Erika pronto estrechó lazos con las mujeres de los leñadores, a pesar de que a primera vista parecían un tanto toscas y secas. Pero, precisamente, Erika le tomó cariño a Resa Müller, una corpulenta mujer que pasaba de los cincuenta años y que tenía un carácter resolutivo y maternal. Así, ocurría que de vez en cuando Erika dejaba al pequeño Reiner con Resa, mientras ella se encargaba de los niños de los Van Drag. El ambiente en la casa era tenso. Frieda van Drag estaba a punto de dar a luz.
Jette, su fiel esclava de cámara, le expresaba a Erika casi a diario la preocupación de que pudieran surgir complicaciones durante el parto. Por lo que Erika sabía, Jette había asistido a casi todos los nacimientos de la casa Van Drag y ahora se pasaba el día comparando los que habían ido bien y los que se habían malogrado. Erika se preguntaba para sus adentros si era sano engendrar tantos hijos. Seguramente sería grato a ojos de Dios, pero cuando ella se acordaba de su embarazo… No se imaginaba lo que debía de ser vivir en ese estado durante tantos años. Resa también expresaba sus reservas. Llevaba ya varios años viviendo en Bel Avenier y seguía los acontecimientos de la casa con preocupación.
—Tienen cada vez más hijos que ya no saben cómo dominar… y la señora debería tener cuidado… Podría llegar a dejar huérfanos de madre a todos los demás dando a luz aquí, en este lugar tan remoto… Es cierto que su comadrona negra conoce muy bien el oficio, pero nunca se sabe.
Finalmente, todas las preocupaciones fueron en vano. La suerte estuvo del lado de Frieda van Drag, que vivió un alumbramiento rápido y exento de problemas. Erika se alegró de verla sana y salva cuando la encontró en la cama con la pequeña Gemma, de piel rosada, en los brazos. Frieda van Drag estaba radiante, si bien una oscura sombra le bordeaba los ojos.
—¿No te parece dulce? Qué felicidad.
La señora de la casa, tal como era conveniente que hiciese cualquier dama blanca, debía guardar cama durante un mínimo de dieciséis días, una recomendación que hasta aquel momento Erika desconocía por completo.
Después de un alumbramiento, las mujeres esclavas y las trabajadoras tenían tres días de descanso antes de reincorporarse al trabajo y ella misma tampoco había guardado reposo mucho tiempo. Al fin y al cabo, no es que hubiera estado enferma.
Por qué, sin embargo, Frieda gozaba de ese privilegio era una pregunta a la que Erika no podía responder. Una tarde, Jette fue a buscarla con gesto preocupado.
—Misi Erika, usted tiene experiencia en enfermedades, ¿verdad? —Cuando Erika asintió, Jette la condujo hasta el dormitorio de la señora.
Esta estaba durmiendo en la cama y, al mirarla con detenimiento, Erika reconoció enseguida el brillo enfermizo y febril de su piel. De inmediato, se volvió con preocupación hacia el canasto donde dormía la pequeña Gemma. El bebé había sido entregado nada más nacer a un ama de cría negra de cuyos abundantes pechos la niña mamaba con fruición. La criatura presentaba aspecto de estar sana y bien nutrida.
—Misi, mire esto. —Jette apartó con cuidado la ligera colcha de la cama y Erika se asustó. Frieda van Drag tenía las piernas rojas y completamente inflamadas—. ¿Una filaria? —preguntó Jette con lágrimas en los ojos.
Erika asintió con disgusto. No hacía falta ser médico para reconocer las dos enfermedades más temidas del país. Junto a la lepra, la filariosis era la mayor lacra de la región; en el consultorio de Paramaribo, Erika había tratado a algunos pacientes afectados. La enfermedad provocaba una terrible inflamación en las piernas, llamada también Bimba-Beine, que desfiguraba por completo a la persona y limitaba de forma extrema su movilidad. Por no hablar de los fuertes accesos de fiebre, que, varias veces al año, dejaban sin fuerzas a los enfermos. Había maneras de aliviar la enfermedad, pero curarla era imposible. Frieda van Drag jamás se recuperaría, Erika lo tuvo claro desde el primer momento. Rápidamente, le pidió a Jette que fuese a buscar compresas frías y que se llevara a Gemma con el ama de cría. El contagio entre personas no era muy común, al parecer el causante era un mosquito, pero Erika no quería correr el riesgo. Cuando aquella misma noche conoció la triste noticia por boca de Erika, Ernst van Drag también se mostró desconcertado. Él sabía muy bien lo que significaba. Una mujer en la casa que requeriría cuidados para siempre… y el fin de la relación conyugal. En la ciudad, Erika había tenido entre sus pacientes de la enfermería algunas mujeres con esa enfermedad. Como quien no quiere la cosa, Erika se había enterado de que los hombres también enfermaban de filariosis. Y en su caso no solo se les hinchaban las piernas, sino asimismo… Erika había visto pocas veces a hombres arrastrándose penosamente ataviados con anchas faldas. Sin duda, eso suponía un suplicio para cualquier varón.
Gemma sería, por tanto, la última hija de los Van Drag. Sobre lo cual Resa se limitó a comentar con sequedad: «Bueno, trece ya son suficientes».
A partir de ese momento, Erika empezó a encargarse no solo del cuidado de los niños, sino también de atender a Frieda van Drag. Esta se recuperó bastante rápido, gracias a los remedios de hierbas y a los tés antipiréticos, pero cayó en una profunda fase depresiva cuando se dio cuenta de lo que le sucedía.
—Mevrouw, hay muchas personas que consiguen vivir con esta enfermedad —intentaba calmarla Erika. Y en sus palabras había mucha verdad, ya que, al margen de la hinchazón de las extremidades, entre unos brotes y otros, los enfermos no sentían ninguna otra molestia y podían participar en las actividades de la vida cotidiana. Pero Frieda van Drag enseguida empezó a temerse lo peor. Además, ya no se atrevía a exhibirse ante otras personas a causa de la hinchazón en las piernas y temía por su posición social.
Una vez transcurrido el periodo de reposo posterior al parto, apenas se movía de la cama y, en las escasas visitas que realizaba a la planta baja de la casa, solía mostrarse malhumorada e irritada con los niños. Erika intentaba contener a los pequeños en la medida que podía y dejaba que se acercasen solo de uno en uno o de dos en dos para no fatigarla en exceso. Los niños, acostumbrados ya desde hacía mucho tiempo a prescindir de su madre, no comprendían por qué, al margen del nacimiento de Gemma, seguía convaleciente. Erika trató de explicarles a los mayores con delicadeza qué le ocurría a su madre. Al hacerlo, no imaginaba que ellos conocían perfectamente la enfermedad por las mujeres esclavas. Geert se apartó con asco y le susurró a su hermano Harm que no volviese a acercarse a su madre porque era asqueroso. Erika asistió a la escena horrorizada; eso no era lo que ella quería. Edith y Anka rompieron a llorar. Con voz tranquilizadora, intentó calmar tanto a los niños como a las disgustadas niñas diciéndoles que podían acercarse a su madre sin problema. En su interior, Erika estaba convencida de que las caricias entre madre e hijos no entrañaban ningún peligro. No obstante, Frieda van Drag mantenía una fría distancia con sus hijos.
En la casa de los Van Drag sobrevino al poco tiempo otra calamidad. Los niños sufrieron una dolencia gastrointestinal que condujo a Erika y a las esclavas al agotamiento. Todos, salvo la pequeña —Erika daba gracias a Dios por proteger al bebé—, sufrieron fuertes vómitos y diarreas y gemían de dolor cada cual más alto. A modo de precaución, Erika llevó a Reiner con los alemanes para evitar que también se contagiara.
A última hora de la mañana, Erika se sentó junto al lecho de las dos niñas enfermas y se enjugó la frente, agotada. En las estancias de servicio de la casa, Jette y Lore llevaban varios días dedicadas a hervir paños y sábanas para contener la infección. Jette examinó con gesto de preocupación el vestido sucio de Erika.
—Misi Erika debe cambiarse, deme el vestido, que ahora mismo lo meto en el caldero.
Erika se miró de arriba abajo, avergonzada. Tenía el vestido gris de andar por casa salpicado de grandes manchas de saliva. Era su último vestido limpio, los demás todavía se estaban secando. Con el aire húmedo tropical, esto podía llegar a tardar muchos días.
—¡No tengo nada más que ponerme! —Se dejó caer sobre la silla, completamente exhausta.
Jette se echó a reír.
—Ningún problema, misi, yo le traigo algo, misi.
Antes de que Erika pudiera responder, Jette salió corriendo. Al poco tiempo, regresó con un pañuelo de colores. Erika sacudió la cabeza.
—Jette, no puedo ponerme…
—Bueno, misi no puede andar por ahí desnuda…
Jette tenía razón, y por unas pocas horas no tenía por qué pasar nada. Erika estaba deseando cambiarse y ponerse ropa limpia. Frieda se hallaba descansando en su habitación y los niños estaban adormilados por culpa del cansancio. Erika aceptó el pañuelo de la esclava y se metió en su dormitorio. Después de lavarse, trató de enrollarse el pañuelo alrededor del cuerpo. Tras varios intentos, logró por fin sujetar la tela, que no tenía ni cierre ni broche. Aunque le quedaba un hombro al descubierto —lo cual la hizo ruborizarse en ese mismo instante—, con esa temperatura aquel ligero tejido resultaba, para sorpresa de Erika, mucho más fresco y agradable que cualquiera de sus prendas. Ahora debía llevar rápidamente su vestido sucio a la zona de lavandería para meterlo en el caldero. Entreabrió la puerta para asomarse, en la casa reinaba un silencio total. Descalza, Erika se deslizó a toda prisa por el pasillo.
Jette cogió el vestido de Erika y sonrió al verla con su nuevo atavío.
—La misi está guapa.
Jette le arregló un nudo en la parte del hombro y le guiñó un ojo con complicidad. Erika le devolvió la mirada abochornada.
Por si no tuviese bastante con eso, una de las muchachas apareció en el lavadero, lanzó una mirada de desconcierto al ver a Erika con el vestido de la esclava y le dijo que el masra Ernst quería que lo informasen sobre el estado de los niños. Erika tragó saliva. Así no podía…
No sabía cuánto podía tardar en tener una prenda seca que ponerse y lo último que quería era hacer enfadar a Ernst van Drag. Este estaba acostumbrado a que todo el mundo obedeciese sus órdenes de inmediato. Así que Erika suspiró hondo.
—¿Dónde puedo encontrar al masra?
—En el porche. —La muchacha se retiró con una sonrisa pícara.
Erika levantó la cabeza y se encaminó hacia la entrada. Cuando salió al porche, Ernst van Drag se quedó mirándola unos instantes con expresión de estupor. Acto seguido, Erika procedió a disculparse.
—Los niños ya se encuentran mejor, pero ya no tenía nada más que ponerme.
No sabía si la mirada de estupefacción de Ernst van Drag denotaba censura o directamente desprecio. Erika agachó la mirada abochornada y en ese preciso instante se dio cuenta de que aún seguía descalza. ¡Qué torpeza la suya! Ahora seguro que recibiría una buena reprimenda del señor de la casa.
En lo que Erika no reparó fue en que un brillo de lascivia invadía los ojos del masra al contemplar la suave tez blanca de sus hombros bajo el resplandor rojizo del atardecer, y en que el exótico atuendo de la recatada y casta Erika, lejos de enfadarlo, había conseguido excitarlo.