¿Karl no era el padre? Julie tenía que volver a pensar en la trascendencia de esas palabras. Eso arrojaba una luz completamente nueva sobre el misterio que encerraba el suicidio de Felice. Hasta ese momento, Julie siempre había creído que Felice se había tirado al río en un momento de enajenación mental. Pero si llevaba dentro de sí el hijo de otro hombre y Karl se había enterado, ¡a saber las discusiones que podrían haberse llegado a producir allí, en la plantación! Julie empezó a sentirse mal solo de pensarlo. Una única pregunta la atormentaba: ¿qué había ocurrido allí? Julie se esforzó por concentrarse en los demás invitados, aunque solo muy de cuando en cuando conseguía participar en alguna conversación sin importancia.
—¿Te encuentras bien…? Pareces un tanto… ausente. —Julie ni siquiera se percató de que Jean se había colocado con discreción a su lado.
Julie sintió la cercanía y la confianza de su amigo después de haberlo echado tanto de menos, pero en ese momento, de pronto, le resultó una amenaza.
—Sí, sí, todo bien…, no pasa nada. Es solo que estoy agotada.
Jean tomó al vuelo una copa de champán de uno de los sirvientes que pasaba en ese momento con una bandeja y se la tendió a Julie.
—Toma, tal vez esto te ayude, ha sido un día muy largo.
Al coger la copa, los dedos de Julie rozaron por un instante los de Jean. Sus pensamientos sobre Felice quedaron olvidados; eso formaba parte del pasado. En ese lugar y en ese momento, aquella era la realidad. La emocionante tensión que surgió entre ellos le aceleró el corazón y, de nuevo, volvió a sentir la explosión de mariposas en el estómago.
«¡Aquí no!, exclamó para sus adentros, ¡ahora no!». Pero el recuerdo del beso irrumpió con violencia en su cabeza. ¿Estaría ocurriéndole a él lo mismo? Por un instante, él se quedó mirándola fijamente. ¿Qué reflejaban sus ojos? ¿Deseo? ¿Cómo podía convertirse una fracción de segundo en una eternidad? Julie se forzó a apartar la mirada.
—Julie, yo…
—Aquí no, Jean, por favor, aquí no. Tengo que… Tengo que ocuparme del resto de los invitados. —Julie huyó antes de que los sentimientos la desbordasen.
Durante toda la tarde, trató de concentrarse en los demás invitados, aunque a cada rato volvía la vista para buscar a Jean. Este solía estar manteniendo alguna conversación de compromiso o se lo veía sentado solo en una mesa con la mirada perdida en sus reflexiones. De algún modo, parecía reparar al instante en que Julie lo estaba mirando y entonces levantaba la vista, ante lo cual ella bajaba los ojos de inmediato.
A última hora de la tarde, la mayor parte de los invitados se despidió antes de regresar a sus habitaciones o retirarse a los aposentos para invitados de la plantación. Ivon había colocado antorchas que iluminaban el jardín con el resplandor de sus llamas.
—Ha sido un festín formidable. —Julie ni siquiera se asustó al ver aparecer a Jean a su lado. Se sentía agotada y en lo único en que pensaba era en el momento de refrescarse con agua y tenderse sobre las sábanas limpias de su cama. Pero su obligación era quedarse hasta que se despidiera el último invitado.
Los recién casados, en cambio, se habían excusado ya hacía algunas horas y se habían retirado a sus habitaciones, un anuncio que los invitados recibieron con buenos ojos y entre risas, por supuesto. «Si ellos supieran que en realidad… no hará falta que se molesten en la noche de bodas…», se dijo Julie para sus adentros.
—Sí, Ivon ha realizado un gran trabajo. —Julie evitó mirar a Riard.
—Hace una noche maravillosa, ¿te apetece pasear?
Jean se encaminó hacia el río con actitud decidida. Julie vaciló un instante. Los huéspedes que quedaban estaban atendidos y de Karl y su grupo de invitados bebedores hacía rato que ya no se sabía nada. Así que tomó junto a Jean el mismo sendero que había recorrido unas horas antes con Valerie.
Lo que Julie no imaginaba es que estaba sometida a la atenta mirada de alguien que, efectivamente, no tenía nada que hacer en la noche de bodas.
Ambos callaron, no había nada que decir. La mera presencia del otro hacía que sobraran las palabras. Julie no habría sabido describir lo que sentía en aquellos momentos. Lo único que deseaba era recostarse sobre el hombro de Jean, sentir sus brazos estrechándola contra su cuerpo. Pero su juicio le impedía consentir que eso ocurriera. No podía…
Al llegar a la orilla, ambos se quedaron inmóviles mirando la corriente oscura que discurría por el cauce. El resplandor de la luna provocaba el centelleo de unas pequeñas ondas y los leves chapoteos revelaban que, en el río, la vida proseguía por la noche.
Jean se volvió hacia ella y, por un instante, Julie deseó que la tomara del brazo y uniera sus labios a los suyos. Pero eso no sucedió. De pronto oyeron retazos de palabras cada vez más cerca. Julie retrocedió un paso, asustada.
Por el camino flanqueado de arbustos apareció Karl, seguido de Pieter y Aiku.
—¿Qué pasa aquí? —Karl tenía la lengua pesada por el exceso de alcohol. Pero no parecía tener los sentidos tan aturdidos como para no comprender lo que estaba ocurriendo allí. Antes de que Julie pudiera comenzar a decir algo, la agarró bruscamente del brazo.
—Así que resulta que eres una furcia y estás beneficiándote a un hombre a mis espaldas… —Karl colocó a Julie detrás de sí de un empujón—. Y usted… Usted… —agregó dirigiéndose a Jean con un tambaleo. Este retrocedió con las manos en alto y consiguió hablar antes que Julie.
—Solo he acompañado a su esposa, no se encontraba bien… y por eso…
—No se encontraba bien, no se encontraba bien… No estoy ciego. Usted… usted… desaparezca de mi vista ahora mismo y no se le ocurra volver a aparecer por aquí nunca más. ¡Desaparezca antes de que me arrepienta!
Karl agarró a Julie y la arrastró a empujones de regreso hasta el jardín y luego al interior de la casa. En lo que no reparó fue en que los invitados que todavía estaban por allí observaban la escena estupefactos y empezaban a cuchichear al verlo tratar a su esposa de un modo tan brutal, al tiempo que, además, profería toda suerte de insultos e improperios contra ella. Arrastró a Julie a su dormitorio; una vez dentro, dio un portazo y se arrancó la camisa.
—Ahora te vas a enterar de lo que es bueno. Necesitas un hombre más joven, ¿no es eso? Ven aquí… —La empujó sobre la cama y le arrancó el vestido. En ese instante, Julie sintió que su rigidez se disipaba. No había querido reaccionar cuando él la había agarrado en el río porque su aparición la había pillado desprevenida. Pero ahora… sabía lo que la esperaba.
—Karl, no, estás borracho y las cosas no son como tú crees…
La bofetada que le asestó fue tan brutal que cayó de espaldas sobre la almohada. Notó el sabor de la sangre en los labios. Antes de que pudiera incorporarse, él se arrojó encima, le rodeó el cuello con una mano hasta dejarla casi sin respiración y con la otra le separó las piernas por la fuerza.
—Si es lo que quieres, yo también puedo dártelo. Mi esposa no tiene que meterse en relaciones con otros hombres.
Julie estuvo a punto de perder el conocimiento cuando un punzante dolor le recorrió todo el cuerpo.
Julie no sabía qué es lo que Karl les habría dicho a los invitados para justificar que ella no acudiera a despedirse, y tampoco sabía qué habría ocurrido después de la celebración en el jardín y la casa para que todo volviera a la normalidad. Los días siguientes transcurrieron como en una neblina. Julie permaneció tendida en la cama y solo permitía la entrada a Kiri. La joven esclava estaba visiblemente preocupada por el estado en el que encontró a su misi. La cara hinchada, los labios rotos y todas las sábanas manchadas de sangre. Kiri la lavó y le puso un camisón limpio. Julie dejó que la muchacha hiciera todo aquello sin decir una sola palabra. Solo cuando Kiri quiso ir a llamar a Amru para que le curase las heridas y le mirara los hematomas, Julie le dijo que no.
—No, Kiri, por favor… Ocúpate tú, no quiero ver a nadie.
Y Kiri así lo hizo. Pero cuando a la mañana siguiente volvió a encontrarse a la misi en un estado similar, y al siguiente otra vez, fue en busca de Amru sin decirle nada a Julie.
—El masra… No sé… Estoy preocupada por misi Juliette.
Pero Amru se limitó a encogerse de hombros y respondió:
—Kiri, eso es algo que deben resolver el masra y la misi entre ellos. Aunque a ti te resulte difícil soportarlo. El masra está muy enfadado con la misi y no sé exactamente por qué…, aunque me lo puedo imaginar. Ocúpate de cuidarla, estate a su lado. —Después, levantó un dedo con un gesto de advertencia y agregó—: Pero no se te ocurra hacer ningún comentario. Si el masra se entera, es capaz de matarte a golpes.
Kiri lo creía completamente capaz de hacerlo, así que decidió seguir el consejo de Amru.
Julie tampoco sabía muy bien qué le había ocurrido. Pasaba los días tendida en la cama a oscuras y por las noches se quedaba inmóvil y aterrada, en cuanto oía los pasos de Karl. Lo que ese hombre le hacía todas las noches le había ido minando el ánimo. No quería abandonar la habitación, ni salir a la calle, ni comer nada y sobre todo no quería ver a nadie.
Una mañana, cuando Karl estaba en los campos, alguien llamó a la puerta de Julie. Ella se sorprendió, aunque lo único que logró articular fue un «¿sí?» apenas audible.
Acto seguido, Aiku entró en la habitación. Julie, que se encontraba junto a la ventana, retrocedió un paso. ¿Ahora Karl mandaba a su esclavo de cámara?
Aiku bajó la mirada. Un gesto que expresaba su pesar y su disculpa. Entró con actitud vacilante, casi temerosa, pero por su rostro podía adivinarse que no estaba allí por orden de Karl. Julie intentó dominarse. De Aiku no tenía por qué tener miedo. Al fin y al cabo, el esclavo jamás le había hecho nada malo.
—¿Aiku? —recuperó la voz.
Aiku levantó la mano derecha, en la que sostenía un pequeño saco, y señaló con él hacia Julie. Le había traído algo.
—¿Qué tienes ahí? ¿Es para mí?
Asintió con vehemencia y desató el nudo del saco. De este salió Nico, sacudió las plumas entre temblores y, en cuanto logró orientarse, echó a correr en dirección a Julie buscando protección.
—¡Nico! —De pronto una sonrisa se apoderó del rostro de Julie. En los últimos días casi se había olvidado de su amigo con plumas—. Gracias, Aiku.
En ese instante, se vislumbró un esbozo de sonrisa en el rostro del esclavo —que solía tener siempre un rictus impasible—, el cual abandonó rápidamente la habitación de la misi. Julie se apoyó en la repisa de la ventana. Nico voló hasta el brazo del elegante sillón y se quedó mirando a Julie, intrigado, con la cabeza ladeada.
—¿Qué? ¿Me has echado de menos? —Julie le acarició con suavidad el plumaje del pecho, que él hinchó para mostrar su agrado.
La compañía de Nico encaminó sus pensamientos por nuevos derroteros. ¿Acaso habría tratado Karl a Felice igual que la estaba tratando a ella en los últimos tiempos? Él quería tenerla para él solo… El hecho de haberla visto coquetear con otro hombre había desatado su furia. ¡Jean!
Cada vez que pensaba en él, se le encogía el corazón. ¿Qué iba a ser de él?
Karl nunca se había interesado especialmente por ella, le daba la sensación de que siempre la había considerado un juguete. Pero, en cuanto alguien había amenazado con quitársela, se le había venido el mundo encima.
Julie era consciente de que, en su actual situación, no tenía salida. Estaba atrapada en la plantación. ¿Qué podía hacer?
Cuando estaba a punto de quedar sumida en su ya habitual estado de indiferencia, el papagayo le pegó un picotazo en el dedo.
—¡Ay!
El animal la miró con expresión juguetona y meneó la cabeza.
Y en ese instante, cuando miró a los ojos a aquel animalillo que tan bien parecía conocerla, Julie tomó una determinación. ¡No! No pensaba resignarse y aceptar su destino sin pelear. Karl no podía tratarla así eternamente. No acabaría como Felice, no dejaría que Karl la destruyese. El aislamiento al que ella misma estaba sometiéndose solo contribuía a su propia destrucción. Se puso en pie y se miró al espejo. Los moratones ya estaban desapareciendo. Si no se resistía, Karl no la golpeaba. Y a fin de cuentas ya había comenzado a perder otra vez el interés en ella. Sus visitas eran cada vez menos frecuentes y en la mayor parte de los casos venían provocadas por su estado de embriaguez. Finalmente, Julie decidió abandonar la habitación.
Kiri y Amru no podían ocultar su alivio al ver que poco a poco Julie recobraba el ánimo. Ella tenía la sensación de que todos se adelantaban a sus deseos. Pronto volvió a tomarle el gusto a sentarse en el porche, aunque siempre procuraba escoger un momento en el que Karl no estuviera cerca de la casa y Martina y Pieter tampoco anduvieran por allí. Aunque no logró librarse de todos ellos por completo. En cuanto Karl se percató de que Julie había decidido abandonar su habitación, le ordenó en tono imperioso que se reincorporase a las comidas. Julie se planteó por un momento la posibilidad de retirarse de nuevo a su habitación, pero al final decidió no hacerlo. ¡No, no iba a destruirla! Martina parecía estar al corriente de la situación y no le dirigía la palabra a Julie. Pieter le dedicaba, de cuando en cuando, una sonrisa cargada de odio.
No se hacía difícil adivinar quién había puesto a Karl sobre la pista de Jean y Julie el día de la boda.