Kiri estaba muy preocupaba por su misi. Juliette comía como un pajarito, presentaba un aspecto pálido y enfermizo y siempre parecía sumergida en sus pensamientos y atormentada. Kiri se esmeraba mucho en levantarle el ánimo. Le relataba anécdotas de los niños de la aldea de esclavos, que solían procurarle una gran alegría. Pero la misi se había vuelto muy precavida. Kiri se enteró de que Pieter había amenazado a la misi con contarle a Karl lo mucho que ella se preocupaba por los esclavos. Y Kiri no era la única que sabía lo que eso podía significar. Por eso, ahora misi Juliette evitaba el contacto con los esclavos, y tal vez también por eso estaba tan triste. Algo la atormentaba. Ojalá Kiri supiera de qué se trataba.
En caso de necesidad, Kiri siempre le confiaba los secretos a Amru. La esclava mayor arrugó la frente y dobló el paño que acababa de utilizar para desplegarlo de nuevo y volverlo a doblar.
—Amru, ¿qué puedo hacer?, tengo miedo de que la misi caiga enferma. —La preocupación de Kiri era sincera.
Amru se sentó lentamente en una de las viejas sillas del porche trasero y le indicó a Kiri que se acomodase. Kiri se sentó en el suelo de madera junto a Amru. Ocupar una silla era algo que solo se atrevía a hacer cuando la misi le daba permiso expresamente. Aunque aquellas sillas no eran para los amos, los únicos esclavos que se sentaban allí eran Amru y Aiku.
Amru volvió a extender el paño por enésima vez.
—Kiri, creo que la misi es infeliz porque no ha podido darle un hijo al masra —dijo con gravedad.
Kiri se quedó desconcertada. Hasta ese momento no le había dado la impresión de que Julie quisiera darle un hijo al masra. Además, Kiri sabía que el masra ya rara vez visitaba a Juliette por las noches. La misi le pedía siempre a la mañana siguiente que cambiase el juego de sábanas y pusiera ropa limpia en la cama y, mientras tanto, la misi se lavaba y se lavaba como si llevase varios días sin hacerlo. La propia Kiri notaba la peste a tabaco y a alcohol que el masra dejaba en la cama y entonces se imaginaba que la misi había pasado la noche con él, aunque no exactamente por voluntad propia. Pero jamás había dicho nada al respecto.
Alguna vez había oído a otros esclavos decir eso. Que a veces los blancos contraían matrimonios que no se basaban en el amor y que las mujeres blancas no siempre podían elegir al hombre con el que querían casarse.
De ahí que siempre existiera entre las mujeres esclavas el miedo a que el masra de una plantación escogiese a los hombres encargados de procurarles descendencia de esclavos a los amos. Pero las mujeres sabían arreglárselas para escapar de aquellos sementales. Lo mejor era fingir un embarazo o una enfermedad contagiosa, porque de ese modo eran ellos quienes las rehuían a ellas. Cosa bien distinta era cuando un hombre blanco se encaprichaba de una esclava hermosa. En ese caso, las mujeres negras tenían que tomárselo como un mal inevitable. Sí, ahora Kiri ya sabía cuál era el origen de los mestizos.
El masra o los basyas rara vez vigilaban las auténticas relaciones entre esclavos siempre y cuando estos fuesen de la misma plantación. Y una mujer esclava tenía libertad absoluta para rechazar a un pretendiente.
En el caso de los blancos, parecía que era distinto.
Ese era el quid de la cuestión. Por qué la misi había escogido precisamente al masra como marido era algo que Kiri no sabía y probablemente jamás se enteraría. Pero por qué la misi no le había dado un hijo si tanto el masra como ella así lo querían encerraba para Kiri un auténtico misterio. Quedar embarazada no era en absoluto difícil, la mayor parte de las esclavas se quejaban precisamente porque era un problema.
Y, en ese sentido, la misi parecía una mujer completamente normal. Al menos nada en ella hacía sospechar que no pudiera engendrar un hijo. Aunque tampoco era un asunto que Kiri conociese tan a fondo como para poder afirmarlo con plena seguridad.
—Amru, ¿tú crees que la misi no puede tener hijos?
Amru soltó una carcajada por lo bajo.
—La misi es joven y fuerte. —Entonces se inclinó hacia Kiri y bajó el tono de voz para agregar—: Pero el masra, quién sabe…
Kiri miró a la esclava con estupor. En eso no había pensado.
—Sí, pero él ya tiene… Entonces, ¿cómo puede ser que…?
—Kiri, algunos árboles sencillamente dejan de dar frutos —dijo Amru guiñándole el ojo.
Kiri se quedó pensando un rato. Claro que el problema podía ser del masra. Pero él, Kiri ponía la mano en el fuego, jamás se culparía a sí mismo.
—Amru, ¿crees que podríamos hacer algo para ayudar a la misi? Quiero decir si…
Amru torció el gesto. En realidad, los esclavos no debían inmiscuirse en los asuntos de los blancos. Pero ella también sentía un profundo cariño por la misi.
—Hablaré con Jenk, a lo mejor podemos rogar a los dioses. No creo que eso le sirva de mucho a un blanco, pero como la misi continúe así acabará cayendo enferma y eso no sería bueno para nadie.
Unos días más tarde, el susurro de la cortina de la puerta de su cabaña despertó a Kiri en plena noche. Por un momento, se estremeció. Desde aquella noche en la otra plantación…, tenía un miedo terrible a los asaltos nocturnos.
—Shhhh… soy yo. —La que se dibujaba contra la oscuridad era la silueta de Amru—. Ven conmigo, ¡rápido! Y no hagas ruido.
Kiri saltó de la hamaca, se ató un pañuelo a la cadera y siguió a Amru.
Cuando hubieron dejado los límites de la aldea tras de sí, Amru le habló.
—He hablado con Jenk, hoy tendrá lugar un encuentro y allí podrás pedir a los dioses que intercedan a favor de tu misi.
Kiri notó un hormigueo por todo el cuerpo, jamás había realizado un ritual. ¿Sería capaz de conseguir que surtiera efecto?
En esa ocasión, en lugar de dirigirse hacia los campos de caña de azúcar, siguieron un pequeño sendero hasta el cerco de árboles que marcaba los límites de la plantación y después se adentraron en el bosque. Allí se encontraban en territorio prohibido. Los esclavos no tenían permiso para abandonar la plantación. Kiri tragó saliva, nerviosa. Si los guardas los descubrían, soltarían a los sanguinarios perros que, en cuanto alcanzaran a los fugados, los atacarían sin dudarlo un instante. Pese a eso, Amru avanzaba con paso firme.
Al cabo de una hora larga, llegaron a un claro donde ardía una pequeña fogata en torno a la cual había varias personas sentadas. Amru se abrió paso en el círculo y le indicó a Kiri que se sentase con ellos. Kiri trató de distinguir los rostros de los presentes, iluminados por el tenue resplandor del fuego. Reconoció a un hombre y a una mujer de la aldea, a Jenk, a un hombre al que no había visto nunca y a… ¡Dany! Por un instante, Kiri se quedó sin respiración.
Al principio, todo parecía girar en torno al hombre y la mujer de la aldea. Jenk pronunció los conjuros con un leve canturreo mientras tocaba alternativamente con un palo adornado los hombros de uno y otro.
Kiri miró a Amru con gesto interrogante. Esta se inclinó hacia ella y le susurró al oído:
—Quieren vivir juntos como marido y mujer y han venido a pedir la protección de los dioses.
Después de rociarlos con un líquido que sacó de una calabaza y que desprendía un fuerte olor, Jenk les dedicó una sonrisa y asintió con la cabeza. La mujer adoptó una expresión de alivio y el hombre le dio las gracias a Jenk. Después, el chamán se dirigió a Kiri y le indicó que se pusiera en pie.
—¿Lo has hecho alguna vez?
Kiri negó con la cabeza.
—Bien, yo pronunciaré las fórmulas por ti, pero la víctima deberás sacrificarla tú y mientras lo haces habrás de compartir interiormente tu deseo con los dioses.
¿Una víctima? Kiri vaciló un instante.
Entonces, se dio cuenta de que Dany la estaba mirando. Kiri se armó de valor y asintió. Ahora ya no había marcha atrás. Estaba colocada en el centro del pequeño círculo; mientras tanto, Jenk caminaba alrededor de ella y del fuego susurrando unos conjuros. Iba elevando el tono de voz cada vez más y los demás respondían con un leve canturreo. Cuando todas las voces alcanzaron un mismo tono, Jenk levantó los brazos, Dany se puso de pie, introdujo la mano en el saco que traía consigo y le alcanzó a Kiri primero un cuchillo y luego una gallina. Kiri no alcanzó a ver si el animal estaba vivo. Por lo bajo, acercando mucho su boca al oído de Kiri, Dany le susurró:
—Tienes que cortarle la cabeza a la gallina y echar la sangre sobre el fuego.
Kiri dudó un instante. Ya había presenciado antes otros sacrificios de animales, pero nunca lo había hecho con sus propias manos. Dany le entregó la gallina. ¿De veras tenía que hacerlo ella? Vaciló un momento, pero ya no estaba a tiempo de echarse atrás. Con valentía, agarró al animal por el cuello. Intentó no mirar para no ver si el animal se retorcía. El canturreo de los demás se elevó de nuevo. Kiri se acercó al fuego, levantó el cuchillo y le rebanó el pescuezo como si desmochara un porongo.
Después, agarró el cuerpo del animal, le dio la vuelta para cogerlo de las patas y arrojó la sangre sobre el fuego. Al hacerlo, cerró los ojos y visualizó a su misi con un bebé vestido de blanco a sus pies.
¿Era eso lo que tenía que hacer? Para cerciorarse del todo, formuló el deseo también en palabras: Por favor, haced que mi misi traiga al mundo un niño sano.
Cuando el canto cesó, Kiri abrió los ojos, Jenk recogió el cuerpo del animal muerto y le posó la mano en el hombro.
—¡Lo has hecho muy bien!
Kiri volvió a incorporarse al corro, las rodillas le temblaban ligeramente. Amru la acogió sonriente y la rodeó con el brazo.
—La próxima vez será mejor que lo hagas con los ojos abiertos o te cortarás un dedo.
Todos rieron. Jenk pasó una calabaza con una bebida de olor fuerte y sabor a alcohol y, cuando todos hubieron bebido, se levantaron. De pronto, Dany apareció a su lado. Por un momento Kiri creyó que no le llegaba el aire.
—Eres una muchacha muy valiente, ¿eh? —Se lo dijo sonriente, y a continuación sus miradas se encontraron—. ¡Nos vemos otro día! —le susurró con alegría y desapareció con el otro hombre hacia el monte, mientras Amru, Jenk y la pareja se encaminaban hacia la plantación.
—Kiri, vamos, tenemos que regresar.
Kiri volvió a la realidad como si estuviera soñando y echó a correr detrás de Amru.
Después de un rato caminando en silencio por el bosque, Kiri recuperó el habla.
—¿Amru? —Intentó acercarse a ella todo lo que pudo porque no quería que los demás la oyeran—. ¿Amru? ¿Por qué estaba Dany allí esta noche?
Amru se echó a reír.
—De algún lugar teníamos que sacar la gallina. No habría estado bien robarla de la plantación.
—Y la gallina… —Kiri adivinó una sonrisa pícara en el rostro de Amru.
—… ahora estás en deuda con Dany, así que probablemente vendrá otro día y querrá volver a verte.
A Kiri se le disparó el corazón.
¡Volver a verla! En un santiamén se le había olvidado el verdadero motivo del ritual.