Julie observaba a un pequeño y gracioso pajarillo que, como si estuviera suspendido en el aire, saboreaba las flores de azahar del jardín. Solo quedaban unas semanas para la boda de Martina. Julie había escrito docenas de invitaciones, por orden de Karl, y se las había entregado a los dos esclavos del campo, que emprendieron un viaje de varios días por el río para hacer llegar las cartas a sus destinatarios.
A su regreso, los esclavos trajeron consigo un buen fajo de respuestas. A Julie se le revolvía el estómago solo de pensar en que pronto tendrían que dar alojamiento en Rozenburg a tantas personas. Martina seguía con la misma mala cara porque Karl no había cedido ni un ápice en su imposición de que fuera Julie quien organizase el festejo. Si bien las invitaciones ya estaban entregadas, todavía quedaban muchas cosas por hacer.
Julie garabateaba con desgana en la hoja de papel donde debía consignar los platos del banquete de la boda. Después de que Amru le hubiese explicado cuáles eran sus planes al respecto, lo cierto es que Julie no tenía mucho que decir. Y, aunque pudiera aportar algo y lo escribiese en aquel papel, tendría que leérselo a Amru en voz alta. Julie no tenía ninguna experiencia en esos menesteres y el silencio de Martina a ese respecto no le servía de gran ayuda.
El agasajo y la atención a los invitados era lo que menos preocupaba a Julie. Amru se hallaba al mando. Y por debajo de ella había multitud de ayudantes centrados en el acontecimiento. Julie se alegraba mucho —y la esclava doméstica estaba muy agradecida— de contar con tantas personas a su disposición. A Amru no parecía afectarla lo más mínimo que su señora no participase en la medida en que cabía esperar. Como intermediaria podía recurrir a Kiri. Esta mantenía a Julie informada de tal manera que pudiera poner a Karl al día o, como mínimo, dar la impresión de que estaba al mando. Karl solía limitarse a asentir con gesto de satisfacción y dejaba hacer a Julie.
Como tantas otras veces, Julie se sentía sola en el porche, ante la hoja de papel, y echaba de menos tener a alguien con quien conversar. Aunque debía confesar que no echaba de menos a una persona cualquiera… ¡Ojalá el señor Riard regresara pronto! El mero hecho de pensar en él le producía alegría, añoraba sentarse con él en el porche, añoraba las profundas conversaciones que mantenían. En su interior, Julie además albergaba la esperanza de que tal vez él pudiera darle algún consejo sobre la complicada situación de la plantación. Ahora sus sentimientos estaban divididos, desde la última visita algo había cambiado. Se acarició una mano con la otra como si pudiera evocar por un momento el calor cosquilleante que el roce de su piel le había provocado. Cerró los ojos y pensó en la dulce mirada del joven.
Pero, durante su última visita, el contable se había excusado alegando que en la gran estación seca no habría mucho que hacer en la plantación y que, por tanto, su visita no era en modo alguno necesaria. Julie esperaba poder verlo tal vez en la ciudad con motivo del Año Nuevo, pero Karl acabó anulando ese viaje porque Martina se encontraba muy débil a causa del embarazo. Se pasaba el día mareada y devolvía a todas horas; con el paso de las semanas parecía un auténtico fantasma.
—En este estado no puedes asistir a ningún baile —gruñó Karl.
Martina, que solía querer aprovechar cualquier ocasión para visitar la ciudad, aceptó la decisión sin rechistar. Pasaba la mayor parte del tiempo encerrada en su habitación, al cuidado de la esmerada Liv, que parecía aliviada en su fuero interno de que durante el embarazo su señora se hubiese calmado un poco. O, mejor dicho, que ya no tuviera fuerzas para desahogar su mal humor contra ella. Si bien era cierto que seguía gritándole con frecuencia y que martirizaba a la joven muchacha con sus incesantes quejas, los azotes de los guardas habían disminuido de forma considerable. Martina ya prácticamente no bajaba al piso inferior y, desde luego, no salía de casa.
Karl, en cambio, mantenía la costumbre de marcharse todas las semanas a la ciudad, lo cual comenzaba a irritar a Julie. Ella llevaba ya casi un año en la plantación y nunca le había preguntado si quería acompañarlo. Y Martina, que antes de quedar en estado solía pasar alguna que otra semana con su tía, no entraba dentro de sus posibles acompañantes. Habría preferido morderse la lengua antes de preguntarle a Martina si podía ir con ella.
Cuánto le habría gustado viajar a la ciudad… o incluso visitar otra plantación en alguna otra región del país. Sin embargo, de momento Julie no conocía mucho más que Rozenburg, la casa de la ciudad y las plantaciones de los vecinos más cercanos. Había oído que el paisaje en otras zonas del país era más variado, que además de la selva había unas extensas sabanas e incluso zonas montañosas. Ella, en cambio, solo conocía la verde frondosidad que se veía desde la plantación y las oscuras aguas del río que discurría a lo largo de la plantación en dirección al mar. Julie suspiró y dejó el lápiz a un lado. Empezaba a declinar el día y un millar de cigarras entonaron al unísono un concierto vespertino, interrumpidas solo por las voces profundas de los habitantes de los árboles del bosque. Nico estaba posado en la barandilla del porche y también parecía escuchar. Julie respiró hondo para aspirar el aire fresco de la noche inminente. En la estación seca, apenas bajaba la temperatura durante el día, por lo que el calor resultaba más asfixiante todavía. Las tardes y las noches, en cambio, eran considerablemente más agradables.
Julie se levantó, se cubrió los hombros con un chal y abandonó el porche en dirección al jardín. Por las noches, algunas plantas desprendían un aroma arrebatador y unas enormes mariposas revoloteaban en torno a las flores de los naranjos. Los pequeños colibríes zumbaban alrededor. Como tantas otras veces, la naturaleza del país compensaba el pesar que el día a día provocaba en Julie. La rica, colorida y dulce exuberancia no era comparable con la flora europea. Julie repasó mentalmente los nombres de las plantas del jardín que conocía. Algunos se los había dicho el señor Riard, otros, en cambio, se los había enseñado Amru en la lengua familiar de los esclavos. Cómo le habría gustado a Julie averiguar el nombre del resto de las plantas. Le habría gustado buscar un libro en la ciudad donde consultar todas las especies. Pero la posibilidad de viajar hasta allí era más que remota y no se atrevía a hacerle el encargo a Karl. Tal vez pronto vería al joven contable…
Se detuvo y observó el cielo donde se vislumbraban ya las primeras estrellas. Al menos en eso Karl tenía razón: el cielo estrellado sobre Surinam era tan oscuro y las estrellas tan claras que Julie nunca había visto nada igual. El resplandor de los remotos cuerpos la tranquilizó un poco.
En el porche trasero reinaba la calma. Cuando Karl estaba en la ciudad, no se preparaban cenas opulentas. Julie solía conformarse con un tentempié en el porche delantero. Martina prácticamente no cenaba y Pieter, al que desde el anuncio del embarazo Karl había expulsado de la habitación de invitados de la casa y desterrado a un cuarto de la casa de invitados, tampoco se sentaba a la mesa a comer. Julie se sentó en los escalones del porche trasero y sonrió satisfecha. Martina había protestado mucho cuando condenaron a Pieter a abandonar la mansión. Pero Karl se había puesto hecho una furia porque había quedado bien claro que había cometido un error al hospedar a Pieter tan cerca de Martina. A esas alturas, el hecho de cambiar la distribución de los dormitorios no era sino un intento desesperado de preservar en la medida de lo posible la decencia del enlace. Pieter, en cambio, aceptó la medida sin rechistar. Seguramente, le daba miedo estropear sus planes. A Julie le repugnaba ver cómo Pieter le bailaba el agua a su suegro. Aquella actitud era de una hipocresía enorme, pero nadie salvo Julie parecía percatarse. Pieter seguía un plan, nada más.
Unas voces a lo lejos la arrancaron de sus pensamientos. Julie trató de localizar de dónde venían, pero no pudo ver a nadie.
Era extraño porque a esas horas los esclavos de la casa solían estar ya en la aldea, y, cuando abandonaban la casa, tenían que pasar necesariamente por donde ella estaba. Y a esas horas tan intempestivas, los esclavos del campo tampoco solían encontrarse en los edificios de servicio que había junto a la casa. Los animales estaban atendidos, así que ¿quién podía ser? A medida que las voces se acercaron, Julie identificó una profunda voz masculina y una voz de muchacha joven. Parecían discutir, al menos la voz femenina sonaba muy aguda, mientras que la masculina se limitaba a dar órdenes en un tono brusco y seco. En la penumbra, Julie no era capaz de distinguir a nadie, pero creyó reconocer que las voces procedían de la parte trasera del edificio; se dirigían hacia la casa de invitados por la parte de atrás; Julie sabía que allí había una puerta de servicio. Pero dado que por el momento Pieter era el único que ocupaba una de las estancias, Julie no se imaginaba quién podía andar por allí. Se levantó y se agazapó entre unos arbustos junto a la casa de invitados. El estrecho sendero trillado que el jardinero había abierto a fuerza de pasar por allí daba la vuelta alrededor del edificio entre el muro de la casa y los arbustos. Julie se detuvo y dobló la esquina con precaución. Vislumbró una gran figura masculina que estaba de espaldas en la parte trasera de la casa con la mano apoyada sobre la hoja de la puerta abierta. Con la otra mano agarraba el brazo de una persona ostensiblemente más pequeña e intentaba obligarla a atravesar el umbral. Julie se quedó pensando en quién podía tratarse. ¿Estaría la muchacha en apuros? Estaba oscuro, Amru y las demás esclavas se encontraban ya en el poblado y, en cuanto a Pieter…, él no iba a acudir en su ayuda. Julie observó que el hombre arrastraba a la mujer al interior de la casa. Por un momento, ella lanzó unos gemidos de protesta. Después, la puerta se cerró de golpe y la figura del hombre desapareció en la oscuridad en dirección a la aldea de los esclavos. Poco más tarde, Julie oyó sobre su cabeza un ligero alboroto y el ruido de una puerta que golpeaba en el interior. Levantó la vista y advirtió un tenue resplandor en una de las habitaciones.
Avanzó a tientas junto al muro. A poca distancia, vislumbró unos barriles y unas cajas, tal vez, si conseguía subirse encima podría… Por un momento, dudó, pero venció la curiosidad. ¿Quizás era una de las sirvientas de la casa que había ido a la casa de invitados a hacer algo? ¿Quizás Amru le había ordenado al hombre que reprendiese a la muchacha? Se arremangó la falda y se subió encima de las cajas con cuidado. Si se inclinaba hacia delante, alcanzaba a ver el dormitorio por encima del alféizar de la ventana. Solo había una débil lámpara encendida sobre una pequeña mesilla. A Julie le dio un vuelco el corazón al ver pasar de pronto a alguien junto a la ventana. Pieter. Julie se echó hacia atrás. ¿La habría visto?
—¡Desnúdate! —lo oyó gritar. No cabía duda de que no estaba solo en la habitación. Entonces Julie oyó los leves sollozos de la muchacha y se le encogió el alma. Volvió a inclinarse y se asomó por encima del alféizar. Y no daba crédito a lo que sus ojos vieron en ese momento: Pieter estaba en la habitación vestido solo con un pantalón. De la muchacha, Julie solo alcanzaba a ver un hombro y un brazo y, por un instante, cuando la joven obedeció y se quitó la ropa, un pecho incipiente. Julie se dio cuenta entonces de que la muchacha no podía ser muy mayor. Intentó inclinarse más para procurar verle el rostro, pero estuvo a punto de derribar las cajas y, mientras perdía el equilibrio, justo antes de agarrarse a la tosca madera del muro para no caer al suelo, solo alcanzó a ver una gargantilla verde. El corazón se le disparó. Pese a todo, consiguió recuperar la posición y asomarse de nuevo a la ventana. La imagen se le quedó grabada a fuego en las retinas como una aterradora pesadilla. Pieter estaba agarrando a la muchacha bruscamente del pelo, la empujaba contra el suelo con una mano para obligarla a arrodillarse y con la otra se abría la bragueta. Julie quería gritar, pero no le salía la voz y, de puro espanto, solo acertó a taparse la boca con una mano. Notó que las cajas comenzaban a tambalearse de nuevo bajo sus pies e instintivamente saltó hacia un lado para no caer. Ya en el suelo, pegó la espalda a la pared y se limitó a escuchar. Con un poco de suerte, Pieter no habría oído el estrépito. Esperó un momento, pero nadie se asomó a mirar. Rápidamente, empezó a pensar qué podía hacer. No podía abandonar a aquella muchacha a su suerte en esa situación, pero sabía que no tenía mucho sentido entrometerse. A saber lo que Pieter sería capaz de hacer si Julie lo sorprendía in fraganti. Julie rodeó la casa corriendo. Su mirada recayó sobre la verja de los animales que gruñían en la oscuridad. ¡Los cerdos! Julie corrió hacia la verja, la abrió de par en par y agitando con rapidez el brazo espantó a los animales, que, sin dudarlo, aprovecharon la puerta a la libertad para salir corriendo entre fuertes chillidos. Después, Julie se dirigió a la casa principal, entró por el porche trasero y recorrió el pasillo hasta el salón de las labores. Desde allí pudo observar lo que sucedió. Con alivio, comprobó que su idea no tardaba en dar sus frutos. Asustados por los berridos de los cerdos, los demás animales se inquietaron también y a los pocos instantes los primeros hombres llegaron corriendo de la aldea con antorchas en la mano para tratar de atrapar a los animales escapados. El alboroto entre los edificios y los fuertes gritos debieron de molestar a Pieter, que tampoco tardó en aparecer con el pantalón abrochado y bramando órdenes por la puerta delantera de la casa de invitados. A la muchacha, Julie no llegó a verla, pero esperaba que hubiera podido ponerse a salvo.
Exhausta, Julie se dirigió a su habitación. Sería mejor que nadie supiera que había estado fuera. Sintió una profunda repugnancia hacia Pieter: ahora que Martina se hallaba indispuesta, se había buscado una niña esclava para hacer con ella lo que quisiera. A Julie se le revolvió el estómago al pensarlo. ¿De qué muchachas…? ¿Y con qué frecuencia tenían que soportar eso? ¿Cómo podía un hombre hecho y derecho hacer algo así? Tenía que pensar en algo para acabar con aquello…, pero ¿qué?