CAPÍTULO 11

En un primer momento, Kiri no fue consciente de qué era lo que la había despertado. Medio atontada por el sueño, se dio media vuelta en la hamaca y miró hacia la oscuridad de su cabaña. El fuego que tenía junto a la hamaca casi se había extinguido. Ahora, después de la estación de lluvias, era mejor dormir en una hamaca que en el suelo. Los largos meses de lluvia traían a la vida a toda suerte de bichos y la cantidad de mosquitos se multiplicaba con el comienzo de la estación seca. De ahí que en las cabañas se encendieran pequeñas fogatas, ya que el humo era un remedio para mantener alejados a los irritantes insectos que chupaban la sangre.

Kiri no se encontraba muy cómoda junto al fuego. Tiempo atrás, en su antigua plantación, una noche un bebé se había caído de la hamaca y había sufrido unas quemaduras terribles. Aunque Kiri ya había procurado buscarse una hamaca bien tupida, en esa época nunca dormía del todo tranquila.

Pero no la habían despertado los mosquitos. Aguzó el oído de nuevo en la oscuridad. Muy a lo lejos oyó el profundo retumbar de unos tambores. En el acto, ese ruido le removió algo en el interior, como si los tambores la estuvieran llamando.

«¡Un dansi!». Kiri no estaba todavía lo bastante arraigada en la aldea como para que la avisaran cuando se celebraba una danza. No podía culpar a los demás esclavos. Al fin y al cabo, ella pasaba mucho tiempo en la casa con el masra y la misi blanca. Las danzas y los rituales de los esclavos estaban penados con el castigo, salvo en caso de que el masra los hubiera autorizado expresamente. En todo el país era así. Naturalmente, Kiri sabía que, pese a eso, se celebraban danzas y ya había asistido a algunas antes. De pronto un hormigueo le recorrió todo el cuerpo. ¿Debía ir? ¿Y si los otros la echaban? La llamada de los tambores hablaba por sí sola. No dejaba lugar a dudas.

Rápidamente, se ató un pañuelo a la cadera y salió de la cabaña. La aldea estaba en silencio, el fragor sordo de los tambores venía de los campos. ¿Acaso la danza tendría algo que ver con la visita de los vendedores ambulantes que habían llegado esa tarde en barca?

Cimarrones. En realidad, era responsabilidad del director de la plantación proporcionar a los esclavos todo lo necesario, pero los cimarrones habían acabado organizando un próspero negocio con toda clase de objetos. La mayor parte de estos no los fabricaban los propios cimarrones, sino que los intercambiaban con los indígenas, pero los esclavos de las plantaciones siempre podían necesitar alguna cosa y ofrecer a cambio algo que interesara a los cimarrones: agujas o anzuelos, tejidos o cacerolas. Los amos de las plantaciones solían permitir esos trueques porque cuantas más cosas consiguieran los esclavos por su cuenta, menos dinero tenían que gastar ellos. Los basyas tenían órdenes de controlar los salvoconductos que los maestros de postas blancos concedían a los cimarrones, pero desde los tratados de paz que se habían firmado cien años atrás, tales maestros de postas convivían con los cimarrones. Había reglas que debían respetarse y una cierta burocracia que, aunque a aquellos hombres les resultaba ajena, era importante para los colonos. Los basyas aprovechaban la ocasión, sobre todo, para aprovisionarse de licor. Por eso, la visita de los cimarrones nunca les resultaba inoportuna. Esto es lo que había ocurrido ese día. Kiri había visto a los guardas con los barriles por la tarde, y de momento no acechaba ningún peligro. El masra se encontraba en la ciudad, por tanto era una oportunidad perfecta para los esclavos.

—¿Kiri?

—¿Amru? —Kiri agachó la mirada. Estaba convencida de que ahora Amru iba a enviarla de vuelta a su cabaña. Se preparó a recibir una reprimenda para sus adentros. Pero Amru se quedó pensando unos instantes. Y a continuación le dio a Kiri un empujoncito.

—Venga, vamos, antes o después tendrán que empezar a aceptarte los demás —le dijo con dulzura.

Kiri no daba crédito a lo que estaba oyendo y siguió encantada a Amru por un camino que se dirigía a los campos. Después de la estación de lluvias, la rutina de los esclavos también había vuelto a la tranquilidad. Durante la época húmeda, los esclavos de campo, además del trabajo diario y la labor de recolección, tenían que encargarse del mantenimiento de los canales de desagüe y de comenzar a plantar de nuevo. Eso significaba que el volumen de trabajo se duplicaba a pesar del mal tiempo. Además, en septiembre, bajaba la temperatura durante algunas semanas y quedaba bastante tiempo hasta la fatigosa labor de la siguiente cosecha.

Kiri tenía todos los sentidos puestos en no perder ni el equilibrio ni la orientación por el suelo resbaladizo de los campos de caña. No sabía calcular cuánto se habían adentrado en los campos, pero desde luego lo suficiente como para que ningún blanco pudiera percatarse de lo que estaba ocurriendo.

De pronto, Amru penetró por un muro de caña de azúcar de la altura de un hombre. Kiri estuvo a punto de perderla de vista. Los tallos le golpeaban la piel desnuda de los brazos y las piernas. Pero, al cabo de pocos pasos, volvían a encontrarse en un campo segado, posiblemente uno de los campos que ya habían recolectado. La caña de azúcar estaba cortada casi al ras y tardaría varias semanas en recuperar la altura habitual. El terreno del campo estaba considerablemente más seco que el del camino. En el centro, había un gran fuego en torno al cual se habían reunido los esclavos. Bajo el resplandor del fuego, algunos se volvieron a observar a Kiri, pero nadie hizo ademán de expulsarla de allí. Acudir a la celebración bajo la protección de Amru era poco menos que sinónimo de aceptación. Los tambores sonaban más rápido. A Kiri se le aceleró el corazón. Jenk, el marido de Amru, entró en el círculo interior, rodeó el fuego y formuló unos conjuros para apaciguar a los espíritus. Kiri no comprendía exactamente lo que sucedía; conocía algunos rituales, pero aquel no lo había visto nunca, lo cual tampoco era sorprendente, ya que el número de rituales era incalculable. Y, además, estos variaban de unas plantaciones a otras. Su tía le había explicado que los primeros esclavos que llegaron a Surinam, muchas generaciones atrás, habían traído consigo unas costumbres completamente distintas. Estas se mezclaron con las tradiciones de los llamados esclavos de agua salada, que, no mucho tiempo atrás, todavía llegaban de África. Agitada, su tía le había contado que, aunque la entrada de esclavos llevaba mucho tiempo prohibida, aún llegaban barcos cargados de personas.

Los blancos llamaban winti a la cultura que había evolucionado a partir de las costumbres tradicionales, aunque no definían el concepto del todo. La tía Grena había advertido a Kiri que los blancos empleaban esa palabra para todo lo que les resultaba ajeno, los inquietaba o les parecía que atentaba contra sus creencias. La práctica del culto winti había quedado, por supuesto, oficialmente prohibida.

Kiri contempló el fuego expectante. ¿Se trataba tal vez de un hechizo de amor? ¿O acaso alguien había invocado a los espíritus para que lo protegiera de las enfermedades? Daba igual, sobraban los motivos para celebrar un dansi. Por lo general, a los esclavos les gustaba acudir a los dansi porque era una forma de alejarse de la rutina diaria. Sin embargo, corrían un gran riesgo, ya que, en caso de que un blanco se enterara, el castigo consistía en unos azotes para el chamán —el doctor de los esclavos— y un fuerte racionamiento de los alimentos para el resto de la aldea. Pero el deseo de entrar en contacto con los espíritus solía ser más fuerte y toda la comunidad estaba dispuesta a correr el riesgo.

Cuando el chamán hubo terminado de dar la vuelta a la fogata, los esclavos entonaron un canto. Todos los que estaban sentados empezaron a moverse al ritmo de los tambores y las voces elevaron el volumen. A continuación, entraron tres danzadores en el círculo que habían formado alrededor del fuego. Los tres hombres iban ataviados con ropajes de gala y pintados con tierra del canal Pimba de color claro. Su piel oscura brillaba bajo el resplandor del fuego mientras se movían rítmicamente al son de la música. Kiri contemplaba los cuerpos musculosos como en trance. En los últimos meses nada había estado más lejos de su intención que gustarles a los hombres jóvenes. La pérdida de su hogar, el tiempo en manos de Bakker y luego su nueva vida al servicio de la nueva misi casi la habían hecho olvidar que era una jovencita que, poco a poco, empezaba a convertirse en mujer. Esa noche, al sentarse frente al fuego y contemplar a aquellos hombres danzando, Kiri sintió una especie de deseo que no era capaz de definir. Sobre todo uno de los muchachos, que debía de tener dos o tres años más que ella, ejercía en ella un efecto de fascinación casi mágico. Tenía las espaldas anchas y los brazos fuertes y, en su pecho, Kiri pudo adivinar bajo el resplandor de las llamas unos tatuajes rituales y unas cicatrices con forma de perlas que, a la luz fantasmagórica del fuego y con el suave movimiento de los músculos del danzador, parecían cobrar vida y deslizarse por su cuerpo como serpientes.

Por un instante, la mirada de Kiri se cruzó con la del danzante, aunque ella no supo si en realidad él había llegado a verla o sencillamente, en el delirio de la danza, había mirado en esa dirección por casualidad. Fuera como fuese, a ella se le paró el corazón.

El baile concluyó con un grito gutural y en ese mismo instante cesó también el canto. Jenk, en su función de chamán, roció a los danzadores con un líquido que, con la cercanía del fuego, pareció evaporarse antes de tocarles la piel. Después se oyeron tres toques de tambor y entonces acabó el ritual. Los esclavos se pusieron en pie y se encaminaron hacia la aldea; algunos hombres arrojaron tierra sobre la fogata para extinguir el fuego por completo. Al día siguiente, ya no se recordaría lo que había sucedido aquella noche en el campo.

Kiri se apresuró a seguir a Amru. En el interior de su mente seguía viendo las llamas del fuego y el cuerpo ágil del danzador.

A la mañana siguiente, al despertarse en la hamaca de su cabaña, creyó por un momento que todo había sido un sueño. Pero los pequeños moratones de las piernas la hicieron revivir el doloroso camino a través de los campos de cañas. No lo había soñado. ¿Quién era el danzador que la noche anterior consiguió quitarle la respiración?