CAPÍTULO 8

Al salir a la calle, Kiri vaciló un instante. Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿De veras debía irse sola? Sí, la misi se lo había ordenado. Así que se apresuró a seguir el coche en el que se había subido el masra. Por suerte, había mucha vida en la calle y el coche no podía avanzar demasiado deprisa. Kiri corrió tras él por la acera. Desde que vivía con misi Juliette, nunca había caminado sola por la ciudad. Por lo general, solía acompañar a alguno de los esclavos cuando iban a hacer recados para Foni, o salía por la ciudad a pasear con misi Juliette y masra Jean. En ese instante, la asaltaron los recuerdos de lo que había sucedido cuando tuvo que huir de la plantación arrasada y llegó a la ciudad. El soldado blanco, que la trató con tanta brusquedad, el comerciante de esclavos Bakker, el pestilente cobertizo donde estuvieron encerrados varias semanas. Con un poco de suerte, en esa ocasión nadie la consideraría una presa fácil ni intentaría atraparla. En una ciudad tan grande la misi jamás la encontraría.

Sus pensamientos le hicieron ralentizar el paso hasta el punto de que casi pierde el coche de vista. Hizo un esfuerzo por dominarse, le habían encomendado una misión, aceleró el paso. Cuanto más rápido averiguase adónde se dirigía el masra, antes podría regresar con la misi. El coche prosiguió la marcha; las casas que flanqueaban la calle eran visiblemente más modestas y cada vez se veían más blancos a pie por los caminos, una señal inequívoca de que no se trataba de un barrio precisamente adinerado. Al fin, el coche se detuvo frente a una casa situada en una esquina. Tampoco habría podido continuar mucho más allá, pues al final de la calle ya solo se vislumbraban campos. El masra Karl se apeó del coche y el carruaje dio media vuelta para marcharse. Kiri se agazapó tras el muro de una casa desde donde alcanzó a ver que el masra se dirigía a la casa de la esquina y, sin llamar a la puerta, entraba. Kiri esperó.

El sol estaba cada vez más alto y a Kiri solían dolerle las piernas cuando se quedaba mucho tiempo en el mismo lugar. Así que, mientras esperaba, se sentó; luego, se apoyó en la pared de la casa; cuando no había nadie cerca, se levantaba un rato a estirar las piernas y caminaba unos metros, aunque regresaba en cuanto veía algún coche o alguna persona andando. No quería que nadie creyese que andaba merodeando por allí. Justo cuando estaba pensando en dónde podría conseguir un trago de agua, apareció por un lateral del jardín una esbelta mujer negra. Kiri se dispuso enseguida a fingir que estaba ocupada con algo, pero para su sorpresa la mujer se dirigió a la misma casa donde había entrado el masra varias horas antes. ¡Y por la misma puerta que el masra!

Kiri se ocultó de nuevo tras la pared de la vivienda, desconcertada. Tal vez el masra estaba a punto de salir para volver a casa, se dijo. Pero no sucedió nada. Cuando, hacia la media tarde, el sol comenzó a declinar, Kiri estaba harta de esperar. Pero, si regresaba a casa, tal vez la misi se enfadaría con ella. No había descubierto gran cosa, lo único que podía decirle a la misi era cómo se llamaba la vivienda donde llevaba horas aguardando a que saliera el masra.

Cuando, un poco más tarde, vio pasar a dos chicos negros, les preguntó:

—Oye, ¿podéis decirme una cosa?

Los mozos, que debían de tener unos doce años, se echaron a reír.

Kiri señaló hacia la casa de la esquina.

—¿Quién vive allí, sabéis?

De nuevo, los muchachos se echaron a reír. Uno de ellos se encogió de hombros, pero el otro, en cambio, adoptó una expresión seria para darse importancia y asintió.

—Yo sí sé quién vive ahí.

—Pues dímelo —le instó Kiri impaciente.

—¿Y qué nos darás tú a cambio? —le preguntó el mozo con expresión pícara.

Kiri resopló.

—No tengo nada que ofreceros —respondió estirándose el vestido hacia abajo, como si así pudiera demostrarlo.

El muchacho se quedó pensativo unos instantes y después se le iluminó la cara, que de nuevo adoptó una expresión de picardía. Acto seguido, le susurró algo al oído a su compañero y se echó a reír.

Kiri entornó los ojos con gesto de resignación.

—Venga, decidme, ¿qué queréis?

Por un momento, los muchachos se mostraron avergonzados. El mayor compuso una amplia sonrisa que le llegaba de oreja a oreja, pero miraba al suelo.

—Si lo quieres saber, tienes que…, que… —Entonces se tiró de las perneras de los raídos pantalones hacia arriba, como si quisiera remangárselos.

—Oh, vamos. —Kiri cruzó los brazos con un gesto desafiante. Qué se creían esos dos mocosos…

—¡Por favor! —agregó el pequeño con una sonrisa maliciosa.

Kiri miró a su alrededor. No había nadie a la vista.

—Está bien. —Rápidamente, se subió el vestido por encima de las rodillas. Los niños estallaron en carcajadas y pretendían darse media vuelta y salir corriendo cuando Kiri agarró a uno de ellos por el cogote.

—Has prometido que me lo dirías —lo apremió mientras hacía fuerza.

El muchacho pataleó en el aire.

—¡Está bien! ¿Quieres saber quién vive en esa casa? ¡Suéltame! ¡Suéltame de una vez! —Kiri aflojó un poco la mano—. Ahí viven Suzanna y el masra Karl. —Y con una sacudida el muchacho se soltó y salió corriendo detrás de su amigo.

—¿El masra Karl? —Kiri se quedó plantada en medio de la acera, desconcertada.

Tenía que volver a casa, tenía que informar a la misi. Aunque aquello no iba a gustarle en absoluto.

Esa tarde, Karl no regresó a casa y, por la noche, tampoco. Sencillamente, no regresó. Después de recibir la información, Julie dejó libre a Kiri, que había vuelto exhausta y visiblemente irritada. Le dio permiso para que le pidiera algo de comer a Foni y luego se retirara a descansar. Julie se pasó varias horas tendida en su habitación atenta a cualquier ruido de la casa. En un momento dado, se quedó dormida. Por la mañana, la silla de Karl continuaba vacía. ¿Se había quedado a dormir con aquella mujer? ¿Suzanna? ¿Formaba parte de ese matrimonio surinamés del que había hablado Pieter? A Martina no pareció molestarle en absoluto la ausencia de su padre, probablemente solo ansiaba que llegase de nuevo la tarde en que él regresara a la plantación para poder trasladarse otra vez con su tía; hasta que su padre volviera a la ciudad.

A media tarde, Karl pasó un momento por la casa, se disculpó entre dientes por su prolongada ausencia aduciendo asuntos de negocios y se despidió antes de marcharse a Rozenburg.

Martina hizo el equipaje y se marchó con Liv a la mansión de Valerie. Julie permaneció en la casa con Kiri.

Entre cavilaciones, volvió a encerrarse en su dormitorio. Si era cierto que Karl tenía una amante, significaba que ella tenía la posibilidad de abandonar el matrimonio. Hacía varios meses que no se comportaban como un matrimonio. Ya ni siquiera se acordaba de cuál había sido la última vez que Karl había ido a hacerle una visita a su cama… Julie se estremeció al pensar en el olor a alcohol. No, a ella le parecía bien que él se contuviera. Pero ¿separarse? ¿Era una posibilidad real? Probablemente, como mujer no la asistirían muchos derechos. Se quedaría sin dinero; la herencia la había perdido al casarse con Karl y ni siquiera podría recuperarla al cumplir los veintiún años. ¿Sería capaz de encontrar un juez que accediera a concederles la separación solo porque Karl mantenía una relación con una persona de color? A Julie le parecía que las posibilidades eran más bien escasas. Tal vez incluso se burlarían de ella, al fin y al cabo en ese país daba la impresión de que todos los blancos se aprovechaban de las esclavas. No… Era inútil. De todos modos, estaba unida a Karl. E incluso en el supuesto de que se separase, ¿qué iba a hacer ella sola, sin dinero, en ese país?

Para sus adentros, maldijo a su tío. ¿Cómo había sido capaz de hacer semejante trueque? Seguramente habría obtenido unos considerables beneficios. Julie sabía por Riard que la plantación dispensaba un trato preferente a la compañía Vandenberg. Julie se sentía como una yegua vendida en un mercado de ganado.

Los viajes semanales de Karl a la ciudad habían comenzado poco después de la llegada de Julie a Rozenburg. Al tratar de reconstruirlo todo, Julie cayó en la cuenta de que probablemente Karl se había marchado a casa de Suzanna después de que ellos hubieran llegado en barco a Paramaribo. Así que era probable que aquella mujer llevase más tiempo en la vida de Karl que ella. A Julie se le revolvió el estómago. Una vez más se hacía evidente que ella no había sido más que un medio para alcanzar un fin.

Karl se había dejado ver durante algunas semanas en las plantaciones vecinas para así despejar la sospecha de que pudiera llevar una vida disoluta. Después, había instalado a su esposa en casa como coartada para poder seguir con su doble vida. Julie comprendió con amargura que Karl debía de haber tramado ese plan desde el principio. Lo que Julie no sabía era si le había salido bien. Desde luego, en las visitas a los vecinos había logrado cerrar un par de tratos, eso seguro. A él en ningún momento le había interesado mantener contacto con sus vecinos, en el día a día allí cada cual se dedicaba a sus propias tierras. Por supuesto, un acontecimiento como la inminente boda de Martina y Pieter le brindaría la oportunidad de destacar, pero lo cierto es que tampoco en ese sentido Karl estaba muy implicado. También eso lo había dejado en manos de Julie. Por otro lado, si él hacía su propia vida, ¿quizás ella podría hacer lo mismo? En la plantación no pensaba volver a acobardarse frente a él con tanta facilidad. Él, de algún modo, la había necesitado en su momento, aunque solo fuera desde el punto de vista económico. Ese pensamiento le provocó cierta satisfacción. Y, en segundo lugar, Julie no pensaba dejarle vía libre a Pieter sin pelear. A saber qué sería capaz de hacer con los esclavos de la plantación.

Pieter sabía desde el primer momento lo que se estaba cociendo a sus espaldas, Julie estaba convencida. Y probablemente a Martina esa clase de cosas no le interesaban. Pronto tendría su pequeña familia y para eso no necesitaba a Julie. Para ella, Karl siempre sería su padre, con o sin concubina negra.

Era posible incluso que a Martina esa relación le pareciese normal. Y, quién sabe, tal vez Pieter hacía lo mismo; desde luego, interés en las esclavas jóvenes estaba demostrado que tenía.

En aquel país, las relaciones entre personas tenían a Julie horrorizada. ¿Dónde se habría metido Pieter? ¿Acaso no pensaba regresar a la ciudad?

—¿Pieter? Está aprovechando esta oportunidad para visitar algunas de las plantaciones del río Para. Ahora que todavía es médico. —Martina respondió con gran énfasis a la pregunta de Julie. Su prometido y ella hablaban muy a menudo de que, después de la boda, Pieter se instalaría definitivamente en Rozenburg. Ya había suficientes médicos en el país y Pieter no ocultaba que en realidad había escogido esa profesión por dos razones: por su padre y porque eso le había permitido ir a estudiar a Europa. En ese contexto, jamás hablaba de vocación. A decir verdad, daba la impresión de que el cargo de director de plantación lo motivaba mucho más. A Julie eso le causaba un gran malestar. Martina había empezado a mostrarse mucho más accesible, al menos cuando se encontraba a solas con Julie. Incluso podían entablar breves conversaciones sin enzarzarse automáticamente en una disputa. Parecía que se sentía de veras agradecida por que Julie hubiera organizado esa visita a la ciudad para ayudarla. A esas alturas, el embarazo todavía no estaba muy avanzado, pero dentro de poco ya no podría viajar. Y cuando el niño naciera…

Cuando se hablaba de la plantación, sin embargo, Martina solo hacía referencia a su futuro en Rozenburg junto a Pieter. En sus reflexiones nunca mencionaba a Karl ni a Julie. Esta lo achacaba a la visión ingenua de Martina, que en su opinión vivía un tanto alejada de la realidad. Sin embargo, en ocasiones la asaltaba el miedo de que pudieran haber llegado a algún tipo de acuerdo del que ella no supiera nada. Por ejemplo, que Karl planeara, una vez jubilado, dedicarse a su matrimonio surinamés y Julie tuviese que conformarse con ser la mujer que le hacía de coartada y la viuda en vida de Karl, abandonada en la casa de la ciudad… O que tuviese que vivir en la plantación bajo la férula de Pieter.

Julie suspiró. Para eso todavía faltaba mucho.

Las mujeres volvían a estar sentadas en el salón de té de Valerie mientras Ivon les mostraba diversos patrones de arreglos florales y decoraciones para la mesa. Lo cierto es que a Julie no le costó decidir porque todas las opciones le resultaban hermosas. Valerie y Martina, en cambio, no lograban decantarse por una y el proceso se fue alargando. Julie se revolvía nerviosa en la silla. Riard había anunciado que tenía una sorpresa preparada para aquella noche. Julie estaba muy ilusionada y anhelaba volver a encontrarse con él.

Cuando la elección de arreglos florales contentó por fin a todas, Julie se disculpó apresuradamente y mandó llamar a un coche para que la llevase de vuelta a casa. A primera hora de la tarde, Kiri había planchado cuidadosamente el vestido favorito de Julie y, cuando esta entró en su dormitorio, ya encontró preparada una palangana con agua de rosas para refrescarse. Ese día, Julie se acicaló con especial esmero. ¿Para el joven contable? Tal vez. Una sonrisa iluminó su rostro cuando contempló el resultado en el espejo. Desde que había descubierto que su matrimonio era una completa farsa, disfrutaba más aún de los encuentros con Riard. ¿Por qué no iba a poder pasarlo bien en la ciudad? Ya tendría tiempo de sobra después para aburrirse en la plantación.

—Kiri, tienes la tarde libre —le dijo a la joven esclava y acto seguido bajó a esperar impaciente a que Riard pasara a recogerla.

Riard y Julie fueron en el coche hasta un aparcamiento cercano al palacio del gobernador. Allí, los jardines eran especialmente exuberantes y las plantas desprendían un aroma arrebatador. Desde el propio aparcamiento, tomaron un camino por un sendero que terminaba en un pequeño teatro al aire libre. Había varias mesas y sillas de cara a un escenario; alrededor ardían antorchas y el servicio, formado por personal negro vestido con trajes europeos, llevaba copas de champán y canapés a las mesas, ocupadas cada vez por más gente.

—Vaya, ¿qué es todo esto? —Julie se quedó boquiabierta al ver aquel montaje—. ¿Es un teatro bajo el cielo estrellado?

El joven asintió con orgullo. La condujo hasta una mesa con dos sillas y le ofreció asiento. Al poco, Julie se hallaba dando sorbos a una copa de champán y aguardaba con expectación que ocurriera algo en el escenario. En las mesas de alrededor había algunas personas blancas, aunque también algún que otro negro. Ellos debían de ser los llamados «libres», porque los esclavos tenían prohibida la entrada al recinto.

Desde que había llegado a la ciudad, Julie se había esforzado por desentrañar el complejo entramado social formado por las personas de color: existían claras diferencias de categoría en función del matiz del color de la piel. Cuanto más oscura era la piel, menor era la categoría de la persona; eso no era difícil de adivinar. Pero, por otro lado, en la ciudad había muchos negros libres y también muchos blancos que se rebajaban a realizar trabajos de poca categoría. Estos últimos no gozaban de mucho prestigio entre la adinerada sociedad colonial.

Al abrirse el telón, apareció una joven mulata y comenzó a cantar. De inmediato, se dejaron ver varios actores en el escenario que cantaban o declamaban el texto que conformaba una historia. Julie no entendía del todo la letra, que estaba escrita en una mezcla de francés e inglés negro, pero las imágenes valían más que las palabras. Se trataba de una historia de amor, traición y celos que acababa con una conmovedora reconciliación. Julie quedó fascinada y sentía una profunda felicidad. A su alrededor ya era noche cerrada y lo único que iluminaba los rostros de los espectadores eran las antorchas y el resplandor de la luna.

Bajo el resplandor de las llamas, Julie vislumbró que el señor Riard la estaba mirando con un gesto de sorna. Entonces, se dio cuenta de que llevaba toda la representación concentrada en el escenario. Cuando se extinguieron los aplausos y volvieron a servirles bebidas, Julie lo miró abochornada.

—Lamento mucho no haberle prestado atención en todo este tiempo, pero… hacía tanto que no…

—No pasa nada. Espero que le haya gustado.

—Ha sido maravilloso. Le agradezco mucho que me haya traído aquí, mijnheer Riard.

—¿No le parece que…? —empezó a decir Riard levantando la copa—; bueno, ¿no cree que ya es momento de que dejemos de tratarnos de usted? Resulta un poco… —insinuó con una tímida sonrisa.

—Desde luego, si usted…, si tú… —Julie agradeció que fuera de noche porque tal vez así Riard no alcanzara a percibir el rubor que le cubría el rostro en esos instantes.

Dios santo, qué pensaría Karl, se preguntó de pronto. Pero enseguida desterró ese pensamiento y se concentró en los ojos azules que tenía enfrente.

—Es un placer, Juliette.

—Jean.

Los dos levantaron las copas.

Un poco más tarde, atravesaron los jardines, al abrigo de la noche, hasta llegar a la explanada donde aguardaban los coches. Bajo la luz de la luna, que iluminaba la superficie verde surcada por cuidados senderos adoquinados, revoloteaban toda clase de pajarillos nocturnos alrededor de los árboles. Julie y Jean avanzaban muy despacio y no tardaron en quedarse solos.

—Jean, ha sido una velada maravillosa. —Julie había vuelto a agarrarse del brazo de Riard y se acercó ligeramente para enfatizar sus palabras. Le gustaba sentirlo cerca, el suave olor a hombre que desprendía, su forma de hablar. Se sentía muy cómoda con él.

Jean se detuvo y se dirigió a ella.

—A mí también me ha gustado mucho la velada, Juliette…, digo Julie; si pudiera…, si estuviera en… —Julie sintió una explosión de mariposas en el pecho, una sensación que jamás antes había experimentado. De pronto, todo a su alrededor parecía alejarse en la distancia. Allí, en ese momento, en ese jardín, en ese sendero iluminado por el resplandor de la luna, solo existían ellos dos. Sus ojos buscaron los de Jean, sus miradas se encontraron. Él le acarició suavemente la mejilla con la mano, la cogió con ternura por la barbilla y atrajo los labios de Julie hacia los suyos. Por un instante, Julie tuvo la sensación de que el mundo se había detenido.

Cuando sus labios se separaron, a Julie no le llegaba el aire.

—Julie…, si de mí dependiera… te prepararía una sorpresa cada tarde, y cada día… y… —Volvió a acariciarle la mejilla con ternura. El cuerpo de Julie respondió con un agradable escalofrío.

Entonces oyeron unos pasos. El hechizo se desvaneció. Jean retrocedió y su rostro adoptó una expresión seria.

—Julie… Lo… lo siento mucho. Deberíamos marcharnos. Viene alguien.

Ella volvió a agarrarlo del brazo con un gesto mecánico y ambos se dirigieron juntos hacia el coche.

Al llegar a casa, Julie se desplomó bocarriba sobre la cama.

—¿Misi? ¿Todo en orden? —Kiri, que en ese momento entraba en el dormitorio con una palangana de agua fresca, se quedó paralizada un instante.

—Sí, Kiri, todo está en orden.

Julie no sabía qué le ocurría, jamás había experimentado un estallido de sensaciones como el que había sentido cuando…, cuando Jean la había buscado con los labios. Esperaba volver a verlo pronto.

Para desgracia de Julie, a partir de ese día Jean se mantuvo distante con ella. Sus visitas volvieron a adoptar el tono formal del principio, además solo la llevaba a lugares muy concurridos y nunca por la noche. Al principio, Julie intentó encontrarle la parte positiva a su comportamiento y también trató de convencerse de que no tenía muy claros sus sentimientos. Pero, con el paso del tiempo, se fue dando cuenta de lo mucho que lo añoraba; echaba de menos su cercanía, su voz. Cuando no estaba, su ausencia le provocaba un doloroso anhelo. Seguramente, lo más prudente era evitar colocarse de nuevo en una situación comprometida. Pero a veces Julie tenía la sensación de que iba a explotar.

La semana siguiente, Karl regresó de nuevo a la ciudad. Y en esa ocasión Julie decidió que quería verlo con sus propios ojos. Cuando él se marchó a media mañana, ella llamó enseguida a un coche de plaza y le pidió al cochero que siguiera el recorrido descrito por Kiri. Casi todas las calles de la ciudad discurrían en línea recta, así que tenían que asegurarse de girar de cuando en cuando para que no los vieran. Cuando al fin llegaron a la calle en cuestión, Julie pidió al cochero que se detuviera y esperase. Quería recorrer el último tramo a pie. Se había vestido con ropa discreta para evitar llamar la atención. No se cruzó con muchas personas, pero de todos modos se trataba de un barrio por el que a nadie sorprendería ver a una mujer blanca caminando.

Cuando, al final de la calle, divisó la casa que le había descrito Kiri, se detuvo. No tenía ningún plan, solo se había propuesto llegar hasta allí, pero ¿qué iba a hacer ahora? ¿Tal vez Karl había ido a otro sitio? ¿Y si estaba dentro? ¿Qué pasaría si la veía? De pronto, la idea de seguirlo hasta allí se le antojó absurda. Julie dio media vuelta para regresar hasta el cruce donde esperaba su coche. Al volverse, estuvo a punto de chocar con una mujer esbelta de piel oscura que llevaba una cesta de fruta.

—Oh, ¡discúlpeme! —Julie agachó la mirada instintivamente. Acto seguido, cayó en la cuenta de que en ese país, cuando se trataba de personas negras, ese gesto se consideraba inapropiado.

—Descuide, no se preocupe. —La mujer sonrió con expresión afable cuando Julie levantó de nuevo la mirada—. ¿Se ha perdido? Me ha dado la impresión de que no sabía dónde estaba. —El rostro de la mujer tenía unos rasgos refinados y poseía una forma totalmente distinta a la de los rostros de los esclavos africanos, que tenían los labios prominentes y la nariz ancha. Julie no supo ubicar su procedencia, pero su belleza saltaba a la vista.

—Sí, me he perdido… —Julie no sabía qué decir—, pero creo que tengo que ir por allí.

Rápidamente murmuró un tímido «gracias» y dejó atrás a la mujer para proseguir su camino.

Unos metros más allá, Julie volvió a detenerse. Se armó de valor y se volvió a mirar. La mujer había reanudado la marcha y en ese instante recorría el camino hacia la casa y entraba por la puerta. Julie se quedó sin respiración. ¡Suzanna!