CAPÍTULO 2

El hijo de Martina nació una sofocante noche de agosto. Llegó al mundo con un grito ensordecedor que se oyó en toda la casa de la plantación. Julie se sintió aliviada: Martina llevaba casi dos días con contracciones y el propio Pieter empezaba a inquietarse al ver que el parto no avanzaba. Amru y la partera de la aldea de los esclavos les habían recomendado que se calmaran. Julie ayudaba a las mujeres en la medida que podía: les llevaba agua caliente y paños frescos. Martina estaba tan cansada que incluso permitió que Julie permaneciera a su lado, y esta se esforzó por infundir ánimos a su hijastra. Aun así, el parto la impresionó. Jamás había vivido nada igual y solo de pensar que tal vez ella algún día…

Amru intentaba calmarla.

—Misi, es el dolor más bonito que puede sufrir una mujer y cuando el niño está ahí todo se olvida rápido.

Con todo, el brutal sufrimiento que padeció Martina durante las últimas horas, mientras intentaba traer a su hijo al mundo, estremeció a Julie. Aunque Martina era valiente, al final estaba agotada. Saludó un momento a su hijo, pero luego las fuerzas la abandonaron. Ya no fue consciente de que Amru y Julie lavaban al pequeño, lo envolvían en una sábana limpia y lo dejaban a su lado. Pieter entró un momento a saludar a su hijo, con el pecho henchido de orgullo. Amru lo echó de la habitación enseguida.

—Misi Martina necesita tranquilidad.

Julie permaneció sentada junto a Martina, aunque también estaba exhausta. Karl apareció a la mañana siguiente. Observó un momento a su nieto y luego lanzó una mirada indefinida a Julie. ¿Era rabia lo que reflejaba, o incluso un silencioso reproche? Aunque había pensado con frecuencia en ello durante el embarazo de Martina, tampoco ella comprendía por qué no se quedaba embarazada.

—¿Juliette? —Martina se despertó cuando Julie le estaba enjugando la frente con un paño húmedo. Aunque siempre había confiado en Martina, le merecía un gran respeto lo que había hecho la noche anterior.

—¡Martina, todo ha ido bien! —le dijo con afecto—. Mira. —Julie le colocó cuidadosamente al bebé, que estaba durmiendo, en los brazos.

Una inmensa alegría iluminó el rostro de Martina.

—¿Verdad que es bonito? Y tan fuerte… —Besó a su hijo con ternura. Luego alzó la vista y posó la mano libre en el brazo de Julie—. Gracias por haber estado a mi lado.

A Julie la sorprendió aquella cercanía, que además la conmovió. Miró a Martina a los ojos y luego desvió la mirada hacia el bebé.

—Ahora necesitáis tranquilidad. Enviaré a Amru para que… Quiero decir, ¿querrás…? ¿O quieres que llame a un ama de cría?

La mayoría de mujeres blancas dejaba que las amas de cría negras amamantaran a sus hijos. Supuestamente, era mejor para la salud y para la figura. Sin embargo, Martina sacudió la cabeza con decisión.

—No, yo misma daré de mamar a mi hijo. Mira esos ojitos…

Julie volvió a dejar a madre e hijo en la intimidad. Tenía que refrescarse un poco y comer algo urgentemente, le rugía el estómago. En el pasillo se encontró con Pieter, que iba empujando a una mujer negra que llevaba a un bebé sujeto con un pañuelo.

—¿Martina está despierta? —preguntó con sequedad—. Esta es el ama de cría.

—Creo que no será necesario, Pieter —dijo Julie serenamente.

Pieter levantó la vista con sorpresa.

—Pero…

—Martina quiere cuidar del bebé. —Julie esperaba que Pieter no provocara ningún conflicto. Condujo abajo a la esclava, que sintió un evidente alivio al ver que no tendría que ocuparse durante meses de un segundo niño (y además blanco), y dejó ahí a Pieter, perplejo. No se volvió a hablar del tema. Solo Karl hacía de vez en cuando algún comentario brusco, argumentando que era totalmente innecesario que Martina tuviera que ocuparse durante las semanas siguientes del bebé noche y día. ¿Para qué tenían esclavos?

El pequeño Martin reclamaba mucha atención. Julie veía en él la mezcla perfecta del padre agresivo y la madre egoísta. En cuanto se conseguía un poco de calma en la casa, el bebé volvía a exigir atención con un estridente llanto. Martina le daba de mamar, le ponía el pañal, lo lavaba y lo consolaba como podía, pero pronto empezó a quedarse sin fuerzas.

—Misi Martina, tendría que dejar que el niño llorara. Tiene que aprender que todo llega…, pero a su tiempo —criticaba Amru los sacrificados cuidados, sacudiendo la cabeza. Martina se limitaba a hacer gestos de indignación.

—Amru, tal vez eso es lo que hacéis vosotros con vuestros hijos, pero Martin… —La mirada de Martina se posó amorosa en el niño y Julie alzó la vista al cielo. A ella también le parecía que todo aquello superaba un poco a Martina. Ni siquiera dejaba el bebé a Liv. De tan poco dormir como dormía y de tan poco comer como comía su cuerpo se había resentido y cuatro meses después del parto Martina exhibía un aspecto fantasmal. Pieter tenía el don de la invisibilidad. Cogía a su hijo con orgullo cuando dormía plácidamente, pero en cuanto se ponía a llorar se lo devolvía enseguida a su madre. Además, se había trasladado a la casa de invitados con el pretexto de que no conseguía dormir si Martina se levantaba a atender al niño cada pocas horas. Ante eso, Julie temía que por las noches volviera a abusar de las niñas esclavas, de modo que salía al jardín a altas horas de la madrugada para vigilar la casa de invitados con atención, pero en ninguna ocasión advirtió movimiento. Parecía que Pieter había puesto freno a sus impulsos desde que Julie le había hablado del tema.

Una mañana, Martina y Julie se dirigían al porche después del desayuno cuando Martina se mareó y apenas tuvo tiempo de dejar al bebé en brazos de Julie antes de que le fallaran las piernas.

Julie soltó un grito.

—¡Amru, rápido!

El papagayo empezó a revolotear, inquieto.

La esclava apareció en la puerta y ayudó a Martina a levantarse y a sentarse en una silla. La abanicó con un pañuelo y sacudió la cabeza con un gesto de reproche.

—Misi Martina se ha exigido demasiado.

Julie también expresó su preocupación.

—Martina, no puedes seguir así —dijo con precaución—. Estás sacrificando tu vida por el niño. Creo que es el momento de buscar otra solución, una de las chicas podría…

—¡No! —Martina estaba sentada, temblorosa, en la silla del porche. Dejó a un lado el vaso de agua que le había llevado Amru—. No quiero que una de las chicas… No tienen ni idea de cómo…

Julie suspiró.

—¡Pero, Martina, necesitas un poco de tranquilidad! Y no hace falta que dejes del todo a Martin, solo unas horas al día para que puedas dormir un poco y comer algo con calma.

—Pero…

Julie notaba que Martina temía que nadie pudiera cuidar a Martin tan bien como ella, pero estaba tan débil que había que encontrar una solución, y rápido.

Sin embargo, el principal problema no era la madre, que no quería dejar a su hijo, sino aquel niño caprichoso. Ya habían intentado que Martin se acostumbrara a que lo mecieran otros brazos, pero no resultaba sencillo engañar al pequeño, que gritaba en cuanto un desconocido intentaba cogerlo o dejarlo en su canastilla. Liv, Kiri y Amru ya habían fracasado estrepitosamente y habían tenido que volver a dejar al niño en brazos de su madre con un gesto de resignación. Julie miró pensativa al niño, que seguía tan tranquilo en sus brazos. Entonces tomó una decisión.

—Puedo quedármelo yo mientras tanto —sugirió con rotundidad.

Martina arrugó la frente.

—¿Tú?

Julie sonrió satisfecha.

—Sí, me encantaría. Mira, está tranquilo conmigo, y así tú podrás descansar un poco…

A partir de entonces, Julie se ocupaba de Martin por las mañanas, después de que Martina le hubiera dado de mamar. El niño estaba tranquilo y satisfecho, y realmente mostraba un comportamiento más agradecido con Julie que con los demás. A ella no le costaba volver a dormirlo si se despertaba muy pronto y lloriqueaba. Incluso lo hacía sonreír jugando con sus dedos. Una vez superadas las primeras reticencias, Martina agradeció la ayuda. Los primeros días no paraba de ir tras Julie, inquieta, pero, al ver que Martin estaba bien, aprovechó el tiempo para dormir un poco. Al cabo de tres semanas, ya había recuperado fuerzas y tenía buen aspecto.

A Pieter, en cambio, no le gustaba nada aquel acuerdo. Observaba a Julie con suspicacia cuando cogía a su hijo, pero, si lo hacía él, Martin lloraba hasta que su carita de bebé se le ponía de color rojo intenso, así que a Pieter no le quedaba más remedio que tolerar el pacto.

Con los días, inevitablemente, Julie comenzó a cogerle cariño a aquella criatura. Observaba al niño mientras dormía, pensativa y fascinada al mismo tiempo. Cada vez con más frecuencia sentía tristeza por no haber tenido un hijo. En cambio, Karl…, pero simplemente parecía que no tenía que suceder.

¿Y si, con el nacimiento de Martin, Karl había renunciado al deseo de tener un heredero? Desde que su nieto había llegado al mundo, ya no importunaba a Julie. Ella se alegraba, ya que sus intrusiones nocturnas habían sido de todo menos agradables.

Aun así, seguía yendo una vez por semana a la ciudad. ¿Y si Suzanna le daba lo que buscaba? Julie había pensado algunas veces en hablarle de su amante de Paramaribo, pero el miedo a su reacción la hacía dudar y concluyó que tal vez fuera mejor que las cosas siguieran como estaban. Mientras Karl la dejara en paz, la vida en Rozenburg era soportable.

Julie había llegado a querer aquella plantación como si fuera su hogar. Allí había personas que significaban algo para ella. Sobre todo Kiri, Amru y las demás esclavas, por las que sentía verdadero afecto. Y, por supuesto, Martin, e incluso Martina, de la que se sentía responsable. Karl y Pieter solo eran sombras desagradables que perturbaban de cuando en cuando su tranquilidad, pero la mayoría de las veces desaparecían enseguida. A saber qué hacía Karl todo el día en su despacho, o en los campos de la plantación; a saber cómo pasaba el tiempo Pieter en la casa de invitados. Si ellos no estaban presentes, Julie incluso disfrutaba de la vida.

Solo la importunaba la añoranza implacable que sentía por Jean. Lo echaba de menos. Se preguntaba qué estaría haciendo en ese momento en la ciudad, si habría encontrado un nuevo empleo. ¿La echaría él de menos?