CAPÍTULO 5

Cuando Julie regresó de la ciudad con Martina, en la plantación se respiraba un ambiente tenso. Karl estaba furioso y Pieter daba vueltas de acá para allá como un perro asustado. Julie buscó enseguida a la esclava para averiguar qué había ocurrido.

—Amru, ¿qué ha pasado? —Amru también estaba de mal humor. Andaba trasteando con los calderos en el porche trasero mientras maldecía en voz baja.

—Mejor que misi pregunte a masra Pieter —exclamó.

—Amru, dímelo —dijo Julie suplicante.

La esclava dejó las ollas en una tina con agua de fregar armando un gran escándalo y se secó las manos en el delantal manchado.

—Masra Pieter tuvo una idea contra la fiebre, ¡y ahora todos los niños están enfermos!

—¿Enfermos? —Julie no entendía lo que le decía Amru—. ¿Qué ha hecho?

Amru se cruzó de brazos y dejó escapar un resoplido furioso.

—Después de que las misis se fueran a la ciudad, masra Pieter hizo llamar a todos los niños y les dio algo. Masra Karl también estaba, dijo que era contra la fiebre. Al día siguiente todos los niños estaban enfermos.

Julie no lo entendía bien: Pieter era médico, ¿cómo podían enfermar todos los niños después de su tratamiento? Dado que no encontraba explicación, decidió buscar a Martina, que tal vez le habría sonsacado algo a Pieter.

Encontró a su hijastra en el porche delantero animando a Martin, que gateaba con entusiasmo a pesar de que todavía era demasiado pequeño para echarse a caminar. Julie se sentó en una silla frente a ella y fue directa al grano.

—¿Has hablado ya con Pieter?

—Sí. ¡Vamos, Martin, arriba, arriba!

—¿Y? ¿Te ha contado lo que ha pasado mientras estábamos fuera?

—¿Quién?

Julie hizo un gesto de impaciencia.

—¡Pieter!

Martina le tiraba a Martin de los bracitos regordetes.

—¿Por qué, qué debería haberme contado Pieter?

Julie se levantó, no iba a sacar nada en claro con Martina. Estaba con la mente en otra parte. Sin embargo, la noticia no la dejaba tranquila, así que Julie salió del porche y rodeó la casa para dirigirse a la aldea de los esclavos.

El silencio que reinaba era sospechoso. No se veían niños alborotando y, delante de las cabañas, había pocas mujeres sentadas cocinando. Julie se dirigió a la cabaña de Mura y llamó a la esclava. Mura surgió enseguida de la penumbra de su vivienda con expresión de sorpresa.

—¿Misi Juliette?

—Mura, ¿qué pasa con los niños? Amru me ha contado que…

En la cabaña se oían leves sollozos.

Julie apartó a Mura de un empujón y entró en la cabaña. Las nietas de Mura, dos niñas de tres y cinco años, estaban en sus hamacas. Tenían las caras pálidas y los ojos hinchados. Cuando la pequeña empezó a atragantarse, Mura se dirigió corriendo hasta ella y le aguantó la frente mientras la niña vomitaba en una palangana. Julie sintió una gran compasión, además de profundos remordimientos por no haber estado ahí cuando la necesitaban. No importaba lo que Pieter hubiera hecho: si ella hubiera estado en Rozenburg, podría haberlo evitado.

—¡No se volverá a repetir! —Karl seguía furioso con Pieter y no dejaba pasar un segundo sin hacérselo saber. Una parte de las mujeres llevaban unos días sin ir a los campos porque tenían que cuidar de los niños enfermos.

Entretanto, Julie logró enterarse de lo que había ocurrido: Pieter había seguido con lo que él llamaba «su investigación» y había probado sus conocimientos con los niños.

—Ha leído muchísimo —la informó Martina con orgullo. Karl, en cambio, reaccionó con una orden clara:

—No puede probar sus medicamentuchos con nuestros esclavos.

El propio Pieter no tenía mucho que decir sobre el asunto. Le molestaba que su primer ensayo de campo hubiera resultado fallido.

—¿Y qué demonios quería curar? ¡Los niños ni siquiera estaban enfermos! —Julie tenía la esperanza de obtener información útil de Martina, pero a ella no le interesaba lo que ocurriera en la aldea de los esclavos.

—Bueno, quería probar sus nuevos métodos para que los esclavos no enfermaran nunca. La fiebre siempre es muy molesta, padre siempre se queja de que entonces los esclavos no van al campo.

Al cabo de unos días, Julie escuchó en el porche que Pieter se quejaba a voz en grito a Martina de la actitud de Karl. Se escondió detrás de la puerta y escuchó el torrente de protestas.

—No tiene ni idea. He estudiado con mucho detenimiento el informe de los Países Bajos y me he ceñido estrictamente a las recomendaciones del doctor Joventus. Obtuvo grandes éxitos en la India con este método.

—A lo mejor los indios son distintos de nuestros esclavos —contestó Martina mientras forzaba a Martin a bambolearse sobre sus rodillas. Julie observó a través de la cortina que el niño alargaba los brazos hacia Pieter. Como de costumbre, su padre ni siquiera reaccionó. En realidad, Pieter solo prestaba atención al niño cuando estaba presente Karl.

A Pieter no pareció gustarle la respuesta de Martina.

—¡Y tú qué sabrás! —Con un gesto de desprecio, se fue del porche en dirección al jardín.

Julie suspiró aliviada al ver que no se dirigía a la casa. Esperó un momento y luego entró en el porche intentando disimular que había estado escuchando. Martin se puso a chillar en cuanto vio a Julie y estiró los brazos hacia ella.

—¿Qué, jovencito, cómo estás hoy? —Julie se sentó al lado de Martina y su hijo. Martina seguía mirando hacia el lugar por donde Pieter se había marchado. Luego soltó un breve suspiro y se volvió hacia Julie.

—¿Los niños negros ya están bien?

A Julie la sorprendió el repentino interés de Martina.

—Sí, lo han superado bien.

—Julie, Pieter solo quería ayudar. ¿Crees que padre se lo perdonará?

Naturalmente, Karl acabó calmándose. Pasadas unas semanas, el incidente parecía olvidado y todo en la plantación volvió a su curso normal. Julie insistía en pasar todos los días por la aldea de los esclavos y hasta Karl los observaba con más atención. ¿Tendría miedo de que Pieter volviera a hacer un experimento sin su permiso? Julie no lo sabía porque una inquietud mucho mayor la mantenía ocupada: por la mañana había sentido un mareo extraño y su estado anímico oscilaba como una palmera al viento. En un momento estaba de buen humor y, de pronto, sin motivo aparente, no podía contener las lágrimas. Le daba pavor padecer una dolencia grave, ya que en aquella tierra uno podía contraer enfermedades tropicales raras en cualquier momento. Intentaba ocultar todo lo que podía su estado de salud. Solo Kiri la descubrió una mañana vomitando en la palangana de lavar, con dificultades para respirar.

—¿Misi no se encuentra bien?

—No, estoy bien, Kiri. —Julie esperaba que Kiri se diera por satisfecha con eso, pero advirtió la mirada escrutadora de su esclava.

—¿Quiere que vaya a buscar a Amru?

—¡No!

Al cabo de unos días, los mareos impidieron que Julie pudiera levantarse de la cama en toda la mañana y no le quedó más remedio que pedirle a Kiri que fuese a buscar a Amru. Mejor el ama de llaves negra que Karl, Martina o Pieter. Amru entró con paso lento en la habitación de Julie. Kiri la había informado del estado de salud de Julie, pero no parecía especialmente preocupada.

—Misi Julie, Kiri dice…

Amru no pudo continuar porque, en ese instante, Julie tuvo que levantarse a vomitar. El leve aroma a comida que desprendía Amru era un suplicio para sus sentidos.

Julie vio, enojada, que Amru esbozaba una amplia sonrisa cuando por fin levantó la cabeza de la palangana.

—Amru, no tiene gracia, creo que estoy enferma —exclamó Julie, desesperada.

Amru cogió su mandil y se sentó en la cama al lado de Julie.

—Misi Juliette no está enferma.

Amru olía a tocino y pescado. Julie reprimió las náuseas.

—Pues yo creo que sí, Amru, ya hace un tiempo que estoy así. —A Julie le corrían lágrimas por las mejillas. Ni siquiera sabía por qué lloraba, se sentía débil y exhausta. Estaba convencida de que estaba enferma y Amru también tenía que notarlo.

—Le digo que misi Juliette no está enferma. Yo creo que… —Sonrió de nuevo—: Creo que misi Juliette está en estado.

Julie miró al ama de llaves estupefacta.

—¿Qué?

En aquel momento se le cayó la venda de los ojos. ¡Martina! Había tenido los mismos síntomas cuando estaba embarazada de Martin. ¡Claro! Julie contó mentalmente los días desde la última vez que… ¡Era evidente! Sintió un mareo.

—Amru, por favor, déjame sola y… no le digas nada al masra. ¡No le digas nada a nadie! —exclamó.

Amru asintió, con un gesto de comprensión, y salió de la habitación. Julie se dio la vuelta de costado en la cama y se quedó mirando por la ventana.

¡Embarazada! Y solo había un padre posible, pues hacía meses que Karl no la visitaba por la noche. Volvieron a correrle lágrimas por las mejillas, ¿qué iba a hacer?

A última hora de la mañana, el calor era tan intenso que parecía que el aire centellease. Los constantes graznidos de los pájaros en los plátanos habían cesado, lo cual constituía una señal inequívoca de que se acercaba la calurosa hora del mediodía.

Julie no dejaba de sudar, echaba de menos las habitaciones frescas de la casa, pero tenía que aguantar en el porche para hacer compañía a Karl. De modo que ahí estaba, sentada a su lado, en silencio. Incluso Nico, que solía mostrarse muy alegre, ahuecaba las alas y se trasladaba al último rincón del porche cuando aparecía Karl.

Aiku ya le había llenado varias veces el vaso de dram y, en los párpados centelleantes de Karl, Julie advirtió que había bebido demasiado. Había regresado de su ronda de vigilancia matutina de mal humor, así que era mejor no llamar la atención. Por lo visto, Aiku opinaba lo mismo, así que rellenó la pipa de Karl a toda prisa y se metió en la casa.

Tras la hilera de naranjos, Julie vio que Mura se acercaba con sus pupilos por el camino. Ninguno de los niños esclavos tenía ninguna prisa, aquel ritual semanal les repugnaba igual que a Julie. Hacía tiempo que Karl lo había impuesto, pero, desde que Pieter había utilizado a los niños para sus pruebas, Karl parecía mostrar un interés renovado por ellos. Todos los sábados, hacía llamar a Mura y los niños, y Julie tenía que hacerle compañía. También insistía en eso con vehemencia.

—Eres demasiado sensible con los esclavos, así por lo menos ves que están bien.

Los niños se iban empujando unos a otros, temerosos, y Mura siempre acababa teniendo que llamarle la atención a alguno para que no se cayera. Karl lanzó un gruñido y soltó una gran bocanada de humo: estaba claro que los niños no iban a oír un discurso agradable aquel día. ¿Pero acaso lo oían alguna vez?

Julie se estremeció cuando, de repente, Karl dio un golpe con la mano en la baranda del porche. Una fugaz risa maliciosa le deformó la boca cuando, al levantar la mano, apareció el cuerpo aplastado de una gran mariposa monarca. Julie se estremeció al ver las alas miserablemente arrugadas de la mariposa, antes tan bonita.

Entretanto llegó a la explanada el grupo de cinco niños con Mura. Los niños se alinearon por alturas con la mirada gacha. Karl paseó los ojos por el grupo y luego hizo una señal casi imperceptible a Mura con la cabeza. La anciana criolla levantó las manos y los niños gritaron al unísono:

—¡Odi Masra, Odi Misi! ¿Fai Masra dan? ¿Fai Misi dan?

Julie se esforzó por regalar una sonrisa de ánimo a aquellos ojos negros y pequeños que los miraban con asombro y que en ese instante se dirigían aterrorizados a Karl. Su marido se levantó despacio y bajó los tres escalones. Enseguida, los niños le tendieron los brazos con las palmas hacia arriba y bajaron la cabeza para que Karl pudiera mirar detrás de las orejas. Más por impertinencia que por auténtico interés, a alguno que otro le empujaba las orejas hacia delante con brusquedad. Los niños hacían muecas de dolor, pero ninguno rechistaba. Julie odiaba ese momento. Sabía que Mura se ocupaba con celo de sus pupilos. En vez de atormentar a los niños, que sin duda estaban limpios, Karl haría bien en mirar detrás de las orejas de sus guardas, pensaba ella, furiosa. Algunos parecían haber renunciado por completo a la higiene corporal. Cuando llegó al último chiquillo, Karl dudó un momento, como si fuera a observar las manos del niño con más detenimiento. Luego cogió impulso y dejó caer el bastón sobre las palmas de las manos del chiquillo. El ruido fuerte y seco hizo que todos se estremecieran.

Al niño maltratado le fallaron las rodillas por un segundo, pero, pese al dolor, volvió a erguirse enseguida y se quedó de pie, aunque le costaba respirar. Karl sonrió, esta vez satisfecho. Justo así quería que fueran sus futuros esclavos: duros a la hora de asimilarlo todo y leales. Cuando se dio la vuelta y se dirigió de nuevo hacia el porche, Mura se puso a dar palmadas y sacó de allí corriendo a los niños. En el camino de ida los niños se resistían, pero a la hora de volver no les costaba apretar el paso. A Julie le hervía la sangre cuando vio a lo lejos que Mura, a modo de consuelo, posaba la mano en el hombro del pequeño que había recibido el golpe.

—A esos negros les gusta tener niños. —Karl se dejó caer con torpeza en la silla y tomó el siguiente vaso de dram—. Pero viven hacinados como ratas. No entiendo por qué durante los últimos años han tenido tan poca descendencia. —Le dio un trago largo al vaso y le pasó de nuevo la pipa a Aiku, siempre solícito, para que se la rellenara. Julie arrugó la frente y se llevó como sin querer una mano al estómago. ¿Cómo reaccionaría Karl a su embarazo? Y lo que era más importante: ¿cómo iba a conseguir que Karl creyera que él era el padre? Solo había una manera… Como descubriera la verdad… Julie se estremeció.