Absolutamente exhausta, Erika acababa de sentarse en una silla. Hacía algunos días que ya no trabajaba en la enfermería. Josefa le había dicho que, ahora que faltaba tan poco para el alumbramiento, no le convenía hacer esfuerzos. Era final de septiembre. Erika se sentía como un enorme saco hinchado. Le pesaban las piernas y con el pegajoso calor de mediodía apenas le llegaba el aire. Por la mañana, se había dedicado a ordenar un poco, pero tampoco es que hubiera mucho que hacer en su pequeño habitáculo. De Reinhard no había recibido noticias desde su partida. Erika se consolaba pensando que no debía de ser fácil enviar cartas desde el interior del país. En aquel momento, estaba medio adormilada cuando de pronto Dodo, una esclava, irrumpió en la estancia casi sin aliento.
—Misi… —exclamó y, tartamudeando, dijo—: en el puerto, barco…
—¡Reinhard!
Erika se puso en pie de un salto y echó a correr. Frente a la misión, estuvo a punto de chocar con Josefa.
—¿Erika? ¿Qué ocurre? En tu estado no deberías…
Pero Erika siguió corriendo sin contestar.
Josefa intuyó que no sucedía nada bueno y la siguió, aunque a paso más lento. Poco antes de llegar al lugar donde estaba atracada la pequeña embarcación, Erika se detuvo y Dodo apareció a su lado jadeando.
—¿Reinhard? —Erika quería llamarlo, pero solo consiguió emitir un gemido.
—Misi, el barco, el hombre de la misi… ¡Misi no tiene que ponerse nerviosa!
—¡Habla de una vez! —exhortó Erika a la esclava con impaciencia. La excitación le había provocado un mareo terrible, pero ahora Reinhard había regresado—. ¿Dónde está?
La esclava clavó los ojos en sus pies descalzos y callosos.
—¡Habla!
Con un movimiento de cabeza, señaló hacia uno de los almacenes.
Erika parpadeó, deslumbrada por el sol, y entonces vislumbró la puerta de entrada que se abría en el redondo casco del barco.
—¿Reinhard? —gritó, vacilante.
En la penumbra del almacén, Erika trató de vislumbrar alguna figura, pero allí no había nadie. Cuando se disponía a salir de allí para reprender a la esclava, su mirada recayó sobre unas cuantas cajas de madera. No, no eran cajas de madera… Eran ¡ataúdes! Erika perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, se encontraba en una pequeña casa. ¿Lo había soñado todo? Un agudo dolor en el vientre la hizo estremecerse. Fuera oyó unas voces agitadas. Josefa estaba recriminándole algo a alguien con irritación.
—¿Cómo se te ha ocurrido? ¿No ves que está a punto de dar a luz? ¡Habría que haberle dado la noticia de otra manera!
Erika giró la cabeza hacia la pared y estalló en silenciosos sollozos. Así que no había sido un sueño. Reinhard estaba muerto. MUERTO. ¿Cómo? ¿Por qué?
La puerta se abrió y Josefa se arrodilló junto a la cama de Erika.
—Ay, cielo, no sabes cuánto lo siento, qué bruta ha sido esa esclava… Yo…
—¿Cómo ha muerto? —preguntó Erika con un hilo quebrado de voz.
Josefa la cogió de la mano.
—Cariño, ¡el cadáver de Reinhard no estaba ahí! La esclava, que no ha podido ser más estúpida, quería decírtelo, pero tú fuiste más rápida.
—¿Entonces él no…?
—No, aunque tampoco tenemos noticias suyas. El esclavo que ha traído los…, los restos mortales de los otros hermanos solo sabe que el tercer hermano continuó viaje para adentrarse en el interior del país antes de que los otros… muriesen a causa de la fiebre. —Para animarla, Josefa acarició los hombros de Erika con ternura—. Así que cálmate, Erika, probablemente estará bien. —De todos modos, las palabras de Josefa tampoco sonaban demasiado convincentes.
—¡Ojalá no hubiéramos venido a este país! —se lamentó Erika con amargura. La preocupación por Reinhard la estaba matando. ¿Dónde estaba? ¿Estaba solo? ¿Estaba sano?
—No digas eso, muchacha —exclamó Josefa horrorizada—. Vinisteis obedeciendo la llamada del Señor.
¡El Señor! ¿Y qué pensaba depararles ahora el Señor? Antes de que Erika pudiera responder, volvió a invadirla un dolor punzante en el vientre que la hizo retorcerse.
Josefa se incorporó de golpe.
—¡El niño, Erika, es el niño!
«Ahora no», fue el primer pensamiento de Erika. Intentó oponer resistencia, pero el niño se abría camino hacia el mundo con todas sus fuerzas.
Tras catorce horas de contracciones, Erika ya no era capaz de pensar con claridad y, aunque continuaba aferrada a su instinto de conservación, que le impedía perder la conciencia, el alumbramiento no llegaba. Josefa y Dodo estaban sentadas junto al lecho de Erika y le iban enjugando la frente con paños fríos mientras Josefa rezaba para velar y suplicar por la buena marcha del acontecimiento.
Pero Erika tenía la sensación de que iba a necesitar algo más que la ayuda de Dios. Entre dos contracciones le pidió a Josefa:
—Manda llamar a Derama, ¡por favor!
Josefa la miró escandalizada.
—Erika, no me estarás diciendo que pretendes que esa…, esa… No, tu hijo no puede nacer en manos de una negra —dijo, aterrada.
Pero Erika tenía el presentimiento de que aquella era su única oportunidad. La única salida para ella y para el niño. No le dio otra opción a Josefa.
—¡Llámala! —Erika agarró a Josefa del brazo, que gritó asustada—. ¡Ve a buscarla ahora mismo!
Antes de que Josefa pudiera reaccionar, Dodo ya estaba en camino.
Derama examinó el cuerpo debilitado de Erika. En un par de ocasiones meneó la cabeza con gesto de reproche como dándole a entender a Josefa que Erika no habría sufrido tanto si hubieran ido a llamarla antes. Le dio a Erika un té de sabor dulce y al poco tiempo, por fin, comenzó el parto.
Poco más tarde, Erika contemplaba orgullosa al pequeño bebé de piel rosada que sostenía entre los brazos. No cabía en sí de felicidad. El dolor de las últimas horas cayó en el olvido casi de inmediato. Era su hijo. El hijo de Reinhard. Una ola de ternura lo invadió todo. Su marido regresaría y podría sostener en brazos a su hijo.
—Se llamará Reiner —susurró mientras una mano diminuta le agarraba un dedo.