CAPÍTULO 5

—¡Yo me quedo aquí!

Julie estuvo a punto de atragantarse con el café cuando, dos días antes de emprender el viaje a la ciudad, Pieter realizó ese anuncio durante el desayuno.

Martina llevaba días haciendo el equipaje y Julie se preguntaba para sus adentros cuántas semanas pensaba pasar allí su hijastra. Julie planeaba que la estancia en la ciudad durase unas dos o tres semanas, pero Martina estaba preparando unas maletas como si no fuese a regresar jamás. No cabía duda de que le hacía una tremenda ilusión salir de la plantación.

Julie esperaba que a Pieter le ocurriese lo mismo. Al fin y al cabo, Karl lo tenía sometido a una estricta vigilancia desde que se había dado a conocer el embarazo de Martina. Si bien tenía permiso para visitar las plantaciones cercanas y ejercer su labor como médico, lo cierto es que en la zona no había mucho que hacer. Incluso cuando Karl le asignaba alguna misión en los campos o con los esclavos, nunca pasaban de ser tareas de mera vigilancia. De ahí que Pieter dedicase las horas a vagar por Rozenburg y quisiera empezar a participar en la gestión de la plantación. En los últimos tiempos, se había interesado también por los nuevos avances médicos y había pedido que le enviasen desde Europa varios paquetes grandes. Cuando le preguntaban al respecto, respondía haciéndose el interesante. A él le gustaba denominar «investigación» a sus planes profesionales, que por lo visto le parecían más enjundiosos que el mero ejercicio de la medicina.

—¡Pero Pieter! —prorrumpió Martina—. Ahora no puedes… Si íbamos a…

Karl también fulminó con la mirada a su futuro yerno.

—Acompañarás a las damas a la ciudad y no se hable más.

A Julie la invadió una profunda preocupación. Si en verdad Pieter acababa quedándose, y permanecía solo en la plantación durante las rondas de vigilancia de Karl y sus viajes semanales de los martes, ¡a saber lo que sería capaz de hacerles a las muchachas del poblado! Imposible, ni hablar.

Julie reunió valor para opinar.

—Yo también creo que deberías acompañarnos. Imagínate que le ocurriese algo a Martina. No quiero ni pensar lo que sucedería si no tenemos un médico con nosotras.

Su argumentación pronto surtió efecto. Karl salió en su defensa de inmediato y a Martina ya le resbalaban las lágrimas por las mejillas.

Pieter, en cambio, resopló con desdén. Parecía que su futura esposa embarazada no era sino una carga. La mirada que le lanzó a Julie era de las que son capaces de matar.

Karl salió hacia la ciudad después de desayunar. El jueves, cuando regresara, Julie, Martina y Pieter partirían junto con los esclavos de cámara. Pieter aprovechó la ausencia de Karl para desahogar toda su rabia contra Julie. Con una sarcástica sonrisa, apareció por la noche en el porche delantero y se apoyó contra uno de los pilares.

—Vaya, seguro que los niños de los negros van a ponerse muy tristes cuando sepan que tendrán que prescindir por un tiempo de las visitas de la misi.

Julie puso todo su empeño en no dejarse provocar y trató de concentrarse en los documentos que quería poner en orden para el viaje a la ciudad, papeles que, además, eran para los preparativos de la boda.

—¿Sabe Karl en realidad a qué te dedicas cuando él está en la ciudad? Quiero decir… Es posible que él no se haya dado cuenta de que tú te interesas mucho por los hijos de sus trabajadores.

—Puede que sencillamente le parezca adecuado que sus esclavos lleguen a ser personas devotas y aplicadas. —A Julie estuvo a punto de escapársele la palabra «educadas». Emplear ese término para referirse a los esclavos resultaba algo de todo punto inconcebible. Lo último que quería era darle a Pieter más alicientes—. Por otra parte, Pieter, no sé si te has dado cuenta de que hace mucho tiempo que no visito la aldea de los esclavos. —Por supuesto que Julie visitaba la aldea, pero cada vez tenía más cuidado de hacerlo cuando Pieter y Martina no la veían. Con todo, Pieter parecía saber perfectamente dónde encontrarla en cada momento y quiso seguir ahondando en la cuestión.

—No he querido contárselo a Karl porque pensé que probablemente se trataba de un asunto sin importancia. —Al pronunciar esas palabras realizó un marcado gesto de desprecio con la mano—. Pero cuál fue mi sorpresa el otro día cuando sorprendí a los niños negros garabateando unas letras en la tierra. Quizá debería plantearme la posibilidad de hablar un día… Bueno, lo cierto es que Karl es un tanto blando con los esclavos. Cuando Martina y yo nos hayamos casado, tendré más libertad de acción. Yo, como potencial sucesor de Karl. Y entonces van a cambiar muchas cosas…

Julie tomó aire y respondió con determinación:

—Si alguien tiene libertad de acción aquí, esa soy yo.

Pieter soltó una risotada arrogante.

—Ay, Juliette, qué triste es que no veas lo que tienes delante de tus propios ojos. Tú, como mujer, y además como mujer sin hijos, no tienes nada que decir aquí en la plantación. —El tono sarcástico de su voz era innegable—. El futuro es mío y de Martina. Karl ya no es ningún jovenzuelo y cuando le llegue su hora… Por supuesto, nosotros permitiremos que sigas viviendo aquí porque eres la suegra —afirmó con grandes aspavientos—. Aunque tú tal vez prefieras regresar a Europa, ¿verdad? —preguntó sonriendo antes de conferir de nuevo un tono mordaz—. Pero la plantación será cosa nuestra. Tú, que eres joven e inexperta, no podrás dirigirla.

Ya era suficiente. ¿Qué se había creído ese hombre? Julie replicó con un tono cargado de ironía:

—Ay, Pieter, es muy amable por tu parte que te preocupes tanto por mi futuro. Pero por ahora ten en cuenta que todavía no estás casado con Martina. Y dadas las circunstancias cabe la posibilidad de que eso ni siquiera llegue a ocurrir. —Julie se esforzó por lanzarle una dura mirada—. ¿Qué crees que diría Martina si se enterase de que durante su embarazo tú te dedicas al libertinaje con esclavas jóvenes?

El mero pensamiento a Julie le revolvió de nuevo el estómago, pero sabía que ahora no podía ceder. Estaba jugando su mejor carta. Cuando a Pieter se le petrificó por un momento la expresión de la cara, Julie supo que ya era suyo.

Pieter resopló.

—Se trata de una insinuación de lo más ofensiva.

Julie percibió la rabia incontenible en los ojos de Pieter y volvió a concentrarse en los papeles que tenía sobre la mesa. ¡Ahora no debía ceder ni un ápice! Tomó aire y dijo con todo el aplomo y la determinación de que fue capaz:

—Hace poco, la noche en que los cerdos se escaparon… Vamos, Pieter, un buen contacto con los esclavos también tiene sus ventajas. Se oyen cosas que jamás llegarían a oídos del amo de la plantación. —Julie notó que sus palabras surtían efecto y realizó una breve pausa para reunir el valor necesario—. Y quiero que sepas —dijo con la mirada clavada en él— que como vuelva a enterarme de que…, hablaré con Martina y con Karl. Y tu maravilloso futuro aquí en Rozenburg se desvanecerá por completo.

Pieter enrojeció de pura rabia y la miró con los ojos encendidos.

—¿Debo entender eso como una amenaza? —farfulló.

—Tómatelo como un buen consejo —respondió Julie con el gesto más inalterable que fue capaz de adoptar.

Esperaba que con eso Pieter diese marcha atrás, pero el efecto fue más bien el contrario, aquello desató su furia. Por la forma en que Pieter se acercó a ella, Julie reconoció en sus ojos el deseo de destruirla:

—Bueno, ahora que estamos hablando de esto, ¿a qué crees que se dedica tu Karl los tres días a la semana que pasa en la ciudad? —Hizo una breve pausa, Julie sintió el impulso de salir corriendo, pero no tenía otro remedio que quedarse allí a escucharlo—: ¿Acaso no sabes que, como casi todos los hombres, ha tenido que buscarse una furcia negra porque su mujercita no sabe darle lo que necesita?

Julie se quedó estupefacta. Instintivamente, trató con todo su afán de disimular su sorpresa. Fingiendo toda la indiferencia de que fue capaz, se encogió de hombros.

—Karl es un hombre adulto y puede hacer lo que le plazca. Además, de algo estoy convencida —agregó clavando la mirada en Pieter antes de soltar—: ¡Dudo que Karl se dedique a maltratar y abusar de niñas pequeñas!

En ese momento, Pieter se dio media vuelta y desapareció en el interior de la casa. Julie suspiró aliviada. Tenía los ojos anegados en lágrimas y notaba un doloroso nudo en la garganta. En la batalla contra Pieter había salido victoriosa. Pero Karl… ¿qué se dedicaba a hacer a sus espaldas? Julie se esmeraba a fondo en ser una buena esposa. El hecho de que hasta ese momento no se hubiera quedado encinta… Ella tampoco sabía a qué se debía. Tal vez Karl no iba a visitarla lo suficiente. En los últimos tiempos, prácticamente había perdido el interés por ella. Solo las noches en que bebía mucho acababa trasladándose a su cama. Ella no lo amaba, pero seguía albergando la esperanza de que en el futuro su matrimonio fuese un poco más feliz. El que por lo visto él tuviese otra mujer en la ciudad a Julie le resultó doloroso. Significaba que ella no había sido más que el medio para alcanzar el fin. Y sentir que la habían utilizado era casi peor que descubrir el engaño.

Al día siguiente, Pieter subió a la embarcación que iba a transportarlos a la ciudad con gesto malhumorado. Seis corpulentos esclavos remeros, Julie, Kiri, Martina, Liv, Pieter, sus dos muchachos… Teniendo en cuenta la cantidad de equipaje, iban a viajar bastante apretados.

Julie intentó evitar en todo momento mirar a Pieter. Martina estaba feliz y parloteaba sin cesar con su prometido, que soportaba la cháchara con gesto de irritación. Las dos jóvenes esclavas se revolvían nerviosas en sus sitios. Viajar era algo extraordinario para ellas. Liv jamás había salido de la plantación y Kiri no tenía un recuerdo agradable de ese mismo viaje en el pasado. No le gustaba rememorar su última estancia en la ciudad con el comerciante de esclavos Bakker.

Julie iba enfrascada en sus pensamientos, preguntándose si estaba haciendo lo correcto. Justo antes de partir había estado a punto de discutir con Karl. Este había regresado de la ciudad de muy mal humor y el trajín que había en la plantación no había ayudado a calmar la situación. Nico se había resistido a dejarse atar a la barandilla del porche y a Aiku le costó lo suyo sujetarlo. En un momento dado, Karl quiso mediar y agarró al pájaro con tanta brusquedad que el animal incluso perdió unas cuantas plumas. Julie soltó un grito, pero no quiso intervenir porque ¿qué podía hacer ella?

La preocupación de cómo transcurrirían las siguientes semanas la dominaba. ¿Conseguiría arreglárselas en la ciudad con Pieter y Martina? ¿Qué pasaría si Martina volvía a ponerse puntillosa? ¿Qué haría si Pieter intentaba hacerle la vida imposible en la ciudad? Lo cierto era que Julie lo tenía agarrado por el cuello, así que probablemente no se atrevería. Tal vez intentaría enfrentarla con Martina. Y luego estaba Karl. No le había hecho ninguna gracia que Julie quisiera viajar a la ciudad. Ahora, después de las aclaraciones de Pieter, Julie comprendía por qué: probablemente tendría miedo de que Julie descubriera el engaño. Él solía decir que se desplazaba para resolver asuntos de negocios, pero el contable sostenía que era él quien se encargaba personalmente de solventar todo lo esencial en la ciudad. Y Karl tenía mucho más carisma a lomos de su caballo que tras la mesa del despacho. Julie tenía la firme determinación de averiguar qué se traía entre manos su marido. Estaba furiosa con él. Si la estaba engañando, quería saberlo.

Avanzaban a buen ritmo y Pieter obligaba a los esclavos a remar sin pausa. En realidad, tenían previsto parar a medio camino, en una plantación, pero estaba subiendo la marea —lo cual resultaba muy favorable para navegar rumbo a la ciudad— y, a pesar de que Martina y las esclavas parecían agotadas, Julie tampoco quería arriesgarse a tener que esperar en casa de unos desconocidos hasta la siguiente marea. Así que, a última hora de la tarde, avistaron la ciudad a lo lejos. De pronto comenzaron a cruzarse con más y más embarcaciones y ante Julie volvió a aparecer la misma imagen que había visto por primera vez el día que llegaron en barco a Paramaribo. La extensa ensenada del río estaba salpicada de enormes barcos que habían echado el ancla y que estaban rodeados por multitud de pequeñas embarcaciones.

Julie fue consciente de lo aislada que había estado en la plantación durante los últimos meses. Al pensar ahora en que pronto se encontraría en la ciudad, notó cierto nerviosismo en su interior. Ni siquiera conocía Paramaribo. El poco tiempo que había pasado allí con Karl a su llegada al país se le presentó como un sueño más que olvidado. Ahora tendría que arreglárselas sola por un tiempo. A decir verdad, no estaba segura de tener suficiente coraje. Kiri parecía igual de asustada. Y por lo demás… Lo único que esperaba era que Jean Riard cumpliese su promesa y fuese a visitarla.

Una vez que hubieron bajado de la barca en el puerto, Pieter organizó el viaje en dos coches.

—Juliette… —Martina había recobrado un poco el color.

Tantas horas sentada en la embarcación la habían afectado y Julie había observado cómo había estado luchando contra el mareo. Ahora, en cambio, al volver a pisar suelo firme, parecía haber recuperado las fuerzas.

—Juliette, espero que no te moleste, pero Pieter y yo preferiríamos alojarnos en casa de mi tía. Tenemos muchas cosas que hablar y la casa de la calle Keizerstraat… Bueno, no hay demasiado sitio, ya me entiendes. —Su mirada denotaba cierta mala conciencia.

Julie se limitó a asentir con la cabeza. ¿Qué otra cosa podía hacer? Aunque a ella o a Karl no les pareciera bien, Julie poco podía hacer por impedir que Martina llevase a cabo sus planes. Entretanto, los esclavos de Pieter habían comenzado ya a cargar el equipaje en coches diferentes. Así, cada coche tomó una dirección al alejarse del puerto. En uno de ellos viajaba Julie, con Kiri detrás en el maletero, junto al equipaje, ya que estaba prohibido que los esclavos se sentaran en los coches de plaza; en el otro, iban Martina y Pieter. Los mozos de Pieter y Liv, cuyo rostro reflejaba verdadera angustia, los seguían a pie. Julie solo esperaba que en la ciudad Pieter no intentase…

Cuando llegaron a la casa de Keizerstraat, se encontraron un pequeño comité de bienvenida en la puerta. La vieja esclava Foni, cuyo rostro redondo y bonachón Julie recordaba a la perfección, dos sirvientas y un hombre negro un tanto encorvado habían salido a recibir a Julie y Kiri.

—Misi Juliette, me alegro mucho de que haya venido a la ciudad. —Foni recibió a Julie según las reglas del oficio, le recogió el sombrero, la sombrilla y la capa con la que Julie se había cubierto para protegerse del abrasador calor y condujo a Kiri directamente a la zona de servicio para entregarle una bandeja con fruta y bebida fresca y enviarla de inmediato a las estancias principales de la casa. A Julie le entraron ganas de reír porque en casa, en la plantación, hacía ya mucho tiempo que Kiri no necesitaba que nadie le diera instrucciones sobre los deseos de la misi. Estaba acostumbrada a obrar por su cuenta, cosa que además Amru promovía porque entendía que Kiri tenía que formarse a sí misma como esclava de cámara.

Julie no tenía motivo alguno de queja. Kiri ya formaba parte de su vida y ella se había acostumbrado a tener a la muchacha cerca la mayor parte del día.

—Kiri, encárgate por favor de disponerlo todo arriba para que pueda refrescarme.

Sin necesidad de que Julie agregara nada más, Kiri salió de la habitación y, al poco, Julie comprobó con satisfacción que disponía en su dormitorio de agua fresca con jabón de rosas, tal como le gustaba. Acto seguido, Kiri se retiró, pues si había algo a lo que Julie había renunciado siempre era a recibir ayuda de las esclavas para desvestirse o lavarse. Si bien era consciente de que estas figuraban entre las tareas obligatorias de una esclava, ella se negaba a aceptar esa clase de asistencia.

Julie se sentó en el salón y respiró hondo. Ya estaba en la ciudad. Miró a su alrededor. Nada en aquella estancia había cambiado desde su última visita. Todo se encontraba exactamente en la misma posición, todo estaba limpio y el suelo desprendía un fresco aroma a naranja. Le resultaba difícil imaginar que Karl fuese allí dos días a la semana y se reuniera con socios y amigos comerciantes a beber alcohol y a fumar.

De camino a su habitación, Julie se detuvo frente al primer dormitorio, en el que Karl había dormido durante los días que habían pasado allí a su llegada. Entreabrió la puerta y se asomó a mirar por la rendija. Tanto la cama como los muebles se hallaban cubiertos con sábanas blancas. ¿Acaso Foni hacía y deshacía aquello todas las semanas? Al fin y al cabo, Karl viajaba a la ciudad todos los martes por la tarde y había salido de allí aquella misma mañana… Julie intuía que iba a tener que indagar bastante para averiguar qué era lo que Karl se traía entre manos. Todo apuntaba a que, desde luego, allí, en su casa de la ciudad, no pasaba mucho tiempo.

Julie se frotó la frente, empezaba a dolerle la cabeza. Ya pensaría en todo aquello más tarde. Ahora le convenía cambiarse la ropa del viaje y comer algo. A pesar de que Amru se había encargado de preparar abundante comida para el viaje, en presencia de Martina y Pieter, Julie apenas había probado bocado en todo el trayecto.