Erika oyó voces apagadas. Intentó abrir los ojos, pero los párpados le pesaban como si fueran de plomo. Le costaba no regresar a ese estado de semiinconsciencia —tan agradable y plácido— del que su espíritu intentaba desprenderse. Se concentró en las voces lejanas y, cuanto más despertaba su conciencia, más claro tenía que no comprendía los murmullos. No conocía ese idioma.
¿Dónde estaba? ¿Qué estaba ocurriendo? Al final, el suave llanto de un niño la devolvió a la realidad. ¡Reiner! Cuando por fin consiguió abrir los ojos, había poca luz. Al principio pensó que era por el estado en que se encontraba, pero luego se dio cuenta de que, en realidad, todo estaba oscuro a su alrededor. Estaba tendida boca arriba. Cuando intentó apoyarse con torpeza en los codos, surgió una mano de la oscuridad que la empujó con suavidad hacia abajo por el hombro. Erika intentó resistirse, pero cayó sobre su espalda, desmañada.
—¿Reiner? ¿Dónde… dónde está mi hijo?
—Señora, túmbese —le susurró una voz al oído. La voz era suave y ronca, y Erika volvió la cabeza para intentar reconocer a quien había a su lado. Poco a poco, se fue dibujando en la penumbra el contorno de una silueta y vio dos ojos oscuros y almendrados en una cara redonda. Erika retrocedió del susto.
—¿Dónde estoy?
Poco a poco, fue recordando. La barca. Había huido de la plantación. El río, la barca que volcaba. Reiner.
Como si aquella figura le hubiera leído el pensamiento, se levantó y desapareció un momento en la oscuridad. Erika intentó incorporarse. Los suaves sonidos que oía acercarse desde la penumbra los conocía muy bien; sintió un vuelco en el corazón.
—¡Reiner!
Erika volvió a apoyarse en los codos y vio que su hijo se acercaba a su lecho. Estiró los brazos y sintió agradecida sus mejillas en la mano. Reiner enseguida gateó hacia ella en la cama y se arrimó a su cuerpo. Erika estaba exultante de felicidad. ¡Reiner no se había ahogado! Comenzó a besuquearle el pelo claro sin parar mientras le corrían lágrimas de alegría por las mejillas. Reiner no se había ahogado, y ella tampoco. Le dio gracias a Dios en silencio.
¿Pero dónde estaba?
—Mujer comer —dijo la voz junto a ella.
Erika sacudió la cabeza. No tenía hambre.
—Mujer tiene que comer. —La silueta se levantó y luego se alejó. Erika intentó situarse. ¿Estaba en una cabaña?
No, parecía más bien un techado. A través de la abertura lateral, en la dirección por la que había desaparecido la figura se veía el verde oscuro del bosque. Reiner, que se había acurrucado a su lado, no paraba de balbucear. Erika se sorprendió al ver que también su hijo estaba completamente desnudo, excepto por los numerosos collares de colores que lucía en el cuello. El niño miró con orgullo las numerosas cuentas y conchas de colores y luego le hizo señas con las manos a la persona que volvió a entrar en la habitación.
Erika vio entonces que se trataba de una mujer, con los enormes pechos caídos al descubierto y el cuerpo completamente desnudo salvo en las partes bajas, donde llevaba un taparrabos. Tenía una figura achaparrada y la piel rojiza, así que no era ni esclava ni blanca. Llevaba el negro cabello liso cortado con un flequillo recto en la frente y por detrás le colgaba hasta la altura de los hombros. Erika bajó la mirada, avergonzada. Nunca se había llegado a acostumbrar del todo a la imagen de la piel desnuda. Para su gusto, las mujeres esclavas ya eran excesivamente permisivas, pero aquella mujer…
En las manos, la mujer llevaba una cesta que le ofreció a Erika, animándola con la mirada.
—¡Aquí, mujer comer! —Y mientras pronunciaba estas palabras dejó la cesta junto a Erika.
Reiner tendió la mano enseguida con desenvoltura y se metió en la boca una especie de tortitas de harina. Erika observó con ternura a su hijo. Por lo visto, ya conocía esa comida. Erika seguía sin tener hambre, aunque comprendía que a su cuerpo le vendría bien ingerir algún alimento. No pudo evitar hacer la pregunta:
—¿Dónde estoy?
—Mujer caer en el río. Hombres oayanas de caza encontrar mujer en barca, en barca hombre pequeño. —La mujer le dio unos golpecitos cariñosos a Reiner en la mejilla y le colocó otra tortita en la mano, que él alargaba hacia ella con avidez—. Mujer frío y ahora ha dormido mucho. Pero ahora mujer despierta otra vez. ¡Yo, Jaminala! —Se dio un golpe con la mano abierta en el torso y sonrió, satisfecha.
¿Oayanas? ¿Qué significaba eso? ¿Indios? ¿Indígenas? A Erika le funcionaba la cabeza a toda prisa. Por supuesto, sabía que al principio Surinam estaba habitado por indios, Reinhard se lo había explicado más de una vez. También había oído que en la selva aún había tribus indígenas, incluso los esclavos de las plantaciones de vez en cuando hacían trueques con ellos si los cimarrones no se lo impedían. Sin embargo, hasta entonces, Erika jamás había conocido a ningún indígena, pues estos vivían aislados de la civilización, tal como le había contado Reinhard, quien al fin y al cabo había viajado hasta allí para llevar a cabo una misión con ellos. ¿Eso significaba que se encontraba lejos de la civilización? Observó a la mujer que permanecía junto a su cama. Parecía amable y bienintencionada, y además era obvio que había cuidado bien de Reiner.
Le ofreció a Erika una tortita de la cesta. Erika dudó: ¿no decían incluso que había caníbales en la selva? En la ciudad se oían infinidad de historias espeluznantes.
Sin embargo, al notar un rugido en el estómago y ver a Reiner jugando a su lado, contento, después de haberse comido unas cuantas tortitas, la aceptó agradecida. Le dio un mordisco con recelo y enseguida disfrutó del sorprendente sabor dulce en el paladar. Cogió dos pastelitos jugosos más y sintió que le subía el ánimo.
—Mujer dormir mucho, mujer levantarse. —Jaminala se levantó y se llevó la cesta—. ¡Mujer venir!
Erika se incorporó, acto seguido sintió un leve mareo y entonces reparó en que… ¡alguien la había desnudado! Avergonzada, intentó taparse un poco con el pañuelo, pero siempre le quedaban los pechos o las rodillas al descubierto. Mejor las rodillas. Reiner ya había bajado de un salto de la cama y había salido fuera corriendo. Ella se levantó, tambaleándose, y siguió a Jaminala fuera de la cabaña.
Fuera se encontró en medio de innumerables chozas pequeñas y bajas. Alrededor, se elevaban árboles imponentes y una vegetación impenetrable. Delante de las cabañas había mujeres sentadas por separado, con pequeñas hogueras humeantes. En el centro, un grupo de hombres sentados, alrededor de los cuales correteaban varios niños desnudos, acompañados de algunos cachorros de perro. Y justo en el medio estaba Reiner. Los habitantes del pueblo no prestaban mucha atención a Erika. Algunos alzaron la vista un instante y le hicieron un gesto con la cabeza.
Una de las mujeres les hizo una señal a Jaminala y Erika para que se acercaran y se sentaran. Erika intentó tomar asiento con el mayor decoro posible, sin que se le cayera el pañuelo con el que trataba de taparse el cuerpo. Luego, la mujer les dio dos cáscaras pequeñas y las llenó con una bebida que sirvió de una calabaza. Jaminala se bebió el contenido de un trago. Erika dudó e intentó ahuyentar la multitud de enormes moscas negras con la mano, luego le dio un sorbo a la bebida con prudencia. Tenía los labios secos y estaba sedienta. El brebaje era picante y amargo, pero mientras le bajaba por la garganta hasta la barriga le dejó un calor agradable. ¿Alcohol? Miró desconfiada en dirección a Jaminala, pero cuando las dos mujeres le indicaron con una sonrisa que tenía que bebérselo, vació su cáscara de un trago. Enseguida sintió que se le desataba un pequeño incendio en la garganta. Aquello era fuerte, más que el vaso de dram que Erika había bebido alguna vez en la plantación para tratar de olvidar a Ernst van Drag. Entonces, sintió que una sensación de relajamiento le invadía todo el cuerpo. Aturdida por el fuerte alcohol, observó a Reiner, que estaba jugando con varios niños. De vez en cuando, el niño miraba hacia su madre y le guiñaba el ojo. A Erika se le llenó de gozo el corazón. Estaba viva. Y a lo mejor estaba lejos de Bel Avenier… ¡Lejos de Ernst van Drag! Entre la bruma que le inundaba la cabeza poco a poco se fue abriendo paso una idea. ¡El niño! ¡El embarazo! Tal vez… con la caída al río… ¡No! No podía pensar en eso.