CAPÍTULO 15

Erika se sentó compungida a la sombra de las soberbias palmeras que rodeaban el puerto. Escuchaba el leve chapoteo del agua y contemplaba a los pájaros que intentaban atrapar un buen botín tras los barcos de los pescadores. Reiner dormía a su lado en un canasto. Era un bebé que se portaba muy bien. Derama le había advertido:

—Cuida bien de tu hijo, ha nacido demasiado pronto, aliméntalo bien y sácalo mucho a la calle. Los blancos protegen demasiado a sus hijos, es mejor que se acostumbren al clima desde el principio, así luego les resulta más fácil. Pero no lo lleves contigo a la enfermería, es peligroso.

Erika siguió el consejo de la sanadora. En cuanto ella volvió a estar en pie, empezó a llevarse al bebé consigo a todas partes.

Lo cierto era que no tenía mucho que hacer. Josefa se encargaba de los pocos pacientes y los hermanos de la misión encomendaban a los esclavos tareas de toda clase. De modo que no podía hacer mucho más que salir por ahí a caminar y ver cómo andaban las cosas. Había tomado por costumbre pasear por el puerto todas las tardes, cuando aflojaba un poco el sofocante calor. Allí, donde siempre reinaba un gran ajetreo, se sentía más cerca de Reinhard y podía pensar.

En el interior de Erika hervía el anhelo de ir en busca de su marido. Lo añoraba tanto. Tenía que volver a verlo. Pero ¿cómo? No contaba con dinero, ni con un medio de vida y además tenía un bebé recién nacido. Pero ¿quedarse allí a esperar? No, esa no era una alternativa real. Después del alumbramiento se recuperó enseguida. Reiner era un bebé sano y fácil de cuidar. Tal vez en unos meses se atrevería. Pero el problema del dinero ¿cómo iba a resolverlo? Tendría que buscar la forma de arreglárselas sola, ya que no podía pedir ayuda a la comunidad. La misión no estaba concebida para enriquecerse. Por el momento, no disponía ni siquiera de dinero para el viaje.

Erika se hallaba tan enfrascada en sus pensamientos que ni siquiera se dio cuenta de que acababa de arribar un barco. Un grupo de niños blancos bajó de la embarcación entre gritos y comenzó a corretear por el malecón. Una oronda y voluminosa mujer, seguida por una esclava que sostenía una sombrilla, cerraba la comitiva. Cerca del banco donde estaba Erika sentada, dos de los muchachos se enzarzaron en una pelea, uno de ellos empujó al otro y, antes de que la mujer pudiera decirles nada, el niño tropezó, resbaló en el borde del muelle y, con un estridente chillido, logró agarrarse a un bolardo en el último momento antes de que sus piernas quedaran balanceándose sobre el agua. Erika fue la primera en reaccionar. Se levantó de un salto, se abalanzó sobre el chico, lo agarró por el cuello y lo colocó de nuevo sobre tierra firme. El muchacho salió corriendo hacia su madre con un gran berrinche, pero no fue a sus faldas a las que se aferró, sino a las de la esclava que caminaba detrás de la mujer, que había contemplado la escena boquiabierta. La esclava continuó sosteniendo la sombrilla con una mano mientras con la otra estrechaba y consolaba al niño.

Finalmente, la mujer blanca salió de su parálisis y se encaminó hacia Erika. Sin advertir que su sombrilla no la seguía, agarró a Erika del brazo con ambas manos y le dio las gracias con grandes aspavientos.

—¡Gracias, gracias! Oh, Dios mío, ¡habría podido ahogarse! —Antes de que Erika pudiera reaccionar, la mujer ya le había soltado la mano, había agarrado al muchacho que le había dado el empujón al otro y le había asestado una tremenda bofetada.

Ese muchacho salió corriendo también hacia el regazo de la esclava y, por tanto, ahora ya eran dos los que lloraban contra la falda deshilachada de la mujer negra.

—Discúlpeme, estos niños me están volviendo… Jette, ¡encárgate de que se tranquilicen!

Jette, la esclava, colocó a los dos niños tras de sí y se apresuró a cubrir de nuevo a su señora con la sombrilla. Otros cuatro niños aguardaban apiñados a su espalda, sin moverse lo más mínimo, y miraban a la mujer blanca, que debía de ser su madre, con gesto de temor.

—Me llamo Frieda van Drag —dijo la mujer dirigiéndose de nuevo a Erika—. Tengo que darle las gracias otra vez. ¿Me permite que la invite a tomar café mañana por la tarde? Es lo mínimo que puedo hacer para agradecerle lo que ha hecho por mí.

Erika desvió la mirada un instante hacia el banco donde descansaba el canasto con el pequeño Reiner, que dormía ajeno a aquel alboroto, y ya se disponía a rechazar el ofrecimiento cuando la mujer reparó en el bebé y soltó un chillido de excitación.

—Oh, pero si tiene usted un bebé… ¿Me permite?

La mujer se inclinó sobre el canasto y contempló el pequeño cuerpecito con un brillo de admiración en los ojos. Erika recapacitó. Hasta entonces, apenas había mantenido contacto con los colonos blancos. Tal vez le resultaría provechoso entablar algunos lazos. No parecía que Frieda van Drag se hubiera percatado de que la modesta vestimenta de Erika revelaba su condición de hermana misionera, o tal vez no le importaba. Eran muchos los colonos que no sentían especial simpatía por los misioneros. Pero ¿cómo iba a visitar a una dama de la alta sociedad con un bebé? Reiner era muy tranquilo, pero ¿y si precisamente ese día se ponía revoltoso?

—Vamos, se lo ruego. —La mujer volvió a dirigirse a Erika después de contemplar a Reiner—. Sería un enorme placer para mí que viniera a visitarme. No estoy mucho en la ciudad y me encantaría gozar de alguna compañía. ¿Mañana a las cinco es una buena hora para usted? La dirección es Forgreeten Straat, 12.

A pesar de todas sus dudas, Erika no se atrevió a rechazar el amable gesto de la mujer.

—¡Y traiga al bebé, me encantan los niños! —exclamó con alegría—. Nos vemos mañana, entonces, mevrouw…

Erika se ruborizó, qué maleducada, ¡ni siquiera se había presentado!

—Bergmann… Erika Bergmann.

—Mevrouw Bergmann…, a las cinco en Forgreeten Straat, 12, no sabe cuánto me alegro —exclamó la mujer antes de volverse hacia la esclava—: Jette, andando, pon a los niños en marcha, aquí hace un calor terrible y el coche está esperando.

La mujer se alejó con paso presuroso seguida de la esclava y del grupo de niños.

Erika se quedó allí de pie un rato más, algo aturdida. Después se sentó junto a su hijo y empezó a acariciarle las suaves mejillas con un dedo.

A la mañana siguiente, volvió a dudar. ¿Debía aceptar esa invitación? No hacerlo sería un acto de descortesía, así que preparó al pequeño Reiner en el canasto, lo cubrió con la colcha buena de ganchillo para disimular las manchas de saliva que había en la que llevaba habitualmente, se engalanó ella también con uno de sus mejores vestidos y se encaminó a casa de la señora Van Drag.

Erika se quedó boquiabierta al encontrarse frente a una imponente mansión. Los Van Drag debían de ser personas adineradas. Abrió la puerta una esclava descalza con un mandil almidonado. La muchacha recibió a Erika con una reverencia y la condujo hasta un elegante salón, donde Frieda van Drag estaba esperándola. Al ver a Erika, la mujer se levantó a saludarla con una amabilidad casi excesiva.

—Es fantástico que al final haya podido venir, no sabe cuánto me alegro. Siéntese, por favor. —Señaló una de las refinadas sillas que había en torno a una mesa de madera noble—. Y qué bien que haya traído al pequeño. —Frieda van Drag se quedó como abstraída frente al canasto de Reiner y después se sentó frente a Erika—. Gracias otra vez por salvar a Geert ayer, no quiero ni pensar qué habría podido ocurrir si llega a caer al agua…

La muchacha esclava con el delantal almidonado apareció de nuevo con una bandeja en la que llevaba unas tazas y una jarra. Cuando la joven hubo depositado una de las tazas sobre la mesa, Frieda van Drag levantó el brazo de súbito y sacudió los dedos con un ágil movimiento. La muchacha se sobresaltó.

—¡Así no!

—Sí, misi, disculpe, misi.

Por mucho empeño que puso, Erika no logró adivinar dónde residía el error de la muchacha. Esta, sin embargo, lo comprendió de inmediato y giró la taza de tal forma que el asa quedara mirando a la derecha.

—Así mucho mejor. —Frieda le dedicó una dulce sonrisa, la muchacha le hizo una reverencia y acto seguido abandonó la habitación.

Erika enarcó las cejas con expresión pensativa. Frieda van Drag parecía una persona muy correcta.

Enseguida salió en la conversación la pregunta ineludible:

—Erika, cuénteme: ¿qué hace usted aquí, en Surinam? ¿Lleva mucho tiempo en el país?

Erika vaciló un instante. Esperaba que Frieda van Drag no tuviera una opinión tan crítica sobre los misioneros como otros colonos.

Para gran alivio suyo, la mujer se limitó a responder con un amistoso asentimiento.

Erika, en realidad, no se sentía en posición de formularle preguntas a aquella pudiente mujer, pero el tenso silencio que se impuso entre ellas le indicó que era el momento de que ella tomase la iniciativa.

—¿Y usted tiene una plantación? —preguntó titubeante para tratar de dar conversación. Frieda van Drag reaccionó de inmediato ante la palabra clave.

—Oh, sí, tenemos un gran terreno en el canal Weikabo.

Erika no sabía dónde se encontraba ese canal, pero asintió sin demostrarlo.

A partir de ahí, lo que siguió fue una extensa explicación sobre la vida de Frieda van Drag en Bel Avenier, que era el nombre de la plantación y significaba algo así como «futuro prometedor». Erika descubrió que Frieda van Drag había dado a luz a doce hijos, de los cuales había tenido que enterrar a cuatro. Con una sonrisa soñadora, se acarició el vientre.

—En unos pocos meses tendrán un hermanito.

A este le sucedieron varios relatos sobre su marido Ernst y un sinfín de quejas sobre la incompetencia de los esclavos de la plantación, el clima y las enfermedades. La señora Van Drag hablaba sin pausa y al cabo de una hora a Erika empezó a dolerle la cabeza. Fue necesario que Reiner comenzase a moverse dentro del canasto para que Frieda detuviera su verborrea.

—Oh, seguro que el pequeño tiene hambre. Por desgracia, ahora mismo no hay ninguna ama de cría en casa.

Erika se asustó. ¡Jamás habría permitido que una mujer desconocida diera de mamar a su hijo! Con cortesía y al mismo tiempo con cierto alivio, aprovechó la ocasión para despedirse.

—Ha sido muy agradable —dijo Frieda van Drag dándole nuevamente a Erika una suave palmadita en el brazo— y me alegraría mucho que viniese a verme otro día.

Una vez de regreso en la misión, Erika se sentó en una silla y respiró hondo. Rápidamente se puso a Reiner al pecho, que entre unas cosas y otras a esas alturas gritaba en el canasto a causa del hambre. Erika reprodujo el discurso de Frieda van Drag de nuevo en su cabeza. En esas pocas horas, Erika había descubierto más cosas sobre el país y la vida de los colonos que durante todos los últimos meses. La conversación la dejó exhausta, pero al mismo tiempo se alegraba de entablar lazos con otras personas fuera de la enfermería y la misión. Aunque resultase agotador, resolvió que volvería a visitar a Frieda van Drag algún otro día. Sabía que en la misión no conseguiría ganar el dinero necesario para partir en busca de Reinhard. Por tanto, debía esmerarse por encontrar un trabajo más fructífero en la colonia. Y, como iba a necesitar contactos, Frieda van Drag era un buen comienzo.

Así que, dos días más tarde, Erika volvía a encontrarse frente a Frieda van Drag dando sorbos a la fina taza de porcelana en la que le habían servido el té. En esa ocasión, ya no estaba tan hechizada por el entorno, el exquisito mobiliario, los refinados tapetes de encaje y la cuidada vestimenta de las esclavas, y logró concentrarse más en la conversación. Aunque también lo había dudado, al final decidió dejar a Reiner en la misión al cuidado de Dodo, que lo conocía muy bien y sabría atenderlo durante unas horas. La vieja esclava, además, había realizado una interesante observación cuando Erika le contó cómo se había desarrollado la charla con Frieda van Drag.

—Oh, ¿y le ha preguntado a misi Van Drag por su marido, misi Erika? El canal Weikabo está en el camino que él tomó cuando se dirigió hacia el interior del país.

Esa información provocó una gran excitación en Erika, que estaba impaciente por volver a ver a Frieda van Drag y preguntarle.

Finalmente, la conversación tomó el rumbo que Erika esperaba.

—¿Y bien? ¿Permanecerá en la misión o tiene planes de ir a trabajar a algún otro lugar? —La mirada de Frieda van Drag traslucía curiosidad.

Erika, como de costumbre, agachó la mirada.

—No, me gustaría… Mi marido está en el interior del país y me gustaría reunirme con él —admitió con timidez. Y, acto seguido, agregó con gran expectación—: Es posible que incluso haya pasado por su propiedad porque, según me han dicho, el canal Weikabo está en su camino.

Su anfitriona se quedó pensando y meneó la cabeza.

—No, cielo, por desgracia no recuerdo haberlo visto —se lamentó encogiendo los hombros—. Es una decisión muy valiente emprender un viaje así con un niño pequeño. Pero ¿tiene dinero para realizar ese viaje?

Erika respiró hondo. Tenía que aprovechar esta oportunidad. Si no lo hacía ahora, ¿cuándo volvería a tener ocasión de hablar de ello con una dama de la alta sociedad?

—He pensado que tal vez podría comenzar en algún sitio como institutriz, o como niñera.

Erika era consciente de que para el puesto de niñera la gente solía preferir a jóvenes maestras, a ser posible solteras y sin hijos, y que la demanda de institutrices no era demasiado grande porque, al menos en la ciudad, la mayor parte de los niños de las familias acomodadas asistía a la escuela. Y la tarea de llevar a los alumnos una bandeja con una comida frugal tres veces al día, una por cada descanso, no respondía exactamente a lo que Erika se imaginaba. Lo había reflexionado mucho, pero por mucho empeño que puso no consiguió que se le ocurriese ninguna idea mejor, porque al fin y al cabo no gozaba de cualificación alguna. Frieda van Drag se quedó pensando unos instantes, apartó a un lado la taza y entrechocó suavemente las manos con un visible entusiasmo:

—Mevrouw Bergmann, mevrouw Bergmann, qué oportuno, verá… Ese es precisamente el propósito de mi viaje a la ciudad. Con tantos niños…, la plantación… Bueno, busco desesperadamente a una mujer joven y decente que estuviera interesada en trabajar en la plantación y encargarse de la educación de los niños. Las esclavas con el tiempo… Bueno, no tienen ninguna cultura. Como amas de cría y niñeras sirven, pero cuando llega el momento de instruir a los niños…

Erika no daba crédito a lo que oía. ¿De veras el destino iba a revelarse tan generoso con ella? Lanzó una mirada a Frieda van Drag cargada de esperanza.

—¿Me está diciendo, entonces, que usted estaría dispuesta a…?

—Desde luego que sí, cielo, por lo que la conozco, usted sería la persona perfecta para ese trabajo. Para mí sería un motivo de satisfacción.

Erika todavía no se atrevía a alegrarse.

—Y Reiner, ¿no le importaría a usted que me llevara conmigo al niño?

Erika había contado con que resultaría difícil encontrar un trabajo mientras Reiner llevase pañales.

—Por eso no debe preocuparse. Un niño más en casa ni siquiera se notará y en mi opinión usted es lo bastante responsable como para no descuidar sus obligaciones. Entonces, ¿trato hecho?

Frieda le tendió la mano por encima de la mesa.

Erika estaba algo desconcertada por la oferta de trabajo. En realidad, su único objetivo era hacer contactos. «Pero ¡da igual! ¡Esta es mi oportunidad!», pensó con una alegría desbordante y, con una tímida sonrisa, estrechó la mano de Frieda van Drag.

—¡Perfecto! Dentro de dos días partimos de regreso, ¿cree que tendrá tiempo para disponerlo todo?

Erika asintió. Equipaje no tenía mucho. En su interior estalló de júbilo, ¡pronto estaría más cerca de Reinhard y mucho antes de lo que jamás hubiera podido imaginar!