CAPÍTULO 8

—¡No puede hacer eso! —Martina lanzó una mirada furibunda primero a Julie y luego a su padre—. Padre, sin Amru… no puedo…, ¡yo no quiero a Liv!

Ante ese arrebato de ira, Julie no pudo evitar sonreírse para sus adentros, aunque se cuidó mucho de que su expresión exterior fuese de total seriedad. Al sentarse a la mesa, le había anunciado a Martina que Amru ya no estaría a su disposición como esclava personal.

—Martina, Liv puede desempeñar las tareas que le encomiendes tan bien como Amru. —Julie se esforzó por adoptar un tono resolutivo.

Martina rompió a llorar, aunque Julie no supo distinguir si eran lágrimas de rabia o de tristeza. Sollozando, Martina se volvió a su padre, que hasta ese momento se había limitado a escuchar la escena refugiado tras el periódico. En ese momento, dobló el diario con un gesto de enfado.

—Martina, ya no eres una niña pequeña y Juliette tiene razón. Ha llegado la hora de que tengas una esclava joven, una que esté en disposición de acompañarte durante unos cuantos años, y Amru…

—Pero esa Liv es una cría torpe que no será capaz de…

Karl alzó la mano para mandar callar a Martina.

—Ya basta. Puedes quedarte con Liv o quedarte sin ninguna.

Martina se levantó de la mesa hecha un basilisco y salió corriendo de la habitación. Preocupada, Julie la siguió con la mirada. Ella contaba con que la propuesta no iba a gustar a Martina, pero jamás pensó que fuese a organizar semejante número…

Karl, en cambio, no le concedió mayor importancia. Le hizo una señal a Aiku, que al cabo de un instante apareció con una copa de dram, y continuó comiendo como si nada hubiese ocurrido.

—Dile a Amru, por favor, que vendrá el contable la próxima semana y que tenga lista una habitación en la casa de invitados.

Ni siquiera advirtió el gesto de asentimiento de Julie.

Por la tarde, un agitado griterío arrancó a Julie de la lectura. Intrigada, bajó las escaleras para ver qué pasaba. Cuando salió de la casa por la puerta trasera y alcanzó el camino, se quedó sin respiración. Apenas podía creer lo que veían sus ojos.

Kiri estaba amarrada a un árbol con la parte superior del cuerpo desnuda y uno de los basyas de Karl se hallaba apostado a su lado con un palo. Junto a él se encontraba Martina, que con el rostro desencajado por la cólera le apremiaba:

—¡Cinco azotes he dicho, Gustav! ¡Cinco!

Cuando el mulato se disponía a asestar el primer golpe, apareció Julie y se interpuso entre los dos.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó y se colocó justo entre Gustav y Kiri.

Martina la miró con hostilidad.

—Quítate de en medio. Tu esclava Kiri merece un castigo.

Julie apoyó las manos sobre las caderas y devolvió a Martina una mirada llena de rabia.

—Ah, ¿sí? ¿Y se puede saber qué ha hecho?

—Ha dejado el cubo de fregar en el pasillo y he estado a punto de tropezar con él —replicó Martina con cierto retintín.

—Gustav, ¡suéltala! —ordenó con el tono más imperativo que fue capaz de adoptar—. ¡Ahora mismo! —De ser por ella le habría arrancado el palo de las manos al guarda y le habría dado a Martina una buena lección.

—Gustav, harás lo que yo te diga —lo amenazó Martina. No parecía dispuesta a ceder ni un ápice en su posición. El hombre no se movió, estaba visiblemente irritado.

—¿Se puede saber qué es todo este jaleo? —Karl apareció en el porche.

—¡Padre! —Martina comenzó a sollozar y echó a correr en dirección a él—. Kiri se ha comportado mal porque ha dejado el cubo de fregar en el pasillo y ahora Juliette no quiere que la castigue como se merece. —Martina se agarró al brazo de su padre suplicando apoyo.

Karl no parecía tener ningunas ganas de lidiar con aquella situación.

—¿El cubo de fregar, eh? —Se quedó unos instantes pensativo—. Juliette, apártate. Gustav, un azote —sentenció.

Julie no daba crédito.

—¡Karl! ¡No puedes hacer…!

—Apártate de ahí, Juliette. —Ahora Karl estaba visiblemente furioso—. Si Kiri ha cometido un error, debe ser castigada. Si eres tan permisiva con ella…

Gustav, sobrecogido por la presencia de su amo, avanzó un paso hacia Julie y Kiri. Julie lo fulminó con la mirada.

—No te atrevas…

En ese instante Karl estalló. Se dirigió hacia Julie a grandes zancadas y la agarró por el brazo. En cuanto la hubo apartado de en medio, Gustav enarboló el palo y asestó un fuerte golpe sobre la espalda desnuda de Kiri. Julie se estremeció. Martina, en cambio, sonrió satisfecha, levantó el mentón, se dio media vuelta y entró en la casa.

Karl arrastró a Julie también hacia dentro, la empujó por el pasillo, la condujo hasta su despacho y una vez allí cerró la puerta de un portazo.

—¡Juliette, ya está bien! ¡Tienes que acostumbrarte de una vez para siempre al trato que se da aquí a los esclavos! Y los castigos merecidos también forman parte de eso.

—Pero Karl…

—¡Silencio! ¡No quiero oír ni una palabra más! Y no te atrevas nunca más a llevarme la contraria ni a mí ni a ninguno de los guardas. Hasta ahí podíamos llegar… A partir de hoy, espero que comiences a comportarte como es debido.

Julie echó a correr por el sendero que conducía a la aldea de los esclavos. Las lágrimas de rabia le abrasaban los ojos. Al llegar a la cabaña de Kiri, se cruzó con Amru en la puerta. Sin mediar palabra, Julie entró en busca de la muchacha.

—¿Kiri?

La muchacha se encontraba hecha un ovillo en un colchón.

—¿Misi Juliette?

Juliette se arrodilló junto a ella.

—Kiri, lo siento mucho.

Una inmensa marca roja surcaba de arriba abajo la espalda de Kiri. En los puntos donde la roncha coincidía con las cicatrices antiguas, se le había levantado ligeramente la piel. A Julie le llegó el olor de un ungüento. Al parecer, Amru ya se había ocupado de curarle la herida.

—Misi Juliette no tiene que sentirlo, yo debería haber quitado el cubo de allí…

—¡Ay, Kiri, no digas eso, eso no es motivo para hacer algo así!

Julie posó la mano sobre el brazo de Kiri con ternura. Le remordía la conciencia por lo que le había sucedido a la muchacha.

Kiri se limitó a encogerse de hombros.

—Ya le he dicho, misi, que es normal. Todos los blancos azotan a los esclavos…

A partir de ese momento Julie se propuso cuidar mejor de Kiri. A los demás esclavos tal vez no podía ayudarlos, pero al menos a Kiri podría ahorrarle aquello. Se le revolvía el estómago solo de ver la prepotencia con que Gustav y los demás basyas sostenían el palo. Con el tiempo, además, se había dado cuenta de que por las mañanas, cuando Karl regresaba de hacer la ronda a caballo y los hombres daban los correspondientes informes, aquel o estos iban a buscar a algunos esclavos adultos. Los castigos se ejecutaban detrás del molino de azúcar, por eso hasta entonces Julie no se había enterado.

—¿Qué es lo que hacen? —le preguntó a Amru. Amru se encogió de hombros:

—Algunos dicen que están enfermos y no pueden trabajar, los guardas van a comprobar si es verdad y cuando creen que el esclavo no trabaja por vagancia, entonces…

—Pero ninguno de esos hombres está capacitado para saber si una persona está enferma o no.

—No, lo ven después de los azotes. Si uno sale de allí caminando es que estaba sano…

Julie meneó la cabeza con indignación. Todo en su interior se rebelaba contra esa clase de trato y esa forma de pensar. No obstante, no tenía la menor idea de qué podía hacer para proteger a los esclavos. Pero algo tenía que hacer. Se lo prometió a sí misma.

A causa de la discusión, Julie había olvidado por completo la visita del contable. Una mañana, cuando iba de camino al salón femenino, se encontró por el pasillo con un hombre joven que salía del despacho de Karl con un montón de papeles bajo el brazo.

—¡Oh, disculpe! —Unos ojos azules la miraron con sorpresa—. Riard, me llamo… Jean Riard. Yo soy… —Con expresión abochornada, se colocó un mechón rubio detrás de la oreja.

—… debe de ser el contable. —Julie le dedicó una amable sonrisa—. Mi marido mencionó que vendría —señaló mientras lo estudiaba.

Era un hombre de gran estatura, aunque, lejos de ser espigado, su complexión era más bien corpulenta. Lo cierto era que no respondía a la imagen que se esperaría de un contable. Más bien parecía una persona acostumbrada a realizar trabajos físicos.

—Sí, he llegado esta mañana muy temprano, la marea era favorable. Disculpe que todavía no me haya presentado. Usted debe de ser…

—Juliette Leevken, la nueva esposa de la casa. —La risa de Juliette traslucía cierto desprecio; el joven arrugó el entrecejo.

—Es un placer, un inmenso placer —dijo muy solícito—. Quería… Ahora mismo me dirigía al porche, allí se puede trabajar muy bien al aire libre a estas horas de la mañana —aclaró señalando el taco de documentos.

—En ese caso no quiero entretenerlo más —dijo Julie mirándolo con una sonrisa antes de apartarse a un lado.

Julie dejó caer el bastidor sobre su regazo y suspiró. ¿Por qué tenía que quedarse ella allí sola en el salón habiendo un invitado en la casa? Bueno, en realidad aquel contable no era un invitado porque estaba allí para trabajar, pero… Karl estaba en los campos y Martina… no sabía dónde estaba…, probablemente martirizando a la pobre Liv con tareas innecesarias. Julie cogió con decisión los utensilios de sus labores y se encaminó hacia el porche. El señor Riard estaba sentado a la mesa con la mirada sumergida en los documentos y se sobresaltó al ver aparecer a Julie.

—Supongo que no tendrá nada en contra de un poco de compañía, ¿verdad? Prometo no distraerle de su trabajo. —Julie señaló una de las sillas libres.

—¡No, no! Encantado, claro. Siéntese, por favor. —El hombre parecía algo apurado.

Julie aceptó el ofrecimiento y, una vez acomodada en la silla, intentó concentrarse en sus labores manuales. Sin embargo, al cabo de pocos minutos Nico se percató de su presencia en el porche. El pájaro se desplazó hasta allí revoloteando y con actitud altiva comenzó a recorrer la barandilla que estaba detrás de Julie.

—Bueno, parece que le gusta usted a alguien, mevrouw Leevken —comentó Riard señalando al papagayo, que en ese momento comenzó a picotearle el cuello a Julie.

A esas alturas, Julie ya le había perdido el miedo por completo al acompañante alado, de modo que lo apartó suavemente con un gesto.

—Sí —admitió riendo—, creo que me quiere comer.

Al apartarlo, Nico se limitó a picotearse las plumas.

—¿Cómo es posible que haya logrado domesticarlo tan rápido? Quiero decir… Usted lleva muy poco tiempo en el país. —El hombre seguía contemplando el pájaro con fascinación. Mientras parpadeaba, intrigado, murmuró por lo bajo—: Amazona ochrocephala ochrocephala.

—¿Cómo dice?

—Oh, es un loro amazónico de Surinam —aclaró. Su voz denotaba un entusiasmo inconfundible.

—¿Es usted ornitólogo? —preguntó Julie entre risas.

El hombre se encogió de hombros.

—No, pero cuando era niño no había muchas diversiones, así que…

Julie acarició suavemente con el dedo índice el plumaje del pecho de Nico.

—No lo he amaestrado, él se me acercó el día que llegué aquí y desde entonces…

—Ah, ¿pero sabe usted que eso es algo muy poco habitual?

Julie miró al contable con sorpresa.

—No, no lo sabía. ¿Por qué?

El hombre dejó el lapicero a un lado y se recostó en la silla.

—Verá, estos pájaros… Esta clase de papagayos, en la naturaleza, suelen unirse a una pareja y ambos pájaros viven juntos hasta que uno de los dos muere. Cuando alguien amaestra a uno de estos pájaros, él pasa a considerar a esa persona… Bueno, digamos que esa persona ejerce la función de pareja.

Julie arrugó la frente primero y a continuación enarcó las cejas.

—¿De veras? ¿Me está usted diciendo que yo ahora soy… la pareja de Nico? —Al formular esa disparatada idea no pudo evitar sonreírse.

—Eso parece —repuso Riard también entre risas señalando a Nico, que en ese instante observaba a Julie con la cabeza inclinada y una expresión soñadora.

—Sabe usted muchas cosas. ¿Es usted de Surinam?

—Sí, nací aquí —asintió—, aunque he pasado algunas temporadas en Europa, en concreto en los Países Bajos y en Francia. De hecho, mi madre era francesa, así que en realidad mi familia procede de allí. Mi padre era natural de los Países Bajos.

—¡Oh! De modo que puede decirse que se ha criado usted… en un ambiente internacional.

Riard soltó una carcajada.

—Sí, a veces no lo tenía fácil con mis padres. Cada cual quería ponerme el sello de su país. Aunque, en realidad, ambos nacieron aquí y solo conocieron sus respectivos países durante algún breve viaje. Pero aquí en Surinam se mantienen las tradiciones, vengan del rincón de Europa del que vengan.

Julie lo escuchaba, admirada por la franqueza con que se dirigía a ella. No se conocían de nada y él había empezado a hablarle sin ningún tipo de reparo de su familia. A Julie no le resultaba nada incómoda la compañía de aquel hombre. Al menos, era completamente distinto de los numerosos invitados que hacían un alto en la plantación.

—Por desgracia, todavía no he tenido ocasión de vivir de cerca la cultura de aquí. No he salido mucho de la plantación. Aunque lo cierto es que teniendo una casa en la ciudad debería ser posible hacerlo con frecuencia. Mi marido viaja a la ciudad una vez a la semana. ¿Vive usted en Paramaribo?

Jean asintió.

—Sí, por ahora sí. Antes mis padres tenían también una plantación, arriba en el río Para, pero con el tiempo se quedó demasiado pequeña para la explotación. —Se quedó mirando en dirección al río con gesto pensativo—. A mi padre le habría gustado que alguno de sus hijos siguiera sus pasos, pero el tiempo fue en su contra.

—¿Tiene más hermanos?

—Sí, una hermana, está casada y ahora vive en Norteamérica. Mi hermano, por desgracia, murió hace unos años.

—Oh, lo siento mucho —apuntó Julie consternada.

El hombre sacudió la cabeza.

—Era mucho mayor que yo; yo fui un hijo tardío, apenas lo conocía.

—¿Y sus padres? ¿Siguen viviendo en Surinam?

El hombre meneó la cabeza de nuevo, pero en esa ocasión agachó la mirada.

—No, los dos han fallecido —anunció con la voz entrecortada—. Se trasladaron a la ciudad después de dejar la plantación, pero creo que nunca lograron superar esa pérdida. La plantación llevaba varias generaciones en manos de la familia de mi padre. —Exhaló un ligero suspiro—. Este país está cambiando… y a muchas personas mayores les resulta muy difícil adaptarse a los nuevos tiempos. —Al levantar de nuevo la cabeza, se encontró con la mirada de Julie y por un instante le pareció que el tiempo se había detenido.

En ese momento, Nico rompió el hechizo con un graznido.

El contable, abochornado, volvió a concentrarse en sus papeles. Precisamente en ese instante, mientras estaba sentado frente a la joven y encantadora mujer de Leevken, debía abordar la tarea de liquidar la segunda casa de la ciudad. Disimuladamente, intentó tapar aquellos documentos con otros. ¿Sabría ella que su marido tenía desde hacía tiempo un «matrimonio surinamés»?