Julie se había recuperado sin problemas del acceso de fiebre. Amru la había tranquilizado diciéndole que, al principio, muchos forasteros tenían que luchar contra la calentura.
—Es culpa del calor —comentó y le indicó a Julie que siguiera cuidándose unos días más.
Karl y Martina se hallaban de viaje en la ciudad. Su marido tenía previsto regresar al cabo de dos días y Martina debía —o mejor dicho quería— quedarse un tiempo en casa de su tía. A Julie le pareció muy oportuno. Martina le había dicho varias veces que en los últimos tiempos habían muerto varios recién llegados al país a causa de la fiebre. Se lo había dicho con cierto retintín en la voz y a Julie le había parecido reconocer en su mirada la esperanza velada de que ella acabase corriendo la misma suerte. No cabía la menor duda de que Martina era una persona sin escrúpulos. Julie sabía que la joven no podía soportarla, pero de ahí a que la muchacha le deseara la muerte… A Julie la sulfuraba que Martina no hubiera sido capaz de demostrar ni siquiera un poco de buena voluntad para entablar una relación con ella. Por otro lado, se consolaba pensando que probablemente Martina estaba celosa de que su padre volviera a tener una mujer a su lado.
Sin Karl y sin Martina, Julie se sentía mucho más cómoda en la plantación. Le daba la impresión de que podía respirar con libertad y de que no tenía que estar todo el tiempo a la defensiva. Desde el incidente en el molino, Karl no había vuelto a permitir que ella pasara demasiado tiempo cerca de los esclavos. Si se detenía a hablar con ellos más de lo necesario, o si Karl la sorprendía conversando con alguno, le ordenaba que se marchase de allí. Julie solía obedecer con un asentimiento, murmuraba alguna disculpaba y se iba. Era mejor no embarcarse en ninguna discusión con Karl.
Sin embargo, por lo visto, Karl había dado a sus guardas la orden de que, en su ausencia, mantuvieran a Julie vigilada. Un día en que estaba con Amru en el porche trasero escuchando las diferentes formas de preparar la mandioca (a Julie todavía le daba miedo porque en realidad se trataba de un tubérculo venenoso, pero al parecer si se trataba como era debido era completamente aprovechable), Amru lanzó una elocuente mirada en dirección a uno de los basyas, que de camino a la aldea de los esclavos aminoró la marcha para espiar a Julie. Esta resopló indignada. ¿Es que ya no tenía libertad para dar ni un solo paso? ¿Qué pretendía Karl? ¿Que se sentara en una silla como una muñeca de cera y se moviera únicamente cuando alguien la llamara? Probablemente eso era lo que a él le habría gustado. Pero Julie no pensaba permitir de ninguna manera que él limitase su libertad. Ella se alegraba de que al fin hubiera terminado la estación de las lluvias y de poder salir de nuevo al aire libre. Los meses que en Europa correspondían al otoño eran en Surinam los más agradables y recordaban un poco a la primavera, aunque a una primavera muy cálida. Pero la naturaleza estaba tan embriagada de agua que estallaba y florecía con exuberancia y la explosión de olores intensos y dulces hacía que para Julie el mero hecho de sentarse en el jardín fuese fascinante. A veces incluso le parecía apreciar cómo crecían las plantas. Con gran desazón, Julie pensó en su próximo cumpleaños. ¿Se acordaría Karl?
Julie intentaba darle una cierta estructura a los días. Para orientarse, trataba de seguir el ritmo de Amru, que no paraba en ningún momento y siempre encontraba algo que hacer. De esa forma, Julie no se sentía tan sola y al menos tenía la sensación de que participaba un poco en la vida de la plantación.
—¿Tenéis aquí algo parecido a una escuela? —le preguntó a Amru con curiosidad una mañana, según la acompañaba a la aldea de los esclavos. Los hombres se habían marchado al campo a trabajar y con ellos, los guardas.
—¿Escuela? —Amru soltó una risotada de desprecio y miró a Julie como si bromease con aquella pregunta—. ¿Qué íbamos a enseñarles a nuestros hijos allí? No tienen permitido aprender nada. —Amru meneó la cabeza y continuó andando.
Julie se quedó inmóvil un instante y observó al pequeño grupo de niños con el cabello encrespado que, frente a una cabaña, estaban reunidos alrededor de una mujer.
Amru comprendió enseguida.
—Mura cuida de los niños mientras los demás trabajan —le explicó y con la mirada dirigió la atención de Julie hacia el brazo de Mura. Julie se estremeció al darse cuenta de que a la mujer le faltaba una mano—. No puede trabajar. Un accidente. Por eso cuida de los niños.
Mura estaba enseñando a los niños a trenzar una estera que estaba a medio hacer. Con gran destreza, sujetaba un extremo con las rodillas para poder entretejer las fibras con la mano que tenía. Algunos de los niños la observaban con gran atención, otros en cambio estaban jugando con algún palo o tendidos por allí medio adormilados. Por lo general, todos los niños presentaban un aspecto bueno y saludable. Parecían aseados y bien alimentados.
—Pues sería bonito que aprendieran algunas cosas —señaló Julie pensando en alto al observar a los pequeños.
—Pero ¿qué iban a aprender, misi? —preguntó Amru con displicencia—. No podemos aprender a escribir y tampoco a leer. A los niños les enseñamos a ser buenos esclavos, que es lo que los blancos quieren que hagamos.
Julie percibió la amargura en el tono de la vieja esclava. Ella comprendía a la perfección ese sentimiento, los esclavos llevaban demasiado tiempo sufriendo el dominio de los blancos. En cambio, eso no quería decir que fuera a ser así para siempre. En los últimos tiempos, Julie había oído muchas discusiones sobre las rebeliones de los esclavos y había leído artículos sobre ello en los periódicos de Karl.
—Por lo que dicen, es posible que en unos años la esclavitud quede abolida. Y en ese caso sería bueno que los niños hubieran aprendido a leer y a escribir —respondió con ingenuidad.
Amru esbozó una sonrisa amarga.
—Ay, misi, ojalá llegue el día en que yo vea eso con mis ojos…
Julie estaba convencida de que Amru y todos los que vivían allí verían aquello con sus propios ojos. Inglaterra y Francia habían abolido la esclavitud hacía mucho tiempo y habían elaborado leyes. Los Países Bajos estaban resistiéndose a dar ese paso en sus colonias, pero era cuestión de tiempo que llegara el día en que cedieran a la presión de los demás países. Incluso en la madre patria se había formado ya un gran movimiento contra la esclavitud. Karl y los demás patrones intentaban restar importancia al tema, pero Julie estaba segura de que no podrían esquivarlo para siempre. La abolición de la esclavitud supondría un gran giro para el país. Y a Julie, al contrario que a los colonos que llevaban allí instalados mucho tiempo, no le daba ningún miedo. Más bien a la inversa. Lo que la horrorizaba era pensar que tendría que vivir el resto de su vida como dueña de esclavos, de forma que tenía todas sus esperanzas depositadas en ese gran giro. Tal vez cuando llegase comenzaría a sentirse cómoda al fin. Entre personas libres.
A partir de ese momento, ya no consiguió quitarse a los niños de la cabeza. Incluso varias horas más tarde, cuando decidió sentarse en el porche mientras Nico se comía un pedazo de banana a sus pies y Kiri le servía algo frío de beber, siguió pensando en los hijos de los esclavos.
Además, el tema de los niños había ido adquiriendo importancia para ella. Hacía tiempo que Karl le había dado a entender que la culpaba por no haberse quedado todavía encinta. Una noche en que el alcohol le había soltado la lengua, ni corto ni perezoso, le espetó:
—Me busqué una muchacha hermosa, me la traje a casa y ni siquiera es capaz de cumplir con sus obligaciones como mujer.
Julie se sobrecogió al oírlo. Por supuesto, ella era consciente de que las visitas nocturnas de Karl no tenían como propósito procurarle ningún tipo de placer. Todo giraba en torno a él, de eso no le cabía la menor duda, y Julie naturalmente sabía que lo que él se proponía era engendrar un sucesor. Sin embargo, en los últimos tiempos las visitas nocturnas se habían vuelto mucho menos frecuentes y tal vez esa fuera la razón por la que no se había producido la concepción.
Solo de pensarlo a Julie se le formó un nudo en la garganta. No comprendía nada. Si un hombre y una mujer se unían, eso llevaba inevitablemente a tener niños, ¿o no? Hasta ese momento ella siempre había creído que era así. Por qué y cómo podía ser que en su caso no ocurriera era lo que no sabía. ¿Era efectivamente culpa suya? Hasta ese día jamás había dudado de su feminidad, todo en ella parecía normal, pero ¿y si no lo era? Por otro lado, no estaba del todo segura de cómo podía saber si había quedado encinta. Unos años atrás, Sofia le había explicado que la señal inequívoca era la ausencia del periodo menstrual. A ese respecto, Julie no había percibido ningún cambio. De pronto, la asaltaban un sinfín de preguntas y no tenía a nadie a quien confiárselas. Se sentía tremendamente sola.
Trató de desterrar aquellos pensamientos y se concentró en los niños de los esclavos. Mientras no tuviera que hacerse cargo de un hijo propio, estaba dispuesta a hacer todo cuanto estuviera a su alcance por los niños de los esclavos. Y tal vez de esa forma también conseguiría entablar relación con las demás mujeres esclavas.
Al día siguiente, se dirigió de nuevo a la aldea de los esclavos. Ya le daba igual que los guardas la vieran. Llegado el momento, encontraría la forma de explicarle a Karl su interés por los hijos de los esclavos.
Kiri siguió a su misi con preocupación. Con el transcurso del tiempo, se había dado cuenta de que todo lo que hacía su misi, en caso de duda, recaía también en ella. El hecho de que la misi se interesase tanto últimamente por los niños de los esclavos no la dejaba tranquila. Sabía que eso desagradaría al masra Karl.
Ya en la aldea, Julie se dirigió hacia Mura. La esclava la miró con gran sorpresa, aunque no se opuso a su presencia; los deseos de la misi eran órdenes para ella.
Julie percibió el asombro de la mujer y le lanzó una amable sonrisa. Quiso ahorrarse explicaciones y centró toda su atención directamente en los niños. Sabía que antes de nada debía ganarse la confianza de los pequeños porque ellos habían heredado de sus padres el miedo a los blancos. Cualquier niño esclavo, antes incluso de aprender a andar, aprendía a agachar la mirada al cruzarse con un blanco.
Todo el corro de niños quedó en silencio cuando Julie se sentó junto a Mura y le hizo una señal para que continuase con lo que estaba haciendo. Mura prosiguió un tanto indecisa. La lección de ese día versaba todavía sobre la elaboración del trenzado para confeccionar esteras. Cuando Julie cogió los útiles con la mano e intentó por primera vez imitar el mañoso juego de entretejidos, se rompió el hielo. Los niños estallaron en risitas y carcajadas y con sus pequeños deditos trataron de señalar la dirección adecuada a las torpes manos de Julie. Mura no era capaz de decidir si debía contener a los niños o Julie estaba dispuesta a tolerar sus impertinentes correcciones. En un primer momento reprendía a los niños cuando estos se acercaban demasiado a Julie. Ella, sin embargo, sonreía a la esclava constantemente con gesto amable e incluso, en un momento, se colocó en el regazo a una de las pequeñas. No tenía ningún temor al contacto físico con los niños y esperaba que tanto ellos como Mura acabaran perdiéndole el miedo a ella a su vez.
Pasaron un buen rato sentados todos juntos y siguieron trenzando al tiempo que la estera iba creciendo centímetro a centímetro. Cuando, por la tarde, los primeros esclavos regresaron del campo y los niños comenzaron a desaparecer poco a poco en las cabañas de sus padres, Julie se levantó y se despidió de Mura.
—¿Te parecería bien si volviera a venir? —le preguntó sonriente.
—Misi puede venir cuando desee —respondió Mura radiante de alegría y, al decir esas palabras, olvidó agachar la mirada al suelo.
—¿Estás loca? ¿Te sientas con los esclavos? —le reprochó Karl hecho una furia cuando, a su regreso de la ciudad, se enteró de las ocupaciones de su esposa durante su ausencia.
Estaban sentados a la mesa y Karl, con un gesto rabioso, se bebió de un trago la tercera o la cuarta copa de dram. Aiku no se cansaba nunca de rellenarle la copa al masra.
—Que sea la última vez. No quiero volver a verte en la aldea de los esclavos, porque como se te ocurra… —comenzó a amenazarla.
—¿Qué? —lo interrumpió Julie con gran firmeza. Se temía una reacción así por parte de Karl, pero ya estaba harta de que la tratasen como a una prisionera en la plantación—. ¿Piensas atarme al árbol y ordenar que me azoten? —Julie arrojó la servilleta contra la mesa en un arrebato de cólera, le habían vuelto a quitar el apetito.
El rostro de Karl enrojeció de furia.
Pero de pronto su expresión dibujó una sonrisa complaciente y con gesto amenazador se volvió hacia Julie.
—Que tu Kiri tendrá que pagar por ello. Para ti es importante que nadie la lastime, ¿no es así? Pues entonces será mejor que no me hagas enfadar. —En ese instante, se levantó de la mesa—. ¿No es cierto, muchachita? —le dijo a Kiri, que se encontraba junto a la puerta, donde solía esperar a Julie mientras esta comía, al tiempo que la fulminaba con la mirada—. Tú te encargarás de que tu misi no cometa ninguna estupidez —dijo con sarcasmo antes de abandonar la habitación.
Julie se quedó sentada, perpleja. Kiri permaneció con la mirada clavada en el suelo, sollozando.
Julie, por supuesto, no quería que Kiri se sintiera en peligro. Ella se había comprometido a proporcionarle protección y hasta ese momento lo había conseguido. Su esclava personal no había tenido que ir ni un solo día al árbol. Pero no sabía qué pasaría si Karl decidía interrogarla. Probablemente, Kiri no mentiría al masra.
Fue el propio Karl quien le dio la solución a Julie. Su ausencia de martes a jueves le procuraba un cierto espacio de libertad. Así que los miércoles, bien temprano por la mañana, mandaba a Kiri a buscar a Amru, que a su vez avisaba a Mura para que, a media mañana, llevara a los niños al jardín que había junto a la casa. A la sombra del gran mango, se reunían con Julie. Allí, además, estaban a salvo de los vigilantes, que durante las horas de trabajo rara vez se alejaban de los campos o se acercaban a la casa. De Amru y las demás sirvientas de la casa Julie no tenía nada que temer. Amru se encargaba de que ninguno de los esclavos viera exactamente qué hacían allí. Kiri también estaba a salvo, ya que Amru le asignaba tareas suficientes para mantenerla ocupada. Julie estaba satisfecha con esa solución y procuraba no pensar demasiado en la posibilidad de que Karl pudiera descubrirla. El miedo que tenía intentaba tragárselo porque, si no se esforzaba un poco por hacer su propia vida, ¿qué iba a ser de ella?
Sin embargo, no había tenido en cuenta que antes o después Martina también regresaría a la plantación.
Kiri no se sentía a gusto los días en que el masra se ausentaba de la plantación. Le daba demasiado miedo que el masra descubriera lo que hacía la misi en su ausencia. Amru trataba de tranquilizar a la muchacha.
—Si tú estás aquí, es imposible que sepas lo que está haciendo la misi —le decía con una sonrisa burlona—. Y la propia misi te ha ordenado que permanezcas conmigo.
Kiri abrigaba la esperanza de que, si algún día el masra se enteraba de lo que sucedía, lo viera de la misma manera.
A Amru todo aquello la divertía. El hecho de que la misi se rebelase contra las órdenes del masra despertaba una gran simpatía en los esclavos. Las reuniones semanales de los miércoles de Julie con Mura y los niños habían supuesto un gran alivio para los habitantes de la aldea, aunque a algunas madres las preocupaba que sus hijos pudieran recibir un castigo si el masra los descubría. Amru las tranquilizaba: la misi se encargaría de que a los niños no les sucediera nada.
El que se reveló como un maravilloso ayudante fue el papagayo. Nico sentía una gran aversión hacia los hombres y en especial hacia los guardas. Si avistaba a alguno de ellos en la lejanía, advertía a Julie batiendo las alas con vehemencia. En las ramas del mango donde solía posarse mientras Julie trabajaba con los niños, se oía entonces un tremendo revuelo y los niños se levantaban de un salto y se escondían en algún matorral frondoso del jardín. Si, en efecto, el guarda pasaba junto al jardín, lo único que veía era a Julie sentada a la sombra del mango.
Mura tampoco estaba demasiado cómoda con aquel juego del escondite. Tal vez a los niños no los castigaran, pero ella sin duda recibiría su merecido. Aunque, por otro lado, sabía que las visitas de la misi eran buenas para los niños, le habían cogido un enorme cariño en poco tiempo y, por más que ella quisiera, tampoco podía oponerse a los deseos de la misi.
—Amru, ¿por qué los blancos no quieren que los esclavos aprendan a leer y a escribir? —Kiri se lo había preguntado en multitud de ocasiones. No podía ser algo tan malo.
Amru se encogió de hombros y siguió fregando el enorme caldero de cobre que sostenía sobre el regazo.
—Supongo que tienen miedo de que en el fondo no seamos tan estúpidos como ellos creen.
—Pero hay esclavos a los que sí les dejan, ¿verdad?
En la ciudad, Kiri había visto a algunos negros caminar apresuradamente por la calle con una carpeta debajo del brazo.
Amru suspiró.
—Pero esos no son negros puros, Kiri. En cuanto alguien de color lleva la sangre de un blanco, el blanco se muestra más dispuesto a aceptarlo. Y cuanto más clara tenga la piel, mayor es la predisposición a que se lo considere semejante a un blanco. Y si no, mira los basyas.
Sí, Kiri sabía que los mulatos tendían a sentirse superiores a los esclavos negros. Aunque su procedencia era más que dudosa. Lo que automáticamente hizo pensar a Kiri en otra cosa. Ahora que Amru estaba sola quería hacerle una pregunta que llevaba rondándole la cabeza varios días.
—¿Amru?
Amru dejó un momento el paño que sostenía en la mano. Algunas veces las andanadas de preguntas de Kiri podían con ella.
Kiri dudó un instante, pero necesitaba averiguarlo.
—Últimamente…, la otra noche…, ya sabes…
Amru enarcó las cejas.
Kiri agachó la mirada avergonzada, sabía que nadie, bajo ningún concepto, debía hablar de aquellas celebraciones. El riesgo de que los oyera alguien que no debía era demasiado grande. Pero Kiri necesitaba saber quién era el muchacho, el danzador. Se había pasado días buscándolo en la aldea para, al menos, identificarlo. A esas alturas conocía ya a todos los habitantes de la plantación y tenía claro que aquel misterioso joven no era de allí, de eso estaba segura.
Además, los llamativos tatuajes eran una marca inconfundible.
—El danzador que llevaba los tatuajes… ¿Sabes cuál? —susurró al fin.
En ese momento, se dibujó una amplia sonrisa en el rostro de Amru.
—Ah, a la pequeña Kiri le interesan los hombres; ya era hora, parece que ha llegado el momento de que te quites el disfraz de niña.
A Kiri la situación le resultaba bochornosa.
Amru sonrió con una especie de ternura.
—Pero a ese quítatelo de la cabeza, Kiri —le dijo con suavidad antes de volver a centrarse en el caldero.
Pero aquello no bastaba para satisfacer la curiosidad de Kiri.
—¿Por qué?
Esperaba conseguir que Amru le diese alguna explicación más.
Amru dejó el caldero en el suelo y se inclinó sobre Kiri casi como si estuviera formulando un conjuro.
—Ni siquiera tendrías que haber visto al muchacho, ¿me oyes?
—¿Cuál es el problema? —se atrevió a preguntar Kiri justo antes de que ella misma cayera en la cuenta—. No es de esta plantación, ¿no es eso?
—Eso es, sí. —Amru hablaba todavía más bajo que antes—. Dany es un esclavo libre, ¡un cimarrón! Los blancos y los guardas lo matarían si se enterasen de que anoche entró en el territorio de la plantación sin permiso.
¿Un cimarrón? A Kiri comenzaron a venirle a la mente imágenes de cabañas ardiendo y, por un instante, incluso creyó oír los gritos de los habitantes de la aldea. Desde que había sucedido aquello en Heegenhut…, los cimarrones le daban miedo. Se quedó pensando. Ahora estaba lejos, muy lejos de la región donde los cimarrones habían arrasado la plantación. Seguro que ese tal Dany procedía de una rama pacífica.