CAPÍTULO 9

Al principio, Erika no reaccionó a las murmuraciones de Ernst van Drag. Desde que la había visto con el vestido de colores de la esclava, no dejaba de lanzarle comentarios. Erika había reparado en la extraña mirada del hombre y había interpretado que pretendía reprenderla. A ella le había resultado bochornoso presentarse ante el jefe de la plantación de aquella guisa, pero no le había quedado otro remedio. Solo esperaba que él olvidase el incidente cuanto antes si ella se esmeraba con todo su afán.

Por desgracia, las cosas sucedieron de otra forma.

Todo comenzó cuando él se la encontró, aparentemente por casualidad, en el camino que unía la aldea de los esclavos con la plantación.

—Ah, hola, Erika. Y dígame, ¿viene de hacerles otra visita a sus compatriotas? —El hombre se plantó delante de ella para impedirle el paso.

Erika quiso responderle la verdad; que había ido a llevar a Reiner con Resa para poder empezar la clase de los niños, pero en ese instante Ernst van Drag la agarró del brazo y la retuvo. Acercó su rostro al de ella.

—¿O acaso estabas otra vez en la aldea de los esclavos, muchacha? Quizás debería regalarte un vestido de esclava.

Erika sacudió el brazo, asustada, para soltarse.

—Tengo que… que ir a buscar a los niños —tartamudeó y echó a correr a toda prisa hacia la casa. Él estalló en amenazadoras risotadas.

Ese día, Erika no fue capaz de dilucidar qué estaba pasando. ¿Es que el amo de la casa había perdido el juicio?

Por la tarde, prefirió ir a casa de Resa a recoger a su hijo acompañada por Jette.

—¿Está todo bien, Erika? Estás muy pálida —preguntó Resa mirando a su amiga con preocupación.

—Sí, todo bien, es solo que… que estoy cansada.

La mujer del leñador arrugó la frente, pero no dijo nada. Cuando Erika regresó a la casa de la plantación con Reiner en brazos, ya estaba anocheciendo. Jette se despidió en el cruce de la aldea para tomar el camino a su casa. Cuando Erika se encontraba ya en el porche y se disponía a entrar en casa, se llevó un susto de muerte al vislumbrar de pronto en la penumbra la figura de Ernst sentado en una silla.

—Lleva al niño a la cama y después vuelve aquí, Erika. —La firmeza en su voz no daba pie a ninguna respuesta.

Erika se apresuró a entrar en la casa. Seguro que iba a despedirla por el comportamiento que había tenido últimamente. Y, si eso sucedía, tendría que olvidarse de seguir buscando a Reinhard. El mero pensamiento de regresar a la ciudad sin dinero hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas. ¿Qué iba a ser de ella? No quería regresar con los hermanos de la comunidad, pero no conocía a nadie más en el país. Salvo a Juliette, pero ella se hallaba muy lejos y quizá ya ni siquiera se acordaba de ella. ¿Dónde iba a vivir? ¿De dónde iba a sacar dinero? Sí, tal vez conseguiría otro puesto como maestra o institutriz, pero así jamás encontraría a Reinhard. Ahora ya llevaba mucho tiempo con los Van Drag. En realidad, ella había creído que conseguiría reunir el dinero más rápido. Pensaba que las institutrices ganaban más; jamás habría sospechado que la paga fuese tan precaria. Se enfadó consigo misma por no haberlo preguntado antes. Y los cimarrones que controlaban el transporte al interior del país cobraban a los pasajeros unos precios muy elevados. Quinientos florines, le había respondido uno de los barqueros a la pregunta de cuánto le costaría viajar al interior. Iba a tardar una eternidad en conseguir esa suma.

Cuando al fin hubo dejado a Reiner en la cuna, la cabeza le daba vueltas. Se levantó con actitud decidida. Se rehízo el moño y se colocó bien el vestido gris que solía llevar puesto en casa. Si su jefe iba a despedirla, ella al menos quería exhibir un aspecto presentable.

Cuando volvió a salir al porche, Ernst van Drag continuaba sentado en la misma silla. Sobre la mesa había una frasca vacía junto a un vaso medio lleno; una bocanada de aire llevó el olor del dram hasta Erika. Esta se armó de valor para afrontar la conversación. Quería disculparse. Quizá todavía estaba a tiempo de evitar lo peor. Ernst van Drag se levantó tambaleante, por lo visto había bebido en abundancia.

—¡Ven conmigo! —le ordenó y subrayó sus palabras agitando la mano.

A tientas, el hombre rodeó la casa en dirección a la zona de servicio que había detrás y se detuvo frente a una puerta que se abría al lado de un almacén.

—¡Entra!

Erika estaba demasiado desconcertada como para darse cuenta de lo extraño que aquello resultaba.

—Si… si lo que quiere es despedirme…, dígamelo ya, por favor.

—Despedirte… ¡Ya veremos! —Y soltó una áspera risotada por lo bajo—. ¡Entra! —gritó señalando hacia la puerta y Erika la atravesó apresuradamente para no irritarlo más.

De pronto se encontró en una pequeña alcoba, que en realidad estaba preparada para los visitantes de la plantación. Sobre la mesa ardía una pequeña lámpara de aceite.

—Podría haberme hablado sobre esto… en el porche.

A Erika le asaltaron las primeras dudas, que aumentaron en cuanto el amo de la casa cerró la puerta de un golpe y le impidió el paso.

—¡Ponte eso! —le ordenó señalando un colorido vestido de esclava que colgaba sobre una silla junto a la mesa.

Erika lo miró con estupor.

—¿Me está diciendo que…?

—Quieres conservar tu puesto de trabajo, ¿verdad? —farfulló el hombre apretando los dientes—. Entonces haz lo que te digo.

Erika estaba paralizada en el centro de la habitación. Sintió un escalofrío.

—No te hagas la remilgada, venga, muévete… —Ernst avanzó un paso hacia ella e intentó arrancarle el vestido del cuerpo.

—¡No…! —Erika estrechó el vestido contra su cuerpo, pero frente a la fuerza de aquel hombre el esfuerzo resultó inútil.

—¡Estate quieta! —gritó antes de asestarle una bofetada en la cara. Erika notó el sabor de la sangre en los labios.

Como el vestido se le había deslizado ya hasta las caderas, corrió a coger el de colores y, sollozando, se envolvió el cuerpo con él.

—¡Póntelo como es debido! Quiero que tengas el mismo aspecto que… que aquel día… ¡Quítate los zapatos! Y suéltate el pelo. —Él le introdujo los dedos en el cabello para deshacerle el moño. Ella intentó apartarle las manos, pero él estaba como ciego por la obcecación. Él la empujó con brusquedad y la examinó de arriba abajo con lascivia; estaba en medio de la estancia descalza, con el cabello suelto y la tela de colores alrededor del pecho.

—Si quieres quedarte aquí, vas a tener que hacer algo por mí…, esclava blanca. —Antes de que ella pudiera reparar en qué estaba pasando, él la agarró de nuevo y la empujó sobre el catre que hacía de cama. Con una mano le arrancó con violencia el pañuelo de colores, mientras con la otra intentaba desabrocharse los pantalones.

—Te comportas como si fueras una muchacha decente…, pero en el fondo eres una esclava blanca —farfulló entre jadeos—. Ese día me di cuenta, en el fondo eres exactamente igual que esas otras esclavas viciosas, solo que tú sabes ocultarlo mejor…, pero eres igual de deshonesta…, aunque no tan sucia.

Con una violenta sacudida del cuerpo, Ernst la penetró. Erika sintió un dolor tan intenso que por un momento creyó que iba a perder el conocimiento. Lanzó un gemido de queja, pero él se apresuró a taparle la boca con la mano. Meneó su cuerpo contra el de Erika una y otra vez hasta que, ya sin aliento y cubierto de sudor, se desplomó sobre ella. Fue solo un segundo. Acto seguido, se incorporó con expresión de satisfacción y miró a Erika, que, mientras tanto, y anegada en lágrimas, intentaba cubrirse.

—Márchate… El vestido puedes quedártelo. ¡Pero tráelo cuando te llame! —Con esas palabras, abandonó la alcoba.

Erika estaba como en trance. Permaneció un instante inmóvil antes de incorporarse con gran dolor, recoger su vestido desgarrado y deslizarse hasta la casa en la oscuridad. Antes de llegar a la puerta trasera, tuvo que arrodillarse a vomitar detrás de unos arbustos. Intentó por todos los medios hacer el menor ruido posible porque no quería que nadie la viera en ese estado. Con el regusto de las lágrimas, la sangre y la amarga bilis en la boca, llegó al fin a su dormitorio. En cuanto cerró la puerta tras de sí, se desmoronó en el suelo hecha un mar de lágrimas.

¿Cómo era capaz ese hombre de hacer algo así? Asqueada, se quitó el pañuelo de colores. Se sentía sucia. Sin hacer ruido, para no despertar al niño, se acuclilló junto a la palangana y retiró con un paño los restos de Ernst. No le importó que a sus pies se formase un gran charco de agua. Se frotó las piernas y las partes íntimas una y otra vez hasta que la piel le ardió de tal forma que parecía imposible que quedase algún resto de lo ocurrido. Después, arrojó el trapo al suelo, se acurrucó bajo la colcha de la cama y se cubrió con la sábana hasta la barbilla. Entre temblores, permaneció tendida en la oscuridad e intentó concentrarse en la plácida y suave respiración de su niño. No debía pensar en lo que acababa de ocurrir. No debía pensar en ello.