CAPÍTULO 9

En las últimas semanas, la vida de Julie en la plantación había transcurrido en una monotonía ininterrumpida salvo por la visita del señor Riard, que le había supuesto una agradable distracción. Ahora, sin embargo, se cernía la sombra de nuevos acontecimientos. Julie creía que hasta finales del mes de julio, como era la estación de las lluvias y por lo menos una vez al día caía un aguacero torrencial sobre la tierra, la vida en la plantación iba a ser más aburrida todavía. Pero se equivocaba. Por un lado, Karl se llevó a los esclavos de labor a sembrar los campos, ya que la caña de azúcar se planta mucho mejor cuando el terreno está húmedo y blando, según le explicó Amru. Pero había algo en el ambiente, y Julie percibía desde hacía unos días una cierta sensación de inquietud en la casa. Karl parecía tenso y estaba aún menos hablador de lo normal. Además, renunció a su visita semanal a la ciudad y se marchaba a hacer la ronda de control por los campos más temprano de lo que acostumbraba.

—Habrá luna llena —respondió Amru cuando Julie preguntó qué ocurría y se encogió de hombros—. Pronto comenzará de nuevo la zafra.

Cuál era exactamente la relación entre la luna y la cosecha era algo que Julie no sabía. Hasta ese momento, no había aprendido gran cosa sobre el cultivo de la caña de azúcar. Karl siempre respondía con sequedad que ella no tenía ninguna necesidad de saber cómo funcionaba y que no era una ocupación propia de mujeres. Hasta ese momento, Julie había obedecido la orden de quedarse en casa en la época de recolección. Y en sus pocas visitas a la aldea de los esclavos, no había podido averiguar mucho más. En ese sentido, los esclavos mantenían las distancias con ella. «Sí, misi; no, misi; todo bien, misi». En cuanto Julie aparecía por la aldea de esclavos, todos adoptaban una postura rígida y agarrotada. A ella le daba la impresión de que los esclavos se encontraban cómodos en su presencia y no sentían hostilidad hacia ella, pero pese a eso tenía la nítida sensación de que la excluían de la comunidad. ¡Con lo que a Julie le habría gustado aprender algo más sobre su cultura y su modo de vida! Aunque Kiri le contaba cosas de vez en cuando, para Julie todavía quedaban muchas preguntas sin responder y en parte eso también se debía a que su esclava era nueva en la plantación.

Tras una mañana extraordinariamente aburrida, cuando por fin había dejado de llover y todo hacía pensar que durante unas horas no caería ningún aguacero, Julie decidió que quería hacerse una idea de cómo era el trabajo en los campos de cultivo de caña. Solo pretendía echar un vistazo desde lejos, pensaba mantenerse a una distancia de seguridad. Seguro que a Karl no le parecía mal. Julie estaba ansiosa por salir un rato de casa.

En la zona del molino había un gran ajetreo. Carros tirados por animales y cargados hasta arriba de caña avanzaban por los caminos empantanados hacia el molino, allí descargaban y, en fila, reemprendían el camino de regreso a los campos. Las mulas estaban empapadas hasta los huesos. A causa del sudor, se les formaba una especie de espuma debajo de los aparejos. Por uno de los caminos, Karl volvía de los campos a lomos de su semental. La expresión de su rostro era de malhumor, en la mano blandía un látigo muy largo de los que solían llevar los basyas.

—¡Moveos!

Sacudió el látigo, que aterrizó sobre un esclavo que en ese momento conducía una de las carretas hacia los campos para cargarla de nuevo. El fugaz restallido llegó a oídos de Julie. Pero ni el animal de carga ni el esclavo se inmutaron. En ese mismo instante, ambos aceleraron el ritmo, y Julie se preguntó a cuál de los dos habría golpeado el látigo. En principio, sería mejor que Karl no la viese allí. Seguramente, sería de la opinión de que en ese lugar una mujer no hacía sino molestar. Julie se refugió a la sombra de un gran árbol y observó el movimiento. En el cauce del arroyo que pasaba por detrás del trapiche discurría abundante agua. En ese momento, comprobó que, en efecto, tal como Amru le había explicado el día que salieron a hacer un recorrido por toda la plantación, el molino funcionaba con agua. Y ahora, como la luna llena provocaba una marea viva, era la época de cosechar y prensar la caña.

Desde donde estaba, Julie no lograba distinguir lo que pasaba en el interior del molino. Solo veía unos cuantos esclavos que, bajo la vigilancia de los basyas, que estaban apostados en la puerta, descargaban las cañas de las carretas. Con gran horror, se dio cuenta de que algunos de ellos tenían marcas recientes de latigazos en la espalda. No parecía que, durante esos días, ni los vigilantes ni Karl se estuvieran mostrando demasiado compasivos con los esclavos.

Julie observó que Karl daba media vuelta y, a caballo, regresaba de nuevo a los campos. Cuando lo perdió de vista, se acercó un poco más al molino. Con un pañuelo se enjugó el sudor de la frente, era primera hora de la tarde y el sol abrasaba. En la estación de las lluvias, en los momentos en que no llovía, el aire húmedo era tan sofocante que casi se echaba de menos la estación seca. Por no hablar de los mosquitos, que en esa época lo acribillaban a uno de día y de noche.

De pronto en el interior del molino se formó un tremendo revuelo. Los dos basyas abandonaron los puestos de vigilancia de la puerta y entraron corriendo. Julie contuvo la respiración.

Al poco, los guardas volvieron a salir. Entre los dos arrastraban a un esclavo que emitía lamentos y gemidos de dolor. Cuando lo soltaron y lo arrojaron al suelo, Julie vio que el hombre estaba herido. Se acurrucó y, enseguida, en la tierra mojada a su alrededor se formaron unas manchas rojas. Julie no daba crédito a lo que estaba viendo. ¿Acaso pensaban los vigilantes dejar allí a aquel hombre? Sin dudarlo un instante, Julie se dirigió hacia ellos con paso resuelto, lo que provocó de inmediato una gran perplejidad en los basyas. Estaba claro que nadie contaba con la presencia de la misi.

Horrorizada, Julie comprobó que el hombre tenía el brazo derecho aplastado hasta el codo. La sangre le brotaba a borbotones por diversas heridas.

—¡Id a pedir ayuda! ¡Llamad a Amru! —Julie se arrodilló junto al hombre herido, pero no supo qué debía hacer. De entrada, dirigió al herido palabras tranquilizadoras. Por el rabillo del ojo se percató de que ninguno de los basyas se movía de su posición. Tenían toda su atención puesta en vigilar a los demás esclavos. Julie se puso de pie y se plantó delante de los guardas.

—¡Este hombre está gravemente herido! ¡Moveos ahora mismo e id a buscar ayuda!

—Misi, no podemos ir, tenemos que quedarnos vigilando. Son órdenes del masra.

Uno de ellos señaló con una mirada de indiferencia hacia la carreta. Julie se dio cuenta de que ella no podía hacer nada contra las órdenes del señor. Se volvió con desesperación hacia el herido que gimoteaba, se arremangó la falda y echó a correr hacia la casa.

—Amru —dijo cuando, sin aliento, llegó al porche trasero, donde Amru estaba ocupada con sus tareas, como de costumbre—. Un herido… Tienes que venir. —A Julie se le salía el corazón por la boca y con el calor que hacía y el esfuerzo de la carrera, apenas le llegaba el aire.

Por fortuna, Amru comprendió enseguida que sucedía algo grave. A paso ligero, siguió a Julie de vuelta hacia el molino. Al ver al hombre tendido en el suelo, comprendió la urgencia. Antes de llegar al lugar, se arrancó un pedazo de tela de la falda, se arrodilló junto al herido y, con gran habilidad, le vendó la herida del brazo para detener la hemorragia. El hombre había perdido el conocimiento. En un primer momento, Julie pensó que había muerto desangrado, pero enseguida comprobó con alivio que su pecho se llenaba y se vaciaba de aire, aunque no se hundía mucho.

—Tenemos que ayudarlo, Amru… Un médico, tenemos que llamar a un médico.

En ese momento oyeron acercarse los cascos de un caballo.

—¿Qué pasa aquí? ¡Juliette! —Karl detuvo el caballo junto a las dos mujeres. El animal jadeaba y le goteaba espuma de la boca.

Julie se puso de pie. Se le había manchado el vestido.

—Juliette, ¿qué estás haciendo aquí? ¿No te había dicho que…? Y mira el aspecto que tienes —le recriminó mirándola desde lo alto del caballo sin prestarle ninguna atención al herido.

—Karl, ¡este hombre necesita un médico!

—¿Un médico? —espetó con una risotada; luego adoptó una expresión seria y fulminó a Julie con una mirada cargada de enojo.

—Juliette, ve a la casa, aquí no se te ha perdido nada, lo único que haces es molestar a los trabajadores —le ordenó.

Julie lo miró estupefacta. Una persona se estaba desangrando y a Karl solo se le ocurría mandarla a casa.

—Pero…

Karl sacudió la cabeza, sulfurado.

—¡No hay pero que valga! Desaparece de mi vista ahora mismo, no quiero verte aquí ni un minuto más. —Tras formular esa amenaza, azuzó a su caballo y se marchó al galope de nuevo en dirección a los campos.

A Julie ni se le pasó por la cabeza la idea de marcharse.

—Amru, ¿qué podemos hacer?

Amru había logrado detener la hemorragia y en ese momento se estaba incorporando con cierta dificultad.

—Verá, misi, con frecuencia los trabajadores se lastiman con los rodillos del molino. En esos casos, los basyas y el masra dicen que la culpa es de los esclavos, que no tienen cuidado. Como castigo…

—¿… los dejan morir? —preguntó Julie boquiabierta—. ¿Cómo puede uno disponer a su antojo de la vida de una persona?

Julie había aprendido que para el patrón de una plantación no había nada más importante que los esclavos. A pesar de la severidad con que los trataban, ellos aportaban la fuerza sin la cual nada funcionaba. No se hablaba de personas, se hablaba de «valor de la fuerza esclava».

—Con el brazo así ya no podrá trabajar, por eso…

—¡Amru! ¡Todavía está vivo! —exclamó Julie escandalizada—. Así que deberíamos ayudarlo.

Julie no estaba dispuesta a dejar morir allí a aquel esclavo, que, para espanto suyo, era lo que al parecer acostumbraban a hacer. A Julie se le ocurrió una idea.

—¿No tenéis en vuestra aldea un… curandero o algo así? —Miró a la esclava doméstica con ojos de súplica—. Por favor, se tiene que poder hacer algo.

Amru estaba confundida. Si hacía algo contravendría una orden expresa del masra. Pero, por otro lado, si la misi lo deseaba… Naturalmente, ella también opinaba que no podían abandonar a aquel hombre herido a su suerte, aunque para ello fuera preciso buscarse problemas.

—Kebo. —Con un tono resuelto, llamó a un muchacho de unos diez años que estaba frente al molino recogiendo las cañas de azúcar que caían de las carretas—. Corre, ve a buscar a Jenk.

Julie miró a Amru con cara de asombro.

—¿Has ordenado llamar a tu marido?

Amru agachó la mirada un tanto atemorizada.

—Jenk es el… médico de los esclavos de la aldea.

Julie recibió la noticia con sorpresa. No sabía que en la aldea tuvieran un médico.

Kebo apareció al poco tiempo acompañado de Jenk. Parecía que el marido de Amru venía del campo. Julie esperaba no ponerlo en apuros también a él. Jenk intercambió una mirada fugaz con Amru y, acto seguido, se agachó a examinar al herido, pasó el brazo sano del hombre por detrás de su cuello y se lo cargó a la espalda. Así lo arrastró desde el molino en dirección a la aldea. Julie quiso seguirlos, pero Amru la detuvo.

—Misi Juliette, ahora ya no puede hacer nada. Misi debería regresar a casa.

Julie iba a protestar, pero siguió la recomendación de Amru y se fue a casa. En ese instante, se dio cuenta de lo mucho que la había afectado lo ocurrido, estaba empapada de sudor y cubierta de barro, le dolía la cabeza y las piernas le flojeaban. Con paso tembloroso, logró llegar al porche trasero y entonces se desmayó.

Cuando recobró el conocimiento, se vio tumbada en la cama. Kiri se encontraba a su lado y le había cubierto la frente con un paño húmedo. Julie hizo ademán de incorporarse, pero nada más levantar la cabeza volvió a marearse. Rápidamente, apoyó de nuevo la cabeza y la hundió en la suave almohada.

—Kiri, ¿qué ha pasado? —preguntó abatida.

—Misi Juliette debe quedarse en la cama, misi Juliette tiene fiebre.

—¿Fiebre? —Julie sentía frío—. ¿Cómo está el hombre del molino?

Kiri se encogió de hombros.

—No lo sé. Amru ha dicho que debo quedarme con la misi.

—Ve a la aldea y pregunta por él. Y luego vuelves y me lo cuentas. —Julie le quitó a Kiri el paño de la mano. No necesitaba un pañuelo frío en la frente. Lo que necesitaba era otra manta. Estaba muerta de frío.

Kiri parecía indecisa.

—¡Vamos! ¡Ve!

—Sí, misi. —Kiri hizo una torpe reverencia y salió apresuradamente de la habitación.

¿Fiebre? Julie trató de escuchar a su cuerpo. A decir verdad, se encontraba bastante bien. Salvo por el mareo y el frío. Y eso que todavía hacía mucho calor. ¿Acaso se habría contagiado de esa fiebre que afectaba con tanta frecuencia a los blancos en aquel país? Lo cierto era que no llevaba tanto tiempo allí y no había visitado ninguna de las regiones donde supuestamente estaba más extendida la enfermedad.

De pronto, se abrió la puerta con gran estrépito y Amru empujó a Kiri hacia el interior del dormitorio.

—¡Te he dicho que te quedes con la misi! —ordenó la esclava a la muchacha con severidad antes de dirigirse a Julie en un tono más suave—: Misi Juliette debe descansar, ¿desea alguna cosa?

Su mirada no admitía ningún tipo de réplica y Julie no se atrevió a preguntarle por el herido. Meneó la cabeza con gratitud y respondió:

—No, gracias, Amru.

Al día siguiente, Julie ya se encontraba mucho mejor. Amru seguía sin dejar que se levantase de la cama porque insistía en que, teniendo fiebre, le convenía descansar. Julie lo entendía, pero sentía una necesidad imperiosa de ir a la aldea a visitar al herido para averiguar cómo se encontraba. No se le iba de la cabeza.

La luna llena acabó y con ella acabaron los días de cosecha. Entre unas cosas y otras, la vida en la plantación había vuelto a la tranquilidad. Karl se había marchado a la ciudad por la mañana. Había visto un momento a Julie, aunque no le había prestado especial atención.

—Hazle caso a Amru y enseguida te encontrarás mejor —había farfullado.

No había mencionado nada sobre lo sucedido en el molino.

A la mañana siguiente, Amru le permitió al menos desplazarse de la cama a uno de los sillones del porche delantero. Julie estaba deseosa de tomar un poco el aire. Se sentía recuperada, no había sido más que un desfallecimiento. En la posibilidad de que pudiera haber contraído la malaria no quería ni pensar.

—Amru, ¿qué ha pasado con el esclavo herido? —preguntó de nuevo.

La esclava acababa de llevarle un poco de fruta y estaba sacudiendo las almohadas mientras Julie comía.

—Ya está bastante mejor. Jenk se ha… ocupado de la herida.

Sin embargo, a Amru la delataba la mirada. Julie estaba preocupada.

—¿Qué pasa, Amru? ¿Ha habido algún problema? Tal vez…, tal vez podamos pedirle a Pieter que vaya a verlo la próxima vez que venga.

Amru contestó enseguida meneando la cabeza.

—No, masra Pieter no está para cuidar de los esclavos. Masra Karl…

—… no lo permitiría —concluyó Julie la frase con un suspiro. Poco a poco empezaba a comprender cómo funcionaban las cosas allí.

—¿Ha tenido tu marido… algún inconveniente… por prestar ayuda al herido? —Julie esperaba que Karl permitiese como mínimo que los esclavos se ayudasen entre sí. Y Jenk, al ser el jefe de cuadras que cuidaba los caballos de Karl, parecía gozar de algunos privilegios más que los esclavos del campo.

Amru se limitó a murmurar por lo bajo:

—Misi no tiene que dedicarse a pensar tanto en los esclavos. —Y desapareció en el interior de la casa.

Julie se recostó pensativa sobre el respaldo de la silla. Se le habían quitado las ganas de comer fruta fresca.

Fue de lo más inesperado que, un poco más tarde, Martina se sentara a hacerle compañía. Normalmente, la joven procuraba mantenerse alejada de Julie y, desde luego, nunca le dirigía la palabra. Pero, en ese momento, Martina apareció en el porche y tomó asiento en una silla frente a Julie.

—Sí… —comenzó titubeante y sin mirar a Julie a los ojos, sino con la vista puesta en el río—. Esa fiebre es espantosa. Se extiende por toda la colonia como una plaga.

Julie enarcó las cejas. En esa frase había más palabras de las que Martina había dirigido a Julie en todo el tiempo que llevaba viviendo allí. De todos modos, Julie no presagiaba nada bueno después de los antecedentes de su relación.

Enseguida Martina adoptó un tono un tanto arrogante.

—Pues Pieter dice que no deberían dejar entrar en el país a ningún viajero. Mueren como moscas a causa de la fiebre. En su última carta me contaba que precisamente algunos de los misioneros que llegaron hace poco a Paramaribo murieron de eso a las pocas semanas de desembarcar. —Martina lanzó una mirada de fingida compasión—. ¿No eran los que viajaban en el mismo barco que vosotros?

Por lo visto, Karl debía de haberle hablado a Martina sobre la amistad que Julie había trabado con Erika.

Para gran enojo de Julie, las palabras de Martina comenzaron a surtir efecto. ¡Erika! ¡Ojalá ella no se hubiera contagiado! ¿Cómo estaría? Ay, si pudiera viajar a la ciudad aunque solo fuera una vez para hablar con ella… A Julie se le encogió el corazón. De pronto sintió con crudeza lo mucho que echaba de menos una persona con la que poder hablar, en la que confiar…, una amiga.

En cuanto Karl regresó de la ciudad, Julie le preguntó si sabía algo sobre el paradero de los hermanos del barco.

—Bah, espero que los hayan enviado a todos a la jungla, lo único que hacen es conseguir que los esclavos se subleven —le espetó.

Julie sabía que Karl compartía la misma opinión negativa de aquellas personas que tenían todos los amos de plantaciones. Pero a ella no le interesaba tanto la postura de su marido respecto a los misioneros, tras la que en el fondo se escondía el miedo a una sublevación, como obtener información actual sobre el paradero de aquellas personas. En una de las cenas, Julie se había atrevido a mencionarle a los Hermanos Moravos a la anfitriona y esta había reaccionado con un arrebato de cólera.

—Ah, esos misioneros no volverán a pisar la plantación jamás. Y, jovencita, si usted fuera lista, tomaría la misma decisión en sus tierras.

Pero no había relatado ninguna historia sobre el problema concreto.

Julie tenía demasiadas preguntas y nadie con quien hablar. Kiri tampoco sabía mucho al respecto.

—Antes, los hermanos solían venir siempre a nuestra plantación, el masra no tenía nada en contra —explicó mientras peinaba los cabellos de Julie—. Pero he oído que otros masras no permiten que los hermanos entren en sus tierras. —La muchacha parecía albergar tantas dudas como Julie respecto a muchos temas.

—Pero los esclavos ¿creen? —Julie no sabía muy bien cómo formularle la pregunta a Kiri—. Quiero decir que si tenéis… un dios.

Kiri se limitó a encoger los hombros.

—Tenemos muchos dioses y también el dios que tienen los blancos. Pero muchos blancos no quieren que creamos en su dios, y luego hay otros, como los hermanos, que dicen que solo existe ese dios y que también es nuestro dios.

Julie intuía más o menos de qué estaba hablando.