CAPÍTULO 1

Frieda van Drag murió una mañana de septiembre. Unas nubes espesas atravesaron el bosque hasta el río y se llevaron su alma. Por lo menos, eso esperaba Erika. Aquella enfermedad no solía provocar una muerte tan rápida, pero últimamente los accesos de fiebre eran cada vez más frecuentes e intensos, y al final pasaron factura. Erika agradecía a Dios que al fin hubiera terminado con el sufrimiento de la mujer, y no se refería solo al tormento de su cuerpo enfermo. Con el tiempo, Erika comprendió que, durante años, los continuos embarazos habían sido una vía de escape para Frieda van Drag: solo así había podido mantenerse alejada de su marido. Ernst van Drag era un monstruo. De día se mostraba frío, distante y autoritario con sus hijos y sus subordinados, y al caer la noche despertaba su verdadero yo: entonces llamaba a Erika a su cuarto. Después del primer ataque, ella mantuvo durante un tiempo la esperanza de que se tratara de un suceso extraordinario, pero enseguida se desengañó. Ernst no dejó de llamarla. La obligaba a vestirse con ropa de esclava y se abalanzaba sobre ella.

Erika no era sino una sombra de sí misma, pero se esforzaba por controlarse. En su desesperación, a menudo pensaba en contárselo a alguien, pero ¿a quién? ¿A Jette? Enseguida descartó la idea. ¿Qué podía hacer la esclava? Confiaba en ella, pero no quería ponerla también en peligro. No quería ni imaginar lo que podía llegar a suceder si Ernst van Drag se enteraba de que había hablado con otras personas de sus ataques. No, lo mejor era no decir nada.

Intentaba distraerse cuidando de los niños. No parecían muy afectados por la muerte de su madre, solo el pequeño derramó algunas lágrimas, pero al cabo de unas semanas se olvidó. Para ellos, su madre solo había sido una fría desconocida que se dedicaba principalmente a dirigir la casa desde sus aposentos. Hacía tiempo que se sentían huérfanos de madre, y eso a Erika le dolía en el alma. ¿Cómo se podían criar tantas almas infantiles en un mundo tan despiadado? ¿Qué iba ser de esos niños con semejante padre? Ernst azotaba a sus hijos, pero jamás tocaría a las niñas. Al menos, Erika se aferraba a esa esperanza. Solo la anterior ama de cría y los esclavos domésticos ofrecían a los niños algo de apoyo, lo que no impedía que ellos manipulasen a los esclavos después de desahogarse llorando en sus faldones. Erika intentaba mantener a su hijo alejado de la casa en la medida de lo posible. Reiner, que se sentía más a gusto con los leñadores y sus hijos, empezaba ya a balbucear con entusiasmo y caminaba con torpeza, con las piernecitas abiertas y sujeto a las manos de Erika, por el espacio polvoriento que quedaba entre las cabañas.

Pasadas unas semanas y tras sufrir varios ataques dolorosos por parte de Ernst van Drag, Erika solo pensaba en irse. Ya llevaba casi un año allí y no podía soportarlo más. Si se quedaba, no sobreviviría a aquella tortura. No estaba dispuesta a permitir que Ernst la utilizara cuando quisiera, no pensaba permitir que sucediera nunca más, de eso estaba segura, así que solo le quedaba huir. Por supuesto, la huida sería peligrosa, sobre todo para el pequeño Reiner, pero Erika no veía otra salida: las cosas no le iban bien y no mejorarían mientras siguiera allí. Apenas tenía apetito y sentía un malestar constante que achacaba al estado de tensión en el que vivía.

En ese aspecto, Jette tenía mejor ojo:

—¿Misi Erika embarazada? —le dijo una mañana con un guiño cuando Erika volvió a dejar el desayuno a un lado y le puso a Reiner unos frutos en los deditos. Erika se quedó mirándola y se apresuró a contar mentalmente los días de retraso. Luego se levantó de un salto y vomitó fuera, junto a la entrada de la cocina, en los arbustos. ¡No podía ser! ¡No era justo! ¡De ese hombre no!

Sin embargo, cuanto más lo pensaba y más atenta estaba a las señales de su cuerpo, más claro lo veía: estaba esperando un niño. El impacto fue terrible, pero Erika se obligó a calmarse. El niño no tenía la culpa. Poco a poco fue comprendiendo que el embarazo también le ofrecía una oportunidad: tal vez así podría mantener a raya a Ernst van Drag, pues siempre había dejado tranquila a su mujer cuando estaba en estas circunstancias. Por lo visto, sus ansias no era tan intensas como para desahogar su insaciable deseo con una embarazada. De modo que Erika no dudó en contarle lo de su embarazo.

—¿Embarazada, eh? —le gruñó—. Siempre me pasa lo mismo con vosotras, putas, no puedo vigilaros —dijo, pero a partir de aquel día la dejó tranquila. Por lo menos en ese momento, Erika se sintió aliviada, pero sabía que solo había postergado el problema. Cuando el niño naciera, un hijo de Ernst, él no la dejaría marcharse y sin duda reemprendería el acoso. Tenía que irse. Erika lo preparó todo mentalmente para su huida. Escapar por tierra era muy peligroso, los guardas de la plantación de madera tenían la vista y el olfato entrenados para esas situaciones. Por otra parte, su estado físico no le permitía recorrer grandes distancias a pie por bosques impracticables y tendría que cargar con Reiner durante largos trayectos. Además, no sabía dónde se encontraban las siguientes plantaciones, probablemente la descubrirían antes de que ella y el niño pudieran ponerse a salvo. No, tendría que remontar el primer tramo del canal. Si escogía el momento adecuado, el agua la alejaría rápidamente de la plantación y la llevaría a un lugar seguro. Lo demás ya iría surgiendo. Necesitaba una barca. Averiguó dónde estaban los pequeños botes y observó con disimulo su funcionamiento. Durante el día, hasta que oscurecía, no paraban de tomar tierra y zarpar barcas con esclavos, así que tendría que esperar a la noche y luego coger un bote. No tenía ni idea de cómo manejar el timón, pero esperaba que la corriente del canal la empujara hasta un río más grande y, así, de algún modo, tomar rumbo a la ciudad. ¡No podía ser tan difícil! Primero debía ocuparse de recuperar fuerzas, tenía que irse antes de que el embarazo estuviera tan avanzado como para que le causara molestias. El niño no la preocupaba, en realidad ni siquiera pensaba en la nueva vida que crecía en su interior. Tenía sentimientos encontrados al respecto: lo que estaba gestándose en su cuerpo era un regalo de Dios, ¡los niños eran un obsequio divino! Aunque se lo hubieran impuesto, tenía que aceptarlo, pero no sabía si lo lograría. Allí seguro que no, pero tal vez en otro sitio, donde nada le recordara al padre de la criatura, podría conseguirlo. Quizás incluso Reinhard… A Erika le daba pavor el momento en que tuviera que comunicarle a su marido que llevaba en sus entrañas el hijo de otro hombre… O que había dado a luz, ya que de todos modos tendría que decírselo… No sabía qué hacer.

Reiner estaba profundamente dormido. Erika lo había dejado jugar largo y tendido durante la tarde y luego le había dado una gran cantidad de papilla. Le brillaban las pequeñas mejillas rosadas, y de vez en cuando dejaba escapar algún ruido. Podría llevarlo a la barca dormido. Erika envolvió un poco de pan y fruta con cuidado en un pañuelo y reunió sus escasos efectos personales en un atadijo que podría llevar cómodamente aunque tuviese que cargar con el niño. Todo estaba listo. Se sentó nerviosa en la habitación a esperar a que el crepúsculo diera paso a la noche cerrada.

Por un momento, la invadieron las dudas y el arrepentimiento. ¿De verdad podía dejar a los niños solos? Sí, tenían a sus amas de cría y a los esclavos de la casa, que se ocuparían de ellos. También le costaba separarse de los leñadores alemanes: el pueblo siempre había sido para ella un pequeño consuelo, que le daba sensación de hogar. Erika se recompuso: no podía quedarse allí. Se levantó de un golpe, agarró a Reiner y el fardo y salió a hurtadillas de la casa.

—¿Adónde te lo llevas?

Erika estuvo a punto de morirse del susto cuando distinguió la imponente figura de Ernst van Drag en la oscuridad, en el porche. Erika abrazó a Reiner.

—¿Pretendes escapar? Sabes lo que les ocurre a los esclavos que huyen, ¿verdad? —Ernst se acercó un paso a Erika, que sintió el hedor a alcohol. Ella retrocedió, sin dejar de abrazar a su hijo dormido.

—No, yo… yo… —Tropezó con una de las mesitas y oyó ruido de cristales a su espalda. Ernst van Drag avanzó otro paso hacia ella. El blanco de sus ojos brillaba en la oscuridad cuando agarró con fuerza a Erika por el brazo con el que esta sostenía a Reiner.

Para no caer de espaldas y no perder el equilibrio, Erika agitó la mano libre. De pronto tocó algo frío: ¿una jarra, una botella? Agarró el recipiente, levantó el brazo y echó el cuerpo hacia delante. Golpeó con todas sus fuerzas a Ernst van Drag con el objeto. El cristal se rompió cuando la jarra alcanzó su cabeza. Desconcertado, el hombre se tambaleó hacia atrás.

—¡Eh! Zorra, ¿no querrás…? —En su voz se percibía un peculiar aire de frialdad. Erika sintió cómo Reiner sacudía la cabeza a un lado y a otro, inquieto. Pronto se despertaría. Sintió que por sus mejillas corrían lágrimas de miedo, ya no veía con nitidez la silueta de Ernst van Drag, pero solo tenía un objetivo: salvar a su hijo y su propia vida. Volvió a golpearle por instinto y vio que le daba en el cuerpo con la jarra rota. ¡No, no conseguiría retenerla! Lo golpeó una y otra vez, cegada por el miedo. De pronto, aquel hombre profirió un grito gutural y se desplomó hacia atrás. Erika dejó caer la jarra, aturdida, estrechó entre sus brazos a Reiner, que sollozaba en voz baja, y echó a correr todo lo deprisa que pudo en dirección al río.

Estuvo a punto de tropezar con una raíz en el camino trillado, pero recuperó el equilibrio y le susurró unas palabras a Reiner, con la esperanza de calmarlo. Si ahora se ponía a gritar, se oiría en toda la plantación.

Lanzó el atadijo con sus escasas pertenencias a la primera barca, deslizó el pie por debajo de uno de los asientos y la empujó. Dejó a Reiner en la barca y saltó a la pasarela de nuevo. Le pareció que tardaba una eternidad en conseguir desatar el cabo con los temblorosos dedos. Casi estaba hundida en el lodo cuando logró empujar la barca hacia aguas más profundas. Saltó presurosa a la embarcación que se bamboleaba y agarró el timón, en un torpe intento de llevar la barca hacia la corriente. Enseguida, la barca empezó a avanzar impulsada por el torrente de agua y adquirió gran velocidad. Erika suspiró aliviada, le temblaba todo el cuerpo. Había herido a Ernst van Drag. ¿Tal vez incluso…? ¡No! No quería ni pensarlo. Pero, aunque solo lo hubiera herido…, la buscarían, probablemente incluso la acusarían y la encerrarían. ¿Qué había hecho?

No podía dormir. Permaneció largo rato inmóvil, ensimismada. Reiner dormía en su sitio, en el otro extremo de la barca. Los contratiempos de aquella noche no parecían haberlo afectado mucho. ¿Qué haría ahora? Si la buscaban, la encontrarían, al fin y al cabo no podía estar escondida para siempre con Reiner, y menos en su estado. Exhausta y abatida, dirigió la mirada al cielo. Pronto saldría el sol. Ya aparecía un tenue velo rojo sobre las copas de los árboles. De pronto, la barca empezó a tambalearse como por arte de magia. Al principio despacio, de izquierda a derecha, pero enseguida con más fuerza. ¿Qué era eso? ¿Saltos del río, piedras? Erika quiso tener a su hijo más cerca, pero para eso necesitaba cruzar la barca. Miró alrededor y vio la cuerda con la que antes estaba amarrada la nave. Se enrolló el cabo suelto en la muñeca e intentó incorporarse, entre los fuertes vaivenes: craso error. La barca perdió del todo el equilibrio, se inclinó y Erika cayó por la borda antes de encontrar algo a lo que agarrarse. El agua fría la envolvió y le arrebató el aire de los pulmones. Logró salir a la superficie resoplando y pataleando, pero por un momento se desorientó. ¡Reiner!

Un doloroso tirón en el brazo sacó a Erika levemente del agua. ¡La cuerda! ¡Estaba en la parte trasera de la barca!

Erika no sabía nadar, pero la corriente la empujó hacia la soga de la parte trasera de la barca. Desesperada, agitó el brazo libre para acercarse más a la barca y, finalmente, lo consiguió gracias a un enorme esfuerzo. Se agarró al borde con las dos manos y trató de subirse con sus últimas fuerzas, pero al intentarlo estuvo a punto de volcar la barca. ¡Era imposible! Si se subía, probablemente tiraría a Reiner al agua. Erika pensaba a toda prisa. Le dolían los dedos, no podría aguantar mucho más. Si conseguía inclinar un poco la barca, tal vez conseguiría llegar a la orilla. La corriente ya no era tan fuerte, y los rápidos parecían menos pronunciados. Agotada, miró alrededor. No sabía si la orilla estaba más cerca de un lado que de otro. Pataleando, intentó girar la barca y, poco a poco, lo logró. Erika reunió todas sus fuerzas y se impulsó con las piernas a contracorriente. Entonces, empezaron a chocar las primeras ramas contra la madera, ¡casi había llegado a la orilla! Tenía los dedos rígidos y entumecidos y sintió, presa del miedo, que se resbalaba del borde. La proa de la barca volvió a girar con la corriente y ella siguió deslizándose. Intentó sujetar la cuerda y remó desesperada con los brazos. Algunas delgadas ramas de los árboles que estaban en el agua se le escurrieron cuando quiso agarrarse a ellas. De pronto, sintió un golpe seco en el pecho: ¡una rama gruesa! Se aferró a ella, pero la barca le tiraba con fuerza del brazo. Si conseguía enrollar la cuerda en la rama, tal vez por lo menos Reiner… Alguien encontraría la barca. La cuerda estaba por encima de la rama, así que tenía que sumergirla y colocarla alrededor del niño, con suerte lograría detener la embarcación con el cuerpo. No podía más. Reiner… Reinhard. Antes de perder del todo el conocimiento, volvió a respirar hondo y se dejó deslizar por debajo de la rama. Notó que la cuerda se tensaba y que la barca, tras pegar un fuerte tirón, se quedaba quieta en medio de la corriente. A continuación, sintió un impulso hacia arriba. Intentó volverse para comprobar si realmente la barca se había parado. A tan solo unos metros, la proa se balanceaba suavemente de un lado a otro. Por encima de ella, en el cielo, el sol asomaba radiante. Lo último que oyó, entre el chapoteo del agua, fue el tenue hipo de su hijo.