Kiri estaba sentada frente a su pequeña cabaña cosiéndose uno de los vestidos. ¡Al fin y al cabo había tenido mucha suerte! Si bien era cierto que el masra Karl no le inspiraba la menor confianza y que tanto misi Martina como masra Pieter le daban un poco de miedo…, misi Juliette no era como los demás blancos que Kiri había conocido hasta ese momento. Tal vez era porque ella tampoco llevaba mucho tiempo en el país. Y Amru, Amru también era amable y le recordaba un poquito a su tía Grena. Kiri suspiró por lo bajo.
Unos gritos agitados procedentes de unas cabañas más allá la arrancaron de sus pensamientos.
—¡Pero no puede hacer eso! —Era la joven Liv, que protestaba ante su madre a voz en grito—. Madre, ¡ve a hablar con Amru!
Kiri se levantó e, igual que otras mujeres y muchachas jóvenes, se acercó intrigada a la cabaña. Al ver el gesto interrogante en el rostro de Kiri, una de las mujeres le susurró:
—Liv no quiere convertirse en la nueva esclava personal de misi Martina.
Kiri ya le había oído comentar a Juliette que era preciso liberar a Amru. A Kiri le había parecido muy buena idea, aunque también se figuraba que la nueva esclava de misi Martina no iba a tenerlo fácil. Misi Martina era sencillamente difícil.
En ese momento, Liv sollozaba en el hombro de su madre.
—Yo no puedo hacerlo. ¿Por qué tengo que ser yo?
Cuando Kiri asomó el rostro entre las demás mujeres, Liv la fulminó con una mirada de odio:
—Tu misi tiene la culpa, ella lo ha puesto todo patas arriba. Si no hubiera venido, todo habría seguido igual que hasta ahora.
La madre de Liv abrazó a su hija para consolarla.
—Venga, mi niña, Kiri no tiene culpa de nada, la decisión ha sido cosa de misi Juliette y tiene todo el derecho de hacerlo. Y el hecho de que te haya escogido a ti… Eso no significa nada malo.
A Kiri aquella situación le resultaba incómoda así que volvió a acuclillarse frente a su cabaña. Poco después, se dispersó también el grupo de mujeres, y Orla, una esclava vieja y casi ciega que vivía en la cabaña contigua a la de Kiri, se dirigió hacia ella dando tumbos sobre su bastón. Aquella anciana con los ojos de un gris enturbiado que parecían mirar siempre al infinito le daba un poco de miedo.
En ese instante, la mujer caminó hasta donde se encontraba Kiri y se detuvo a su lado. Kiri se asustó: ¿qué quería aquella anciana?
La mujer inclinó la cabeza y le dijo con ternura.
—Eres una buena muchacha. —Asintió con expresión benévola y sonrió dejando a la vista su boca desdentada—. No tienes por qué preocuparte, tu misi ha tomado la decisión correcta. Liv tiene miedo de que algún día misi Martina se la lleve a otro lugar con masra Pieter…, pero se quedará.
Kiri miró a la anciana Orla con expresión pensativa. Aunque las demás esclavas de la aldea la habían acogido bien, nadie se había preocupado nunca directamente por ella. Y como Kiri no tenía familia allí, en ocasiones se sentía muy sola.
—Mi hijo también trabaja en la casa —agregó la anciana pensativa—. Esa casa ya ha vivido muchos sobresaltos…
Kiri sintió un escalofrío. En ese momento la anciana volvió a darle miedo. ¿Estaba loca?
Cuando Orla se dio cuenta de que Kiri se apartaba un poco de ella, clavó su mirada velada en la muchacha.
—Tu misi es una buena persona, sabrá ahuyentar las sombras oscuras, pero tendrás que ayudarla. Sé valiente, muchacha… —Tras ese consejo, la vieja se enderezó y prosiguió su camino renqueando. Kiri la siguió con la mirada. No sabía qué pensar de aquella mujer.
Más tarde, Kiri se encontró con Amru en el porche trasero. Se sentó en uno de los colchones y observó en silencio cómo la mujer mayor preparaba la comida. Por la tarde, hasta la hora de la cena, Kiri solía tener tiempo libre y podía dedicarse a sus cosas. Eran las horas en las que su misi acostumbraba a retirarse a su dormitorio para leer o descansar un rato.
—¿Amru? —Kiri quería averiguar qué era lo que Orla se traía entre manos—. ¿Orla siempre ha estado aquí?
Amru se volvió hacia Kiri con gesto de sorpresa.
—¿Ha ido Orla a hablar contigo?
Kiri asintió.
—Qué raro. En realidad no habla mucho, no desde que… —Amru se volvió de nuevo hacia los calderos que tenía puestos al fuego con la cena de ese día.
Pero Kiri no se dio por vencida.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
Amru meneó la cabeza, pero, en esta ocasión, no se volvió hacia Kiri.
—Ay, Kiri, a veces lo mejor es no remover el pasado.
En ese momento Kiri vio con claridad que no pasaría de ese punto.
—Orla habló de su hijo —decidió decirle a Amru. En ese momento comprendió de quién se trataba—. ¿Aiku es el hijo de Orla, Amru?
—¡Te he dicho que no remuevas el pasado, Kiri! —Amru elevó la voz y su tono indicaba que no tenía ningunas ganas de hablar de ese asunto.
Sin embargo, la curiosidad de Kiri no hacía sino aumentar. Tendría que averiguar qué había ocurrido. De algún modo, todo aquello parecía tener algo que ver con su misi.
Con un gesto malhumorado, Amru ordenó a la muchacha que fuese a limpiar la habitación de la misi, que se encontraba leyendo en el porche principal. Kiri obedeció sin rechistar y se dirigió al piso de arriba. Aireó la cama con primor y fregó el suelo, primero con agua y luego con media naranja hasta que la madera quedó brillante y los tablones despidieron un aroma a limpieza y a frescor. No debía hacer nada que enojase a su misi. Kiri había advertido con preocupación que con el paso de las semanas misi Juliette estaba cada vez más callada. Probablemente, la monotonía de la plantación comenzaba a pesarle en el ánimo y tal vez la afectaba que el masra Karl y misi Martina no se mostrasen muy amables con ella. ¿Por qué habría traído el masra Karl a misi Juliette de un lejano país si luego ni siquiera se interesaba por ella?
Kiri se sentía orgullosa de tener su propia misi. Antes siempre había profesado una gran admiración por las esclavas personales de las misis blancas. Ellas tenían permitido lucir hermosos vestidos y además gozaban de pequeños privilegios. Ahora era una de ellas. Aún no reunía todas las destrezas necesarias, pero se estaba esforzando mucho. La misi tenía que saber que Kiri era una muchacha valiente y servicial. Bajo ningún concepto debía plantearse jamás la posibilidad de devolver a Kiri a la ciudad con aquel Bakker. Solo acordarse de aquel inmundo cobertizo de madera hizo que se le revolviera el estómago.
El comportamiento de su misi era muy distinto al de las otras damas refinadas. Seguramente cualquiera de las otras damas se desmayaría si supiera que su misi hablaba casi siempre con ella en neerlandés. Se decía que lo apropiado era dirigirse a los esclavos en taki-taki, la lengua de los negros. Gracias a Dios, Kiri y su misi pasaban la mayor parte del tiempo solas. Además, la misi no hablaba muy bien la lengua de los negros, aunque Kiri se enorgullecía de haberle enseñado ya muchas cosas.
Naturalmente, la mayoría de los esclavos comprendía el neerlandés, pero no tenían permiso para hablarlo. Cuando Kiri era niña, su tía Grena solía introducirle hojas amargas de mostaza parda en la boca cada vez que osaba pronunciar una frase en neerlandés. Siempre era mejor eso que recibir una bofetada del basya. Pronto Kiri comprendió que era mejor hacerse la tonta y fingir que no dominaba la lengua.
Al principio, cada ciertos meses venía a la plantación un «hermano». En aquel entonces a Kiri le parecía divertido: ella no tenía hermanos, pero ¿cómo podía ser que un solo hombre fuese hermano de todas las personas a la vez? Aquel hermano les leía en voz alta fragmentos de un libro y además lo leía en la lengua de los esclavos. Aunque Kiri no comprendía muy bien las historias que contaba, lo agradecía porque aquellos días ayudaban a romper la monotonía de la plantación. El libro trataba de un dios y de otras muchas cosas, y había por ejemplo algunas personas a las que perseguían y torturaban. A Kiri le recordaba un poco la historia de su propio pueblo, pero Grena le decía siempre que eso era diferente. A muchos esclavos que habían adoptado las creencias de aquel hermano les habían vertido agua en la cabeza. Eso, ante todo, tenía ventajas para los esclavos. Parecía que a algunos blancos les gustaba que otros creyeran en su mismo dios y el hermano solo tenía palabras de alabanza al respecto. Pero Kiri también había oído que a ese mismo hermano lo habían echado de otras plantaciones.
En ocasiones, también había llegado a enfadarse porque, al regresar a una plantación, se había encontrado con que los esclavos veneraban a su dios junto a otros dioses. Los esclavos entendían que aquel dios de los blancos no podía estar atento a todo y creían que, por lo tanto, era mejor pedir ayuda o protección también a los otros dioses, según las circunstancias.
A Kiri todo aquello le resultaba demasiado complicado. En ocasiones habría deseado saber leer porque de ese modo tal vez habría podido encontrar respuestas en el libro. Pero los esclavos no podían aprender a leer. Los blancos los tenían por personas necias y holgazanas.
¿Permitiría también su nuevo masra que un hermano fuese a la plantación?
A Kiri le daba miedo el masra Karl. Nada más llegar a la aldea de la plantación Rozenburg, advirtió que allí los esclavos no se alegraban mucho de que el masra hubiera regresado de su viaje. La canción que entonaron a su llegada era un canto fúnebre. Menos mal que el masra no comprendía la letra cantada en una antigua lengua. El mismo día que regresó, cuando apenas había levantado el día, ordenó ya algunos castigos. Sus basyas, que se habían quedado al mando durante su ausencia, quisieron demostrarle su lealtad y sumisión y, por tanto, tras la salida del sol, amarraron a unos cuantos esclavos a un árbol destinado a ese fin y los golpearon. En todas las plantaciones había un árbol semejante. En Rozenburg había incluso un «hoyo», Kiri lo había visto al pasear por la plantación. Se trataba de un agujero en la tierra donde hacían tumbar boca abajo a las mujeres embarazadas; y allí les asestaban latigazos. El masra, satisfecho, había elogiado a los basyas, que por lo general eran mestizos. Por norma los mulatos solían inspirar más simpatía en los blancos que los negros. En el fondo todo se reducía al color de la piel, y cualquier mulato, por el mero hecho de tener la tez un poco más clara que los demás, se sentía superior. Hasta aquel entonces, Kiri —aunque sabía que había algunas incógnitas respecto a su procedencia— siempre se había sentido negra.
La esclava anciana que Kiri había conocido en el cobertizo de Bakker le había explicado que en la ciudad había muchos más mulatos que en las plantaciones. Y que incluso había muchos esclavos libres, los llamados manumisos, quienes, o bien habían sido liberados por sus amos, o bien habían logrado la libertad por sus propios medios. Kiri se acordó de los cimarrones. Nunca había entendido cómo habían logrado la libertad. La anciana le explicó que un masra podía comprar esclavos, pero también podía comprarles la libertad. Y, aunque era muy caro, los hijos de esclavos ya nacían libres, y así sucesivamente. Kiri se había quedado pensando. ¿Cómo se vivía siendo un esclavo libre, quién te mantenía, dónde vivías? La mujer se echó a reír al oír las preguntas de Kiri, aunque a continuación respondió en serio. Le contó que muchos blancos regalaban la libertad a sus amigas negras y después las mantenían, que era lo que se llamaba un «matrimonio surinamés». Así que, si Kiri se esmeraba en convertirse en una mujer linda, tal vez…, le había dicho la vieja con una expresión pícara en el rostro.
A Kiri le costaba imaginar que hubiese mujeres negras que contrajeran matrimonio con un blanco por voluntad propia. Por lo que ella había oído, los blancos sencillamente tomaban todo aquello que se les antojaba. Pero si de ese modo uno podía conseguir la libertad…
Enfrascada en esos pensamientos, Kiri arrastró el cubo de fregar hasta el pasillo. El suelo del dormitorio tenía que secarse y pasaría un rato largo hasta que pudiera continuar limpiando. Decidió ir a echarle una mano a Amru y bajó por la escalera trasera. El cubo quedó olvidado.