CAPÍTULO 6

Erika se estiró y salió de la cabaña.

En el poblado, como todos los días, había una actividad lenta pero intensa. Las mujeres se ocupaban de los alimentos, trenzaban hamacas o tejían los pequeños taparrabos con los que iban ataviados. Los niños jugaban entre las cabañas y los hombres que no habían ido de caza estaban cuidando sus armas o fabricando utensilios de madera.

Erika les había tomado cariño a Jaminala y las demás mujeres de la tribu. Era como si, en vez de unas pocas semanas, hubiera vivido allí toda la vida. Superadas las primeras reticencias, Erika se adaptó bien a las circunstancias. Los indígenas eran pacíficos y amables, y no parecía molestarles que hubiera una blanca entre ellos. Nadie le había preguntado de dónde era ni si quería seguir su camino. Simplemente estaba ahí. A ella le llamaba la atención el sencillo modo de vida de aquellas personas. En el pueblo, los oayanas lo compartían todo. Si los hombres traían un botín de la caza, todas las familias recibían una parte. Las mujeres siempre estaban cociendo tortitas en las piedras calientes y hacían tantas que todo el mundo recibía algo. Los niños correteaban por la aldea y entraban en todas las cabañas y, para dormir, se acurrucaban donde querían. Si uno de los niños pequeños tenía hambre, siempre encontraba un pecho para alimentarse; si lloraba, siempre había una mano para consolarlo. Al principio, a Erika le resultaba un poco raro, pero se acostumbró rápido al trato relajado y cariñoso que las personas de allí se prodigaban.

Con lo que más problemas encontraba era con la preparación de los alimentos. A menudo, en sus incursiones, los hombres solo conseguían fruta y pescado, rara vez animales más grandes. Pero, si mataban a un animal, se consideraba de mala educación rechazar la parte que repartían de la caza, aunque Erika no tenía ni idea de cómo preparar lagartos o monos. Tampoco sabía qué hacer con la carne de perezoso o de tapir. Además, no tenía un lugar propio para cocinar, así que se lo entregaba todo a Jaminala, en cuya cabaña se alojaba. Jaminala preparaba sopas picantes y guisos o cocía la carne a fuego lento para luego dársela de nuevo a Erika y a Reiner. Las mujeres se sentaban juntas y Erika observaba asombrada cómo se llevaban constantemente pedazos de pan a la boca y los masticaban durante largo rato antes de escupirlos en una gran calabaza. Un día, Erika no pudo reprimir más la curiosidad y le preguntó a Jaminala qué era aquello. Ella, sonriente, se limitó a acercarle a la nariz la jarra donde guardaban el fuerte aguardiente. Al principio Erika no lo entendió…, pero luego cayó en la cuenta y se le revolvió el estómago.

Erika no sabía exactamente cuánto tiempo llevaba allí, pues en el poblado todos los días eran iguales. Ni siquiera sabía con certeza si quería irse y en caso de que quisiera no sabía adónde. ¿Debía intentar llegar a la ciudad? ¿Volver a la casa de la misión? Josefa no tardaría en darse cuenta de que estaba embarazada y si Reinhard no era el padre… Además, en cuanto se extendiera la noticia de lo ocurrido en Bel Avenier, la detendrían no bien pusiera un pie en la ciudad.

¿O debía intentar encontrar a su marido? Ya hacía casi dos años que no sabía nada de él y lo echaba mucho de menos. Las preguntas que había hecho en Bel Avenier a las familias amigas de los Van Drag, los vecinos de la plantación o los cimarrones no habían dado resultado: ni rastro de Reinhard. ¿Seguiría con vida?

Por supuesto, también podía intentar refugiarse en una plantación bien alejada de Bel Avenier, aunque estaba convencida de que la noticia de su huida se habría difundido incluso en las regiones más remotas. La gente estaba ansiosa de novedades y, al fin y al cabo, Ernst van Drag tenía multitud de conocidos que se creerían sin dudarlo la historia de la «institutriz errante», si es que no les contaba algo peor. Además, ya no podría seguir ocultando su embarazo. Jamás contaría a nadie lo que realmente había sucedido en Bel Avenier. Sentía una profunda vergüenza que le producía escalofríos cada vez que recordaba lo que Ernst van Drag le había hecho. Cuando eso le ocurría, procuraba desterrar el recuerdo enseguida y, si era necesario, se ayudaba de esa repugnante bebida de la calabaza.

No, en realidad no tenía elección. En vista de las alternativas, se sentía más segura y mejor atendida allí, sobre todo por Reiner. Era obvio que se sentía a gusto con los oayanas. Aunque Reiner no estaba en la cabaña cuando ella se despertaba, ya no temía por él. Al principio, le daban miedo las picaduras de insectos, las mordeduras de serpiente o algo peor, pero siempre había un adulto cerca de los niños y Reiner seguía a sus compañeros de juego con total despreocupación.

Jaminala la animó a calmarse. En una ocasión la había llevado de la mano a pasear por la aldea y, con una sencilla frase, la había convencido:

—Todos hemos crecido aquí, sanos y salvos. No te preocupes tanto.

Erika tuvo que darle la razón a Jaminala, una vez más. Todos los habitantes de la aldea estaban bien alimentados y rebosaban salud. Incluso los más viejos se encontraban en buena forma. El piaai de la aldea, el curandero, no tenía mucho que hacer.

Erika acabó por contagiarse de la calma y la serenidad que se respiraban allí. Por primera vez en mucho tiempo, volvió a dormir profundamente y sin preocupaciones.

—¿Por qué tú sola en el río? —Jaminala estaba amasando en un gran cuenco una pasta con los puños y Erika estaba sentada a su lado raspando yuca. Hasta entonces, nadie en la aldea le había preguntado de dónde era. Los oayanas simplemente acogían a los invitados y les dejaban quedarse todo el tiempo que quisieran. A menudo, recibían a visitantes de regiones alejadas, que se quedaban unas semanas y desaparecían de nuevo. Algunas mujeres incluso se quedaban para siempre. A nadie le molestaba, todos eran bienvenidos. Erika llamaba la atención por ser blanca, pero, como participaba en la vida de la comunidad, no importaba. Ni siquiera su avanzado embarazo suscitaba preguntas. Los oayanas eran un pueblo pacífico: si alguien necesitaba ayuda, como Erika en el río, ellos se la prestaban con toda naturalidad. Solo había conflictos de vez en cuando con algunas tribus de cimarrones, pero los oayanas se habían retirado tanto hacia el interior del país que estos enfrentamientos ocurrían en contadas ocasiones. Erika averiguó que se hallaba en un riachuelo sin nombre en el interior del país, lejos de cualquier asentamiento. Los hombres que la habían encontrado estaban de regreso de una larga jornada de caza y se habían llevado a Erika porque no conocían ninguna plantación cerca de allí.

—Quería ir a la ciudad —contestó Erika, en voz baja.

—¿Aún quieres ir? —Jaminala continuaba amasando sin levantar la vista.

Erika no supo qué contestar.

—Tienes que preguntar a Kajaku, dentro de unos días irá con algunos hombres por el río en dirección al mar.

Erika asintió, despacio, y ya no logró quitarse la idea de la cabeza durante el resto del día. Estuvo toda la noche despierta, observando la oscuridad. ¿De veras quería ir a la ciudad? Pensó sobre todo en Ernst van Drag. ¿Y si mandaba a alguien a buscarla? Por otro lado, tampoco podía quedarse para siempre allí, con los indígenas. Y en la ciudad… ¿Y si Reinhard ya había regresado? Ella le había dejado una nota a Josefa para él en la misión, pero no había tenido noticias suyas mientras había estado viviendo en Bel Avenier. Habían pasado ya casi dos años. ¿En todo ese tiempo su marido no había intentado hacerle llegar una nota? Erika temía que hubiese sufrido el mismo destino que los otros dos hermanos de la misión. ¿Y si había vuelto a la ciudad durante los últimos meses y la estaba buscando? ¿Y si oía hablar de Bel Avenier, de lo que había hecho su mujer, de que había herido a una persona… o incluso algo peor? ¿Y si daba crédito a los rumores sin oír su versión? Tenía que encontrarlo.

Jamás podría contarle lo que Ernst van Drag le había hecho, ¡nunca! Y si Reinhard se enteraba de que ella había atacado a ese hombre, ya se le ocurriría una explicación. Era su marido, la creería. En aquel momento tomó una decisión: iría a la ciudad, a pesar del peligro; quedándose en la aldea seguro que nunca encontraría a su marido.

El viaje en barca duró una eternidad. Kajaku y los demás hombres hacían pausas constantemente, incluso de varios días, se paraban en todos y cada uno de los poblados diseminados por la orilla, en los que habitaban pequeñas familias de indígenas, y un día incluso deshicieron parte del camino para ver a alguien que no estaba unos días antes. Erika trataba de mantener entretenido a Reiner, que disfrutaba especialmente cuando alguno de los hombres le daba un remo y, como los adultos, podía empujarlo en el agua. A Erika le parecía muy peligroso dejar que el niño se sentara tan cerca del borde, pero los hombres se reían y permitían que el chiquillo los ayudase.

Ella no se encontraba bien en la barca. No cesaban de venirle a la memoria recuerdos de su huida, el agua, el frío y el miedo atroz por sobrevivir. Sin embargo, se recompuso, ya que en aquel país no se podía hacer nada sin navegar. ¿Cuánto tiempo llevaba con los oayanas? Tal vez tres o cuatro meses, había dejado de contar las noches y los días. Reiner se acostumbró en muy poco tiempo a la vida en el poblado. Erika tenía la esperanza de que se adaptara igual de rápido a la civilización.

Gracias a Dios, durante el viaje a nadie le escandalizó que una mujer blanca fuera acompañada de indígenas. En la selva también reinaba el dinero: los hombres oayanas trabajaban de vez en cuando como guías para grandes embarcaciones o llevando barcas con pequeñas mercancías, recibían una buena remuneración por sus conocimientos de la zona y luego volvían a desaparecer en las profundidades de la selva; eso si no aparecían los cimarrones, que reclamaban la soberanía sobre los ríos. Al principio, los indígenas tuvieron que aprender el concepto de competencia a base de golpes, según le había contado Jaminala a Erika más de una vez.

Cuando por fin llegaron a la ciudad, a Erika le dolía todo el cuerpo. Los indígenas se dirigieron enseguida hacia las calles del mercado, cerca del puerto, y Erika se quedó un rato en el muelle, desconcertada, con su viejo vestido raído, el pequeño atadijo con sus escasas pertenencias bajo un brazo y Reiner, que observaba atento a su alrededor asido con la otra mano. Cuando se habían ido de la ciudad él aún era un bebé, seguramente ni siquiera recordaba su vida en la plantación.

En ese instante, Reiner tiró impaciente de la mano de su madre. Erika hizo de tripas corazón, se colocó a Reiner en la cadera y se dirigió hacia la misión. A medida que se acercaba a los edificios, se fue apoderando de ella el miedo a que los sucesos de Bel Avenier fueran conocidos en la ciudad. Aminoró la marcha y dejó que Reiner caminara solo. En aquel momento, dobló la esquina Dodo, una de las esclavas de la misión, con una cesta en la mano. Se quedó quieta, atónita. Luego dejó caer la cesta y salió corriendo hacia Erika. Reiner rompió a llorar del susto y se escondió detrás de las piernas de su madre.

—Misi Erika, misi Erika. —Sus gritos despertaron la curiosidad de los demás habitantes de la misión y algunos salieron a asomarse a la puerta para ver qué había provocado semejante estado de exaltación en Dodo.

Dodo agarró a Erika de la mano y la sacudió, sin parar de hacer reverencias. Erika se sentía terriblemente incómoda.

—Dodo, ya basta… Déjalo ya —dijo para tranquilizarla, mientras intentaba calmar a Reiner.

—Venga, misi Erika, ¿tiene hambre? Oh, ¿ese es masra Reiner? Está muy grande. —Dodo empujó a Erika hacia el edificio principal, sin parar de hablar. Tras ellas se formó un pequeño grupo de personas que mostraban curiosidad por Erika, pero ella no reconocía ningún rostro.

La esclava se apresuró a colocar a Erika y Reiner en una mesa y ofrecerles un plato de comida.

—Dodo, espera. ¡Dodo! —Solo cuando Erika se dirigió a ella con aspereza la esclava se detuvo sorprendida.

—¿Misi?

—¿Dónde está misi Josefa?

Josefa Bürgerle nunca había sido amiga de Erika, pero entre ellas se había creado un vínculo estrecho mientras habían viajado juntas hasta Surinam y durante los meses de estancia en la misión.

—Oh. —Dodo bajó la mirada. Erika tuvo un mal presentimiento.

—Masra Walter… Hubo un accidente. —Dodo se secó una lágrima con el delantal manchado—. Misi Josefa estaba enferma de tristeza, tomó un barco de vuelta a su país.

Aquello sí que sorprendió a Erika, que esperaba encontrarlo todo como siempre.

—¿Y quién se ocupa ahora de la enfermería?

—Ah, con el barco con el que se fue misi Josefa a casa llegó misi Klara. ¿Quiere que vaya a buscar a misi Klara? Misi Klara buena enfermera.

Erika se limitó a sacudir la cabeza y subió a Reiner a su regazo. El niño agarró ansioso las tortas de pan del plato; a Erika también le rugía el estómago.

—Espera a que haya comido. Luego iré yo misma a ver a misi Klara. —Con expresión de agradecimiento, le dio un mordisco al pan que le ofrecía la esclava.

Klara Decker era alta como un roble, tenía el pelo cobrizo y una voz que hacía temblar las paredes. En su primer encuentro, Erika se quedó mirando en silencio a aquella mujer antes de recuperar el habla. Klara era parca en palabras, su saludo fue más que escueto. Aun así, al cabo de unos días, Erika consiguió sacarle información sobre lo que había ocurrido en la misión. Klara le contó la partida de Josefa y de otros tres hermanos de la misión, encogiéndose de hombros.

—No lo entiendo. —Klara arreglaba las camas desvencijadas de la enfermería mientras hablaba. El hecho de que en una de ellas aún hubiera una anciana esclava que se recuperaba de las numerosas picaduras de una araña pequeña pero muy agresiva no le impedía seguir con su tarea—. Tampoco se está tan mal aquí. El clima es bueno, no hay que matarse a trabajar y no hay tantos enfermos.

A decir verdad, reinaba una inusual tranquilidad en la misión. Erika supuso que Klara inspiraba cierto miedo a las gentes de allí. Los esclavos empequeñecían en presencia de Klara, y eso que no les había hecho nada. Pese a su imponente tamaño, Klara era una buena persona.

Además, a Erika le pesaba otro asunto en el corazón.

—¿Josefa dejó por casualidad una nota para mí? O… ¿o alguien se ha puesto en contacto con la misión?

Klara arrugó la frente, pensativa, y luego se limitó a responder, sin mayores explicaciones:

—No.

Erika se derrumbó de pura tristeza: Reinhard no se había puesto en contacto con la misión en la ciudad.

—¿Esperas noticias, hermana?

La expresión melancólica de Erika debió de conmover a Klara.

—Sí, en realidad sí. Esperaba que mi marido Reinhard se hubiera puesto en contacto con la misión. Se fue al interior del país hace más de dos años y no tengo noticias suyas desde entonces.

—Vaya. —Klara enarcó las cejas y lanzó una mirada de desaprobación hacia la abultada barriga de Erika.

Erika agachó la cabeza, avergonzada. No podía ni quería explicárselo a Klara.

—¿Reinhard, dices? Ya. —Klara tomó asiento en una de las camas, que, bajo su peso, se curvó con un chirrido—. Una vez llegó un mensaje desde Batavia, debe de hacer un año. El hermano escribía que necesitaba apoyo. Yo no sabía de ningún otro hermano al que nadie echase en falta o que estuviera en paradero desconocido desde que estoy aquí…

—¿Batavia? —preguntó Erika, esperanzada—. ¿Eso es una misión en el río Coppename? Entonces podría…

Klara se levantó, apoyó las manos sobre las caderas y clavó la mirada en Erika con severidad.

—Hermana, ¿cuánto tiempo llevas en el país?

—Aproximadamente dos años.

Klara soltó un bufido.

—Por lo que veo, no has aprendido mucho… —Su voz reflejaba un tono de reproche inconfundible—. Batavia es un puesto de la misión, sí, pero es una leprosería. ¡Así que ni se te ocurra ir!

—¿Leprosería? —Erika palideció—. Pero…

—No hay peros que valgan, jovencita, todo el que va… A la gobernación de la colonia no le gusta que nadie vaya allí.

—Pero de alguna manera hay que averiguar si Reinhard está realmente en Batavia.

Klara se balanceó un poco y reflexionó.

—Podríamos intentarlo con una carta.

—¿Una carta? —Erika soltó un bufido—. Hace casi dos años que no sé nada de mi marido. A lo mejor está enfermo o necesita mi ayuda. ¡Tengo que ir!

—Entonces piénsate bien cómo hacerlo, sobre todo porque no deberías viajar en tu… estado.

Erika se miró, sintiéndose culpable. El niño. Seguía sin pensar en el embarazo aunque, por supuesto, ya no podía ocultarlo. A Klara se le suavizó la expresión del rostro.

—Mientras tanto, puedes ayudarme aquí.