Kiri estaba nerviosa. No por el inminente viaje a la ciudad, no; las mujeres de la aldea estaban esperando las barcas de los cimarrones que debían transportar hasta allí varias mercancías procedentes del interior del país. Kiri albergaba la esperanza de que Dany viajase en alguna. Llevaba mucho tiempo sin verlo, y en sus sueños aparecía constantemente el cuerpo musculoso del joven cuyos tatuajes parecían danzar.
Kiri no se equivocaba. Al llegar los botes, Dany fue el primero en saltar a la orilla con gran agilidad y dedicarle una radiante sonrisa a Kiri. En un segundo, se esfumaron de la mente de la muchacha todas las palabras que habría querido decirle.
Al principio, los hombres estuvieron bastante ocupados descargando la mercancía. Las mujeres correteaban alrededor como un grupo de gallinas alborotadas y comentaban entre cuchicheos cada uno de los artículos que los hombres descargaban en tierra. Las relaciones comerciales con los cimarrones eran la última oportunidad para los esclavos de acceder a objetos con los que no contaban en la plantación. Ellos tenían prohibido viajar y, aunque el masra podía expedir salvoconductos, estos eran prácticamente imposibles de conseguir. Solamente los esclavos remeros que trasladaban a los señores de la plantación a la ciudad o a otras plantaciones tenían contacto con el mundo exterior. Pero las posibilidades de llevar los objetos deseados a cientos de personas eran limitadas porque al fin y al cabo no podían obligar a los señores a viajar sentados sobre las balas de telas de colores o cosas similares. De forma que los esclavos encargaban grandes cantidades de mercancías a través de los cimarrones. Algunos de estos podían viajar por la ciudad, otros en cambio habían construido una próspera red en los ríos que comunicaban con las plantaciones. Aunque a los colonos blancos no les gustaba ver que los cimarrones mantenían contacto con los esclavos de las plantaciones, ya que en cuestión de importancia ese impío pueblo indígena ocupaba un lugar muy inferior en la población del país al de los trabajadores rasos, de esa forma ellos se liberaban de la carga de tener que procurarles mercaderías como telas y otros géneros similares. La mayor parte de los dueños de plantaciones se contentaban con repartir entre la gente una vez al año telas de paño simple y, luego, los esclavos se encargaban de cubrirlas con los coloridos adornos que conseguían mediante los cimarrones. Con estos últimos, la compra salía más económica, ya que se llevaba a cabo mediante trueque.
Así pues, aquella mañana reinaba un gran ajetreo en la orilla del río. Se regateaba por todo, y se regateaba hasta la saciedad, las mujeres protestaban en tono crítico aunque, como poco, reían en la misma medida; al fin y al cabo, con una mano se lavaba la otra.
Kiri observaba el trajín un poco apartada. Había fabricado un collar con unas conchas rosadas que en la parte más alta del río ya no se podían encontrar, por lo que las joyas que tenían ese tipo de concha en particular eran muy apreciadas por las mujeres de los cimarrones y los esclavos de las regiones del interior, pero ella no tenía intención de cambiarlo por algo útil. Se sentó con la mirada perdida en el tronco de un árbol y deslizó el frágil collar entre los dedos. En realidad, no necesitaba ninguna de aquellas cosas. Como esclava de cámara gozaba de algunos privilegios que comprendían rescatar la ropa que se desechaba en la casa y que, con algún remiendo, podía aprovecharse. Para ello era necesario someter las prendas a la consiguiente transformación que exigía la ley no escrita de que ningún esclavo podía andar por ahí vestido con las ropas de los blancos a menos que se tratase de un uniforme (que, por otro lado, un blanco jamás llevaría). Por supuesto, esos privilegios despertaban a veces envidia entre las demás muchachas y mujeres, pero como Kiri era humilde y compartía de buena gana los retales de tela, el disgusto de las demás se mantenía dentro de ciertos límites.
Cuando, poco a poco, se fue dispersando el grupo y las mujeres regresaron a la aldea para dejar sus nuevas adquisiciones, Dany abordó a Kiri. Esta notó que de pronto le ardían las mejillas.
—¡Hola, pequeña! —dijo en tono de coqueteo. Se sentó a su lado, partió un pedazo de pan de yuca que acababa de adquirir y se lo ofreció a Kiri. Esta lo aceptó y trató de forzar una sonrisa—. ¿Y qué? ¿Sirvió de algo la gallina? —preguntó guiñándole un ojo.
En un primer momento, Kiri no supo de qué hablaba. Después, cayó en la cuenta de que se refería a la noche en que ella había realizado un sacrificio para pedir ayuda para la misi. Lo cierto era que, en su recuerdo, el acontecimiento giraba en torno a otra cosa. Eso le provocaba remordimientos de conciencia porque tenía la sensación de que el ritual no había servido de gran ayuda debido a que ella no pensaba lo suficiente en el asunto. ¿O acaso ese día había estado demasiado distraída?
Como respuesta, se limitó a encoger los hombros y rápidamente le dio un mordisco al pan por miedo a que los nervios le quebrasen la voz. Cuando Dany se inclinó para acercarse más aún, Kiri estuvo a punto de atragantarse.
—¿Vendrás esta noche otra vez al dansi? —le susurró con voz ronca.
Kiri no se había enterado de que aquella noche había una celebración, pero no la sorprendió, porque normalmente los esclavos no comentaban entre sí esos acontecimientos; por norma general, solo lo sabían los implicados: el riesgo de que llegase a oídos de los blancos era demasiado grande. De todos modos, Kiri asintió. Ya averiguaría cuándo y dónde…
—Bien, ¡entonces nos vemos allí! —Dany se despidió con una amplia sonrisa que invadió todo su rostro. Acto seguido, se levantó, le lanzó otro guiño a Kiri y echó a correr tras los demás hombres en dirección a la aldea.
Kiri creyó que el corazón se le iba a salir del pecho.
En la oscuridad de la noche, no resultó difícil seguir a los esclavos negros que abandonaron a hurtadillas la aldea. Jenk sabía, tal vez por Dany, que Kiri aparecería. Ella dudó, indecisa, si sería demasiado descarado sentarse al fuego sin motivo aparente. Los otros esclavos de la plantación estaban tan ocupados con sus propios asuntos que ni siquiera se volvieron a mirarla. De nuevo parecía tratarse de un ritual de conjuro, y de nuevo se encontraban allí dos parejas, los cimarrones y Jenk en calidad de chamán. Supuestamente, los cimarrones tenían los utensilios necesarios, ya que en ocasiones, para los rituales especiales, se necesitaban artículos un tanto insólitos. Las colas de mono o una piel grande de iguana, por ejemplo, eran cosas muy difíciles de conseguir en la plantación. Dany le dedicó nuevamente una sonrisa y durante un tiempo estuvieron sentados juntos en silencio; el fuego crepitante les calentaba la piel del rostro y las fórmulas del conjuro del chamán los arrullaban generando un ambiente de irrealidad.
En un momento dado, Dany rompió el silencio y le susurró a Kiri:
—Dime una cosa, tú no eres de la plantación, ¿verdad?
Kiri meneó la cabeza.
—No, llegué aquí con la nueva misi.
Dany asintió y volvió a quedarse en silencio. Después, preguntó:
—¿Y? ¿No añoras el lugar donde yace enterrado tu cordón umbilical?
Kiri se sorprendió de que Dany le concediese crédito a esa antigua creencia. Esta, que sostenía que cada persona está unida al lugar donde yace enterrado su cordón umbilical, constituía uno de los motivos por los que los esclavos permanecían siempre en ese preciso lugar, es decir, en la plantación, durante toda su vida, con el firme convencimiento de que en el mundo no había otro lugar para ellos.
Por lo que a ella se refería, esa creencia tenía un pequeño problema.
—Yo no sé dónde está enterrado mi cordón umbilical —anunció en voz baja y agachó la mirada, porque en el fondo eso la entristecía un poco. Eran cosas que la hacían ser consciente de que en realidad no tenía un hogar ni una familia. Dany enarcó las cejas con sorpresa.
—¿No lo sabes? Vaya, es una lástima.
A Kiri le daba vergüenza no saber exactamente cuál era su procedencia.
—¿Dónde yace el tuyo? —le preguntó ella, intrigada, con la intención de desviar el foco de la conversación de sí misma.
—¿El mío? ¡Pues aquí! —Señaló con la mirada hacia el bosque.
Kiri soltó una carcajada.
—¿Aquí? ¿En el bosque? ¿Es que eres de No-Meri-Mi-Kondre? —preguntó entre risas.
No-Meri-Mi-Kondre era una historia muy arraigada entre los esclavos del país. Significaba algo así como «la aldea de déjame tranquilo» y se empleaba para referirse a un lugar del que era imposible salir porque, si uno sabía dónde estaba, debía permanecer allí para siempre. Allí habitaban espíritus malignos, se decía, y cimarrones que cazaban hombres y los llevaban hasta ese pueblo. La tía Grena le había contado a Kiri aquella historia muchas veces cuando era niña, seguramente para evitar que se adentrase en el bosque.
Dany sacudió la cabeza sonriendo.
—No, no soy de allí, aunque… de niño intenté muchas veces encontrar ese pueblo —admitió con gesto pensativo—. No, soy de aquí, de Rozenburg —agregó finalmente con una sonrisa.
Kiri se quedó realmente sorprendida.
—¿Cómo? ¿Naciste en la plantación, pero vives en el bosque? No entiendo…
Dany asintió.
—Es una larga historia… La próxima vez. —Dany le lanzó una mirada de complicidad y se levantó. Kiri se dio cuenta de que los demás habían empezado a marcharse.
Sus pensamientos volvieron a centrarse en lo que había oído. Si Dany era de la plantación, debía de tener familia allí. ¿Y cómo había acabado con los cimarrones? Todo resultaba muy extraño. A tientas buscó el camino que bordeaba el campo de caña de azúcar para regresar a la aldea de los esclavos.