Julie contemplaba la calle desde casa. Llevaba ya un día en la ciudad, pero todavía no se había atrevido a traspasar la puerta. ¿Era adecuado salir de casa sola? Por supuesto, habría podido pedirle a Foni que la acompañase, o incluso a Hedam, el viejo esclavo encorvado que servía en la casa. Por la calle veía pasar de vez en cuando lujosos coches que transportaban a alguna mujer, el servicio siempre iba caminando detrás. Pero, por una parte, no sabía qué tenía que hacer para llamar a un coche de plaza y, por otra, no habría sabido darle una dirección de destino al cochero. Y andando… A los blancos no se los veía andando. Así que, si salía ella sola a la calle a pie seguramente llamaría la atención. Aunque, a decir verdad, estaba ansiosa por salir, quería visitar por fin la ciudad.
Cuando a mediodía anunciaron que tenía visita, fue una gran sorpresa. De Martina y Pieter no había vuelto a saber nada desde su llegada a la ciudad, ¿acaso habrían venido a verla? Rápidamente, se lavó y bajó a la planta principal. Allí, en el vestíbulo, se encontró con el señor Riard. Por un momento se le paró el corazón y notó que le ardían las mejillas.
—Mevrouw Leevken, me alegro mucho de verla. —Con actitud caballerosa le tomó la mano y le dio un beso en el dorso.
Julie no pudo contener la sonrisa, en la plantación nunca había adoptado una actitud tan formal. Y tampoco iba vestido tan elegante, tal como advirtió con dicha en ese momento. Si bien en Rozenburg solía llevar siempre camisas de algodón, ahora se encontraba allí, vestido de punta en blanco, en traje de chaqueta, con el cabello rubio bien peinado hacia atrás y un brillo pícaro en sus azules ojos. A Julie le dio un vuelco el corazón.
—Mevrouw Leevken, he pensado que tal vez le apetecería salir a ver algo de la ciudad. He venido a buscarla con un coche, así que, si tiene tiempo, sería un placer para mí gozar de su compañía.
—Por supuesto que tengo tiempo. —Rápidamente, le pidió a Foni la sombrilla, el sombrero y los guantes y bajó las escaleras hacia el coche del brazo del apuesto joven.
Paramaribo era la encarnación de la floreciente ciudad colonial. En la calle se mezclaban personas de todos los colores de piel posibles. En los oídos de Julie resonaba la algarabía de voces y lenguas: los gritos de los comerciantes, que anunciaban sus mercancías desde pequeños puestos; el parloteo de las mujeres esclavas que se reunían en corrillos en las aceras; los chillidos de los niños de color medio desnudos que correteaban por las calles. Después de tanta soledad y tanto silencio en la plantación, Julie quiso absorber ese bullicio tan vivo. Aunque ella jamás había vivido en una gran ciudad y, a decir verdad, en Elburg, salvo el día de mercado, tampoco había mucha vida, la mera presencia de todas aquellas personas constituía una novedad fascinante frente a la monótona rutina de la plantación, rodeada siempre de la misma gente.
Kiri seguía al coche a pie, aunque eso no conllevaba un esfuerzo muy grande porque el señor Riard le había indicado al cochero que condujera despacio. Julie le agradeció la consideración, ya que no estaba bien que recorriesen la ciudad ellos solos. Ella no creía que nadie fuese a recordarla o a reconocerla, pero uno nunca podía estar seguro del todo.
Tal vez incluso tuviera ocasión de volver a encontrarse con Erika y Wilma. Ojalá supiera dónde buscarlas… Erika quizás estuviera en la misión, podía probar a preguntarle al señor Riard. Pero ¿Wilma? La ciudad no era precisamente pequeña.
Estaba muy contenta de que Riard hubiese recordado su promesa y la llevara a recorrer la ciudad. Si no, también allí la habría acabado invadiendo la misma soledad de la plantación. Julie admiró las iglesias y las sinagogas, las antiguas construcciones coloniales y los edificios nuevos. Riard le contó la historia de dos grandes incendios que unas décadas atrás habían asolado la ciudad y tras los cuales se habían levantado muchos edificios nuevos. Julie lo escuchaba con interés. Ya en la plantación, el joven contable había demostrado ser un hombre muy leído, pero ahora en el papel de guía estaba haciendo gala de una gran pasión y parecía tener un amplio abanico de historias que contar. En ese preciso instante, le señaló con un guiño el importante significado de los artísticos tocados que las esclavas se hacían con pañuelos. Como tenían prohibido hablar abiertamente sobre sus amos, o mantener entre sí estrechas relaciones en la calle, utilizaban los tocados con los que se cubrían la cabeza como sistema de comunicación. Supuestamente, los pañuelos mostraban acontecimientos de la vida de las portadoras, como, por ejemplo, nacimientos, fallecimientos, el estado civil o la edad, pero también el estado de ánimo. El señor Riard señaló a una mujer que se hallaba en la acera y que llevaba como tocado un pañuelo doblado en varios picos.
—Eso significa «déjame en paz» —dijo riendo—, lo aprendí de mi ama cuando era niño.
Julie no podía creer lo que estaba oyendo, pero a medida que se iba fijando, se iba dando cuenta de la cantidad de tocados que hacían con los pañuelos anudados, cruzados, enrollados…
Ordenó al cochero que se detuviera en una extensa zona ajardinada y a partir de ahí continuaron andando. Kiri se apresuró a seguir a Julie con la sombrilla; todas las damas con las que se cruzaban iban seguidas a pocos pasos por una esclava. Kiri, que se estaba esmerando en no apartarse en exceso de su misi, pronto arrancó a sudar al tratar de sostener todo el tiempo la sombrilla sobre la cabeza de Julie.
Bajo los altos árboles del parque, la sombra era muy agradable y desde el río soplaba una fresca brisa que aliviaba el pegajoso bochorno de la ciudad.
Julie avanzaba en silencio junto a Riard. Este señalaba de cuando en cuando un pájaro o un arbusto y hacía gala de su saber. La mayor parte del tiempo, sin embargo, concentraba su atención en Julie, detenía la mirada en ella y sonreía con ternura. Julie se agarró de su brazo con enorme naturalidad. Al llegar a un banco, se sentaron un rato a descansar.
—A mí… —empezó a decir él con un gesto de timidez y las manos cruzadas sobre el regazo—… me encantaría volver a visitarla mientras se encuentre en la ciudad —dijo con calma.
—¡Por supuesto que sí! —Su timidez la conmovió. Con la cantidad de veces que habían conversado en la plantación y ahora parecía que a él le costaba formular esa pregunta—. Me encantaría, además, al fin y al cabo, por ahora estoy sola —dijo Julie en tono de broma en un intento de relajarlo.
Riard meneó la cabeza.
—Hum, por eso. No quisiera… colocarla en una situación comprometida. Mijnheer Leevken…
—Oh, mijnheer Riard, no creo que sea un problema que usted, como contable de nuestra plantación, me conceda el honor de mostrarme la ciudad. —Julie parpadeó con un gesto amable y agregó susurrando en tono de complicidad—: Y Karl no está, y cuando venga a la ciudad… no tiene por qué enterarse. Además, no estamos solos. —Señaló a Kiri, que se había sentado bajo un árbol a cierta distancia de ellos.
Al joven contable lo preocupaba tener que ocultarle el secreto a su jefe. Pero, por otro lado, sería una descortesía desatender el deseo de compañía de su esposa. A sus ojos asomó un brillo de felicidad.
—Entonces, ¿puedo pasar a recogerla mañana de nuevo?
Al día siguiente, no fue Riard quien le hizo una visita, sino Martina.
—Juliette, tía Valerie dice que ya es hora de que os conozcáis personalmente, ya que… tenemos que planificar juntas la boda. —No cabía la menor duda de que a Martina le repugnaba tener que comunicar esa noticia a Julie, pero no tenía más remedio que ceñirse al acuerdo. Valerie participaría en la planificación siempre y cuando Karl tuviera la sensación de que la responsabilidad de la boda recaía en todo momento sobre Julie. Parecía que Martina entretanto había comprendido que aquella era la única forma de vincular a su tía y que era mejor no seguir enfrentándose a su padre.
—Será un placer —respondió Julie forzando una sonrisa. En su interior notó que se le revolvía el estómago de puros nervios. Por fin iba a conocer a la familia de la anterior esposa de Karl. Julie había tratado de convencerse siempre de que la situación no era tan peliaguda, pero, ahora que la tenía delante, empezaba a inspirarle miedo. ¿Cómo iban a reaccionar esas personas? ¿En qué clase de embrollo se había metido? En el fondo, los Fiamond eran una de las familias más acomodadas y respetadas de Paramaribo. Tragó saliva. Sabría manejar la situación, por qué no, al fin y al cabo la propuesta la había hecho ella.
—Mañana a la hora del té —anunció Martina lacónicamente antes de darse media vuelta y marcharse.
A Julie se le formó un nudo en la garganta.
Cuando, al poco tiempo, llegó Riard a recogerla, Julie se mostró mucho más dispersa que el día anterior. No podía evitar que la mente se le fuera constantemente al encuentro del día siguiente.
—¿No se encuentra bien? —Riard la miró con preocupación al ver que Julie, por enésima vez, no reaccionaba a sus palabras. Ella meneó la cabeza con rapidez.
—Sí, sí, todo bien. Es solo que… mañana tengo que ir a casa de los Fiamond para conocer a Valerie, la tía de Martina.
Riard enarcó las cejas con sorpresa.
—Pero ese es el plan, ¿no es cierto?
—Sí —suspiró Julie—, pero tengo un poco de miedo.
—No tiene por qué preocuparse, no se la comerán, ya lo verá… —Riard lanzó a Julie una mirada alentadora. Esta le respondió con una sonrisa de agradecimiento. Aquel hombre era un auténtico amigo. Por ahora, el único que tenía. De pronto, su mirada reparó en una mujer que caminaba por la acera ataviada con el modesto hábito de los Hermanos Moravos. Julie se acordó enseguida de Erika.
—¡Alto! ¡Alto! ¿Podemos detenernos un momento? —exclamó con nerviosismo.
Riard le indicó al cochero que detuviera el carruaje y Julie saltó del coche. Con la falda remangada, echó a correr tras la mujer.
—¡Disculpe! ¡Señora, disculpe! —Cuando la alcanzó, ya casi no tenía aliento.
Esta se quedó sorprendida.
—¿Sí?
—Lamento abordarla de esta forma, pero ¿no conocerá usted por casualidad a Erika Berg… Bergmann?
—Claro que la conozco —respondió la mujer con una afable sonrisa.
—¿Y usted podría decirme dónde puedo…? Si es que todavía vive en la ciudad…
—Oh, siento decepcionarla —le dijo la mujer en tono de disculpa—, pero mevrouw Bergmann partió de viaje hace un tiempo rumbo al interior del país. Y desconozco cuándo cabría esperar su regreso.
Julie tuvo que contenerse para no mostrar del todo su decepción.
—¡Qué lástima! Pero le agradezco mucho la información. —Se despidió de la mujer con gesto pensativo y regresó al coche, donde Riard la esperaba con expresión de curiosidad.
—¿Quién era esa mujer?
—Ah, durante la travesía en barco conocí a una joven y pensé que…, pero ya no está en la ciudad. —Julie no podía ocultar su desilusión.
—Qué lástima. —La voz de Riard traslucía auténtica compasión.
—Sí, es una lástima, me habría encantado volver a verla.
Esa noche Julie le pidió a Kiri que escogiera diferentes prendas de ropa. Con gesto pensativo, estudió las distintas opciones, pero no era capaz de decidir cómo debía vestirse para acudir a su cita con los Fiamond. Meneó la cabeza con desesperación. ¿Por qué le concedía tanta importancia? Solo se trataba de la boda de Martina. Julie sabía que eso no era sino una excusa, pero en realidad debía admitir que siempre había tenido la sensación de que, de alguna forma, competía con Felice. Felice, la misteriosa primera mujer de su marido; Felice, la querida madre de su hijastra. Pero ¿a quién pretendía demostrarle algo? Karl no había resultado ser un marido cariñoso y fiel y Martina seguía peleando contra ella con uñas y dientes. ¿Acaso Julie todavía pretendía lograr reconocimiento? Le dolía que el matrimonio con Karl no hubiera salido como esperaba. Pero se esforzó por tratar de olvidar cuanto antes la pesadumbre que eso le producía e intentaba concentrarse en otras cosas como los esclavos de la plantación, Kiri o… el señor Riard. Todas esas personas le inspiraban un enorme cariño y se habían convertido para ella en una especie de familia. Pero ahora, en la ciudad, estaba haciendo frente a la cruda realidad de que, durante los próximos años, no sería más que un ornamento para un hombre que ni la amaba ni la deseaba. Julie se tumbó en la cama y se quedó mirando el techo. No le importó que debajo se estuvieran arrugando los vestidos que Kiri había extendido cuidadosamente sobre la cama. ¿Qué habría pasado si hubiera llegado a ese país sin Karl? Eso, naturalmente, habría sido absurdo, pero imaginando que hubiera podido darse la situación, o que hubiera nacido allí, ¿qué habría pasado si hubiese conocido a un hombre atractivo de la edad adecuada…, a un hombre como Jean Riard? Por un momento, fantaseó con la idea de que Jean Riard ocupase el lugar de Karl. Tal vez de ese modo habría conseguido formar una pequeña familia feliz. ¿Una familia? Se incorporó con brusquedad y desterró ese pensamiento. Como mujer casada se hallaba tan alejada de Riard como Surinam de Europa. No merecía la pena ni siquiera pensar en… Pero una y otra vez le asaltaba la imagen de sus ojos azules y los hoyuelos que se le formaban al reír. El día anterior apenas había podido seguir la conversación por culpa de la inquietud que le causaba el encuentro del día siguiente con Valerie y ahora no lograba concentrarse en el encuentro porque los pensamientos se le iban permanentemente a Jean Riard. ¿Qué le estaba pasando? Se sentía agotada y febril.
En esta ocasión, el coche recorrió las calles de la ciudad a toda velocidad. Habían enviado un coche a recogerla a la puerta y Julie ordenó a Kiri que se quedase en casa, un anuncio que Foni acogió con gesto pensativo. Julie observaba el entorno con curiosidad. Algunas calles ya las conocía, había estado allí con Riard, pero de pronto se adentraron en un barrio desconocido. La calle era más ancha, el fino adoquinado blanco y limpio resplandecía bajo la luz del sol y de cuando en cuando veía jóvenes esclavas limpiando con hojas de palmera los caminos de las casas. De unas casas bastante grandes, según iba comprobando Julie boquiabierta: todas las construcciones eran residencias señoriales aisladas en lugar de casas agrupadas como en Keizerstraat. Se trataba de un barrio adinerado y eso aumentó más aún el nerviosismo de Julie. Después, el coche giró y traspuso la puerta lateral de una finca muy cuidada, atravesó un jardín de palmeras y se detuvo. Cuando Julie estaba apeándose del coche, apareció Martina en la puerta y la saludó.
—Tía Valerie está esperando —dijo en tono animoso.
Julie respiró hondo y siguió a su hijastra. Esta se movía por la casa con seguridad. Probablemente, en su infancia habría pasado más tiempo allí que en Rozenburg, se dijo Julie. Intentó imaginar a Martina correteando por aquellos pasillos engalanada con vestidos vaporosos. O, mejor dicho, caminando, porque aquella era la clase de pasillos por los que uno no corretea, ni siquiera de niño. Julie se sintió intimidada de una forma similar a cuando iba de visita a casa de sus tíos. Allí todo el mundo debía guardar silencio, caminar sin hacer ruido y hablar sin levantar la voz. Su primo era el único que solía incumplir esas reglas, por lo que se había convertido en el blanco de su madre en más de una ocasión. Tía Margret. Julie se estremeció. Ojalá Valerie Fiamond no fuese el mismo tipo de tía.
Martina condujo a Julie a un salón femenino luminoso y acogedor. Había una mujer sentada a una mesa, sobre la cual se hallaba dispuesto ya el servicio de porcelana.
—Tía Valerie, esta es Juliette. —Por lo menos, Martina adoptó un tono más o menos cortés.
La mujer se levantó y se acercó a Julie con una expresión angelical. Julie quedó tan cautivada por la impresión que el aspecto de la mujer le causó que no podía apartar la vista de ella. Valerie Fiamond era un poco más alta que Julie; en el cabello de color rubio arenoso, lucía un recogido exquisito y algo anticuado y llevaba puesto un vestido de seda verde que no produjo ni el más leve siseo cuando se levantó. ¡Qué mujer tan bella! Pero su hermosura no fue lo único que fascinó a Julie. La mujer desprendía un aire de generosidad y benevolencia, estaba rodeada de un halo de bondad y daba la impresión de ser incapaz de hacerle daño a nadie. Julie enseguida se sintió cómoda en su presencia y de inmediato se desvaneció cualquier duda que en otro momento hubiera podido surgirle sobre aquella visita. En ese instante, Valerie le tendió la mano a Julie y la buscó con la mirada.
—Juliette, es un auténtico placer conocerla por fin —dijo con una voz cálida y suave. Y señalando hacia la mesa, agregó—: Sentémonos, por favor. He oído hablar tanto de usted…
Julie tuvo que morderse la lengua para contener el sarcasmo y no preguntarle: «¿A Martina? Entonces no creo que haya oído nada bueno». Sin embargo, en consideración a la elegancia de aquella mujer, se limitó a responder con cortesía:
—El placer es mío. —Seguro que esa mujer sabría formarse su propia opinión.
Aunque Julie estaba convencida de que Valerie Fiamond habría reparado en la tensión que había entre Martina y ella, la anfitriona no dio muestra de ello. Se limitó a conducir a las dos jóvenes a la mesa y, de inmediato, inició una conversación sobre cosas intrascendentes que ayudó a romper el hielo. Julie le agradeció la consideración, no solo por su propio interés. Para Martina también debía de ser complicado verlas a las dos reunidas: por un lado su querida tía, que había hecho de madre, y por otro su odiada madrastra. A Julie le admiró la forma en que Valerie manejó la situación. Aquella mujer era verdaderamente asombrosa.
Pronto, Valerie desvió la conversación hacia el asunto de la boda. Los preparativos avanzaban de maravilla, Valerie había encauzado ya la mayor parte de los asuntos e incluso había buscado cocineras adicionales, organizado al personal extra y contratado a un hombre llamado Ivon Cornet para que se encargase de la organización y la decoración. A este, para sorpresa de Julie, se lo presentó también en ese mismo momento:
—Estamos tan apurados de tiempo que me pareció que era mejor que alguien se encargase de toda la boda y resulta que Ivon es el hombre perfecto.
Julie tuvo que concederle la razón en ese mismo instante. El francés, que presentaba una insólita apariencia afeminada, se pasó el resto de la tarde revoloteando alrededor de las mujeres como una polilla alrededor de la luz. A Julie no le resultó desagradable y tuvo que admitir que no solo tenía buen gusto, sino que además era un hombre de lo más divertido.
Para alivio de Julie, Valerie la incluyó automáticamente en todas las cuestiones importantes. Así que Julie estaba al corriente de todo y lo cierto es que poco más tenía que hacer que dar su aprobación a las propuestas. Luego Karl no sabría distinguir quién manejaba los hilos desde la sombra. Valerie le dio a entender a Julie que a ella le parecía bien y que para ella no suponía problema alguno no ver reconocido su trabajo después.
—Eso no tiene importancia —sentenció—, lo principal es que Martina tenga una boda bonita. Eso es…, es lo que yo le debo a mi Felice. —Por un instante, su mirada se ensombreció. Hasta ese instante, no había mencionado a su hermana en ningún momento y Julie se había abstenido de formular preguntas. Pero la mirada cargada de culpabilidad despertó la curiosidad de Julie. ¿Quién era aquella mujer?
A Julie no le quedó demasiado tiempo para planteárselo, porque al día siguiente se citó de nuevo en casa de Valerie para hablar de los ramos de flores y la decoración, y por la tarde tenía que encontrarse con Karl. Por lo visto, a pesar de que toda su familia estaba en la ciudad, él no estaba dispuesto a renunciar a su viaje semanal.
La visita de Karl a la ciudad arruinó la alegría de Julie. Había pasado dos tardes fabulosas con el joven contable; además, los encuentros con Valerie y Martina habían discurrido también mejor de lo esperado. Sin embargo, con la llegada de Karl, todos se vieron obligados a disimular. De modo que Martina tuvo que empaquetar todas sus cosas y trasladarse, junto con Liv, a la casa donde se alojaba Julie. No le estaba permitido vivir con la familia de su madre mientras su padre estuviera en la ciudad. Pieter había decidido ausentarse para realizar una visita a un viejo amigo. Julie imaginaba que a esas alturas ya estaba harto de los preparativos de la boda. De esa forma, al menos ella no tendría que verse en la desagradable situación de compartir casa con él. A raíz de eso, Martina se encontraba tan desanimada como Julie. Karl llegó a última hora de la tarde. Julie y Martina habían estado hablando sobre los detalles de la boda, ahora ¡debían andarse con cuidado para que ninguna de las dos se fuera de la lengua!
A la mañana siguiente, Karl mostró un escaso interés en el tema de la boda. Se sentó a la mesa con un mohín malhumorado y escuchó las explicaciones de Martina con cierta impaciencia. Ni siquiera pareció sorprenderse de que Julie hubiese conseguido contratar en tan poco tiempo cocineras y personal para organizar el enlace. Más bien se mostró molesto al saber que no podría reunirse con su futuro yerno en la ciudad. Al oír mencionar el nombre de Ivon Cornet, Karl protestó con irritación:
—Ivon… ¿qué?
Martina le aseguró de inmediato que la recomendación de contratar a ese joven venía de una antigua compañera del colegio, que se trataba del mejor organizador de celebraciones de todo Surinam y que había trabajado incluso para la hija del gobernador.
—¡Con lo caras que son esas cosas! —Karl enarcó las cejas enojado, pero no dijo nada más. Acto seguido se despidió, le pidió a Foni que le acercara el sombrero y el abrigo, y anunció que, si se hacía muy tarde, no le esperasen para cenar. Martina y Julie respiraron aliviadas.
Julie quiso aprovechar la ocasión; había llegado el momento de intentar averiguar cosas importantes. En cuanto Karl se hubo marchado de casa, llamó a Kiri y le dijo en un aparte:
—Sigue al masra, quiero saber a qué se dedica durante el día.