía muy bien qué hacer. Luego, llegó Amru a toda prisa por el pasillo trasero.

—¡Vamos, vamos! —No paraba de agitar los brazos—. Llevad todo lo que podáis a la planta de arriba. —Entonces las muchachas reaccionaron y empezaron a correr enseguida hacia las distintas estancias.

—Amru, ¿qué pasa, por el amor de Dios? —Misi Juliette seguía parada en el último escalón, con Kiri inmóvil a su lado.

—El río, el agua está subiendo muy rápido —contestó Amru sin más.

Kiri vio de reojo que la misi se estremecía.

—¿Llegará hasta la casa? —preguntó, temerosa, pero Amru ya había desaparecido en el comedor. Kiri nunca había vivido semejante alboroto. Las sirvientas pasaban presurosas junto a ellas cargando con mantelerías, con cortinas y con la vajilla buena hacia la planta de arriba. Kiri no podía imaginar que el río llegara hasta la casa de la plantación. La lluvia no podía ser tan intensa. Era cierto que seguía lloviendo, pero para llegar hasta la casa… y arrastrar todas las cosas… Amru apareció visiblemente preocupada en el umbral de la puerta.

—Será mejor que misi Juliette vaya arriba.

Sin embargo, Juliette no se movió ni un milímetro.

—Amru, ¿qué pasa con la aldea de los esclavos? —La angustia se reflejaba en su voz. Amru se encogió de hombros y desapareció. De pronto, su misi reaccionó.

—¡Kiri, vamos! —dijo con energía, se recogió la falda y salió inmediatamente de la casa.

—Oh, misi, no sé si está bien… —Kiri sabía que tenía que seguir a su misi, pero se permitió un leve intento de protesta. Lanzó una mirada de terror al jardín, por el que ya entraba el agua. Por lo visto, en ese breve lapso de tiempo el río había doblado su caudal.

Sin embargo, la misi no admitió objeciones.

—Tenemos que ir al poblado, las cabañas… —Salió corriendo.

Kiri se tropezó y fue tras su misi. Se hundían en el suelo mojado hasta los tobillos y seguía lloviendo a cántaros. Las ráfagas de viento agitaban con violencia las palmeras y azotaban aún más el agua.

En la aldea encontraron a todas las mujeres delante de las cabañas sin saber qué hacer, con los niños en brazos y cogidas de la mano.

—¿Dónde están vuestros hombres? —gritó la misi al llegar en medio de la tempestad, sin aliento.

—El masra los ha enviado a todos a los campos, tienen que dejar libres las acequias, si no…

—¿Si no, qué? —gritó la misi encolerizada—. ¿Aquí ya está todo inundado y al masra lo preocupan sus campos? —Se quedó de piedra por un momento y luego gritó con decisión—: ¡Kiri, vamos! ¡Envíalos a todos a la casa de invitados, a todas las mujeres y niños! No quiero que nadie se quede en la aldea. ¡Y todos a la planta de arriba!

Al principio, las esclavas se mostraron reticentes. Lo que les pedía la misi era insólito: ¿tenían que ir a la casa de invitados, a la casa de los blancos? Se quedaron inmóviles en el lodo, indecisas, mientras la misi cogía al niño de una mujer para que la madre pudiera agarrar de la mano a sus otros dos hijos. El agua ya les llegaba a todos por los tobillos y continuaba subiendo.

—¡Ahora, vamos! —ordenó con energía. Por fin, las mujeres empezaron a moverse. Kiri fue corriendo por todas las cabañas y luego también se dirigió a la casa de invitados, donde la misi estaba ayudando a la anciana Orla a subir los peldaños. En la planta superior ya estaban muy apretadas. Las esclavas estaban en cuclillas en el pasillo, nadie se atrevía a entrar en la habitación. Cuando subieron la escalera con la anciana y la misi, el agua ya alcanzaba el primer escalón.

—Dios mío, ¿hasta dónde llegará? —Juliette miraba incrédula el agua sucia que se abría paso allí abajo. La lluvia no aminoraba, las ráfagas de viento sacudían la casa y las madres sujetaban a sus hijos en brazos para protegerlos. Fuera, poco a poco, fue oscureciendo.

La misi recorrió de nuevo el pasillo.

—¿Tenéis todas a vuestros hijos? ¿Nadie ha quedado atrás? —Las mujeres asintieron en silencio y miraron agradecidas a la misi—. Ya no podemos hacer nada más, tenemos que esperar a que el agua se retire —anunció en tono sereno, mientras observaba por la ventana el drama que se vislumbraba en la oscuridad de la noche incipiente. El agua ya llegaba a un metro de altura.

Kiri buscó una manta en el armario ropero de la habitación de invitados y se la puso sobre los hombros a su misi.

—Misi tiene que sentarse.

Juliette la miró agradecida.

—Espero que no les pase nada a los hombres en los campos —murmuró.

—Saben cuidarse —intentó tranquilizarla Kiri, pero ella misma se dio cuenta de que sus palabras no sonaban muy convincentes.

—¿Y Pieter? ¿Dónde está? —Juliette se levantó de nuevo y miró por la ventana.

Kiri tenía la esperanza de que el masra Pieter no apareciera por la casa de invitados. Se enfadaría mucho al ver a las mujeres esclavas sentadas por los pasillos. De hecho, sus habitaciones siempre estaban cerradas, según los cuchicheos de las sirvientas. No quería ni pensar en lo que ocurriría si una de las puertas se abría y una de las mujeres…

Desvió la mirada hacia la misi. Estaba temblando de los nervios y tenía la ropa empapada.

—Misi Juliette, tiene que cambiarse de ropa o se pondrá enferma. ¿Quiere que…, quiere que mire si encuentro ropa seca?

Juliette asintió, agotada. Kiri salió corriendo y en un armario de una de las habitaciones delanteras encontró algunas prendas viejas. Llevó a su misi a la habitación y la ayudó a cambiarse. Misi Juliette se tambaleó un poco, pero logró mantener el equilibrio.

—¿Misi no se encuentra bien? —Kiri, preocupada, agarró a su ama del brazo.

—Se me pasará enseguida —murmuró ella con un hilo de voz.

—Misi debe calmarse un poco, tanta agitación, en su estado… —dijo Kiri con prudencia.

Juliette se quedó mirando a Kiri, con los ojos totalmente abiertos del susto.

—¿Cómo lo sabes?

Kiri se encogió de hombros.

—Misi tiene síntomas, como todas las mujeres que… —no continuó. Juliette la abrazó como no lo había hecho nunca. La miró fijamente a los ojos, con una mirada impenetrable.

—Kiri, no puedes decírselo a nadie, ¿me oyes? ¡A nadie! —le ordenó en tono suplicante.

Kiri sacudió la cabeza asombrada, pues nunca había visto así a su dueña.

—Pero misi Juliette, el masra…

Contempló atónita cómo la misi se dejaba caer sin fuerzas en una silla de madera, se tapaba la cara con las manos y rompía a llorar.

—Misi…, no pasa nada, no quería… —balbuceó Kiri.

Juliette tardó un rato en reaccionar. Kiri esperó con paciencia, la situación le parecía extraña. Por fin, la misi se había quedado embarazada, ¿por qué no demostraba alegría, en vez de sentarse en una silla a llorar?

—No, Kiri, sí que pasa —dijo por fin Juliette, entre sollozos—. Yo…, el niño… El masra no es…

Kiri se llevó la mano a la boca. ¡Qué tonta había sido!