CAPÍTULO 2

La plantación Bel Avenier se encontraba mucho más alejada de la ciudad de lo que Erika jamás imaginó. En ese país, unas cuantas horas en barca equivalían a una gran distancia de la civilización. Durante las primeras semanas de Erika en la casa de los Van Drag, había reinado un caos absoluto. Cada vez que Ernst van Drag se marchaba, cosa que sucedía todos los días muy temprano, cuando salía a supervisar el trabajo de los leñadores, el desorden se apoderaba de la casa. Aquella cuadrilla de niños malcriados y rebeldes no podían ser controlada ni por las esclavas de la casa, que lo intentaban con todo su empeño, ni por Frieda van Drag, que se limitaba a refugiarse en sus habitaciones, donde los niños tenían prohibida la entrada. Erika tampoco les inspiraba ningún respeto y además enseguida descubrieron que esta se distraía cada vez que hacían llorar al pequeño Reiner y de esa forma la manejaban a su antojo. En esa casa, solo había orden y armonía cuando el señor estaba presente. En ese caso, los niños enmudecían bajo la severa mirada del hombre y al menos las horas de la tarde las pasaban más o menos tranquilos. Por las noches, Erika acababa agotada. El alboroto de los niños, cuyo control y vigilancia constituía el centro de su trabajo, y el constante esfuerzo por calmar a Reiner, que con tanto jaleo alrededor se había vuelto mucho más llorón, iban minando los nervios de la mujer. No sabía qué hacer para adquirir el control de la situación y algunos días, en su interior, dudaba que hubiera sido una buena idea aceptar el puesto de trabajo en Bel Avenier.

Geert, Harm, Jan, Ruthger y las niñas Edith y Anka eran los seis niños que vivían en la casa. Los dos hijos varones mayores, Anton y Frits, vivían en la ciudad porque asistían a la escuela. Las niñas eran dos criaturas tímidas que se pasaban la mayor parte del tiempo a lo suyo, jugando con sus muñecas o pegadas a las faldas de su ama de cría negra, mientras que los cuatro varones, que tenían entre seis y diez años, eran unos auténticos tiranos. Cuando no estaban haciendo rabiar a sus hermanas, se dedicaban a dar órdenes a diestro y siniestro a los esclavos, quienes, sin torcer el gesto lo más mínimo, cumplían a rajatabla los deseos de los pequeños masras por infantiles o absurdos que fueran. Erika se estremecía cada vez que comprobaba la escasa atención que les prestaban a aquellos niños. Trataban y manejaban a los esclavos como si fuesen monos de circo. En casa de los Van Drag, existía la costumbre de regalar un pequeño esclavo a cada niño al cumplir los cinco años. Ese esclavo era unos dos o tres años mayor que su señor y tenía la obligación de estar siempre a merced de su amo. Solo así, sentenció el señor de la casa Ernst van Drag cuando Erika mencionó ese hábito, los niños aprendían a establecer la relación adecuada con los subordinados y promovían la formación de un servicio fiable y entregado.

Erika no dejaba de pensar en cómo podía aprender a controlar a ese grupo de niños. El azar fue finalmente lo que la ayudó a encontrar el camino.

Una mañana en que Erika estaba tratando de desempeñar su función de maestra y se esforzaba por reunir a las seis criaturas en la mesa, sorprendió a Harm entrando en la habitación contigua a incordiar a Reiner, supuestamente con el propósito oculto de conseguir librarse de la tediosa lección si hacía chillar al niño. Erika presenció cómo el muchacho de ocho años tiró de los bracitos del pequeño Reiner con tanta fuerza que por unos segundos el bebé se quedó sin respiración y comenzó a ponerse rojo. La rabia acumulada durante las últimas semanas estalló en un explosivo arrebato al contemplar el sufrimiento de su hijo. Agarró a Harm por los hombros, le dio media vuelta y le asestó una fuerte bofetada. Antes de que el muchacho pudiera reaccionar, Erika se inclinó rápidamente hacia él hasta que su rostro quedó a la altura de los ojos atemorizados del chico:

—Como vuelva a sorprenderte aquí otra vez —lo increpó fuera de sí—, ¿me oyes?, una sola vez más, se lo contaré todo a tu padre y que Dios se apiade de vosotros porque a saber qué ocurrirá cuando se entere de que no obedecéis sus órdenes.

De los ojos del chico brotaron grandes lágrimas. De pronto, se apoderó de Erika un gran sentimiento de culpa por haberle pegado. Harm salió de la habitación con la cabeza gacha. Mientras Erika consolaba a Reiner, oyó que Harm se apresuraba a reunir a sus hermanos y acto seguido todos ocuparon su lugar a la mesa. Al parecer, gracias a ese arrebato se había ganado el respeto de los pequeños.

En sus adentros, Erika abrigaba la esperanza de que Harm no le confesase lo ocurrido a ninguno de sus progenitores, no se sentía muy cómoda con la situación y no sabía cómo debía afrontarla. Pero la reacción de Harm ante la amenaza de contárselo todo a su padre abrió una inesperada senda en la relación con los niños. Estos profesaban un profundo respeto a Ernst van Drag y Erika decidió que debía aprovecharse de ello. Naturalmente, habría sido mejor que los niños hubieran mostrado ante Erika el respeto que cualquier menor debe manifestar ante un adulto, pero, como no fue así, a ella no le quedó otro remedio. La mera insinuación de que pudiera llegar algún informe negativo a oídos del padre convirtió a partir de ese día a los niños en un grupo de ejemplares angelitos. Erika por fin tuvo la sensación de que tenía la situación bajo control.

La propia Frieda van Drag dejó caer alguna que otra palabra de elogio cuando, al cabo de unos días, advirtió que el volumen del alboroto de las mañanas había disminuido. La señora de la casa, entretanto, tenía una barriga de lo más abultada ya que solo le quedaban unas semanas para el alumbramiento. Flanqueada noche y día por dos esclavas, Frieda van Drag estaba entregada de lleno al sufrimiento del embarazo y se limitaba a ordenar que la bañasen, la secasen, le dieran de comer y la acomodaran en la cama, desde donde volvía a requerir la presencia del servicio en cuestión de minutos. Erika sospechaba que el embarazo constituía para Frieda van Drag un modo de atraer la atención y eludir la obligación de atender al resto de los niños. Teniendo en cuenta que, en las dos últimas décadas, Frieda van Drag había pasado por doce embarazos, cabía deducir que no había llevado una vida demasiado dura.

A esas alturas, Erika no imaginaba que, en realidad, la causa del elevado número de embarazos era otra bien distinta.

En Bel Avenier había, aparte de los esclavos negros, un grupo de leñadores alemanes que actuaban como capataces y dirigían la labor de los esclavos en la zona de explotación maderera. Si bien los hombres pasaban la mayor parte de la semana en los bosques, desde donde se transportaba la madera directamente por los canales y ríos en dirección a la ciudad, las mujeres permanecían en la plantación, se hacían cargo de las tareas domésticas y cuidaban del jardín y de los niños.

Cuando Erika vio por primera vez las casas de los alemanes, que formaban una especie de poblado agrupado en torno a una explanada central, le costó contener las lágrimas de lo mucho que le recordaron a su país natal. Aunque los leñadores procedían de la Selva Negra y hablaban un dialecto cerrado, las típicas casitas de madera con los postigos de carpintería y las flores en el alféizar despertaron un sinfín de recuerdos en Erika y, por un momento, la dejaron sin habla. Su vida anterior en Alemania, protegida por la comunidad, junto a Reinhard…

Las cinco mujeres de los capataces habían dejado atrás una vida de origen humilde y ahora se esforzaban para forjarse un futuro mejor. Y como sin duda su vida en Surinam era mucho más próspera que en la lejana Europa, rara vez se quejaban. Labraban con gran ahínco los pequeños campos de tierra que el amo de la plantación les había cedido y daban gracias a Dios todos los días por haberlas llevado a ese exuberante país. A fuerza de hablar con ellas, la opinión de Erika fue cambiando. Aunque Surinam había supuesto para ella una dura prueba, antes nunca había pasado dificultades. Esas mujeres, sin embargo, habían sufrido mucho. Ellas le hablaban de las grandes necesidades, del hambre y la pobreza que habían tenido que pasar. En cambio, problemas como la malaria, el calor y las lluvias tropicales para ellas eran pequeñeces más que soportables. Hasta entonces, Erika no lo había contemplado desde ese punto de vista. Al cabo de unas semanas, esperaba haber ganado dinero suficiente para poder seguir buscando a Reinhard en el interior del país. Aunque ¿la dejarían marchar los Van Drag? Eso todavía no se había parado a pensarlo. ¿Y hacia dónde iba a partir?; al fin y al cabo, no sabía dónde podía encontrarse Reinhard. Pero estaba segura de que de algún modo conseguiría averiguarlo. Ya se encontraba muy satisfecha de haber llegado hasta ahí. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan cerca de su marido. Sin embargo, tal como Erika intuía, en Bel Avenier la felicidad y la desgracia convivían estrechamente.