CAPÍTULO 6

Julie estaba furiosa. Durante las primeras semanas en Surinam, había realizado varias visitas a los vecinos para conocerlos mejor. Karl la había obligado a pasarse horas río arriba y abajo a pesar de la estación de las lluvias, que había comenzado ya, y a pesar del calor, los mosquitos y los permanentes aguaceros, que a decir verdad no hacían los trayectos especialmente agradables.

Ya solo el concepto «vecinos» era en sí mismo una exageración. Aparte de los Marwijk, que estaban aproximadamente a una hora de trayecto, el resto de las plantaciones se hallaban incluso a ocho horas de distancia en barca, de modo que no eran vecinos con los que uno pudiera quedar para tomar café o a los que acercarse a pedirles una pizca de sal. En su recién estrenada función de marido, Karl parecía haberle tomado el gusto a ir exhibiendo a Julie por ahí como si fuera una muñeca. Una y otra vez, le pedía que se pusiera de punta en blanco para visitar a los vecinos. «Ponte algo elegante, hazte un recogido vistoso en el cabello…». A Julie, cada vez que lo oía, le hervía la sangre. También el concepto de «conocer a los vecinos» se empleaba con excesiva generosidad. Bajo la mirada vigilante de Karl, Julie jamás se atrevía a expresar su parecer. A decir verdad, ella se limitaba únicamente a confirmar con gestos las palabras que Karl le ponía en la boca.

Además, las noches en que salían de visita, eran precisamente aquellas en las que Karl mostraba mayor tendencia a ir a buscarla después. Julie detestaba aquellas incursiones. Que Karl apareciera en su habitación, completamente borracho, había acabado provocándole auténtica repugnancia. Ella solía yacer inmóvil con la esperanza de que él se apartase y se marchase cuanto antes.

No obstante, las visitas a los vecinos tenían su lado bueno: le brindaban a Julie la posibilidad de salir de la plantación y hablar con otras personas. En muchas ocasiones, en casa se sentía como un mueble, ni Karl ni Martina le prestaban ninguna atención, por no hablar de Pieter. Sin embargo, en cuanto recibían una invitación para cenar, Karl se acordaba de ella, de su hermosa mujer, tan educada y cortés.

Julie se había dado cuenta de que esas visitas a los vecinos habían contribuido a la adquisición de algunos terrenos. La situación económica de las plantaciones era bastante precaria, ya que la época dorada de la colonia había quedado atrás. Muchos colonos se rendían o bien libraban duras batallas para conservar sus tierras. Por tanto, a muchos de esos vecinos les venía de perlas invitar a cenar a Karl Leevken y a su joven y hermosa mujer: en gran parte de esas cenas acababan firmándose contratos, de forma que al poco tiempo la plantación de Rozenburg había duplicado su tamaño. Julie se preguntaba para sus adentros si Karl no estaría utilizándola como medio para alcanzar sus propios fines. Si lo que quería era comprar tierras, ¿por qué no se limitaba a realizar una oferta? En este sentido, Julie aprendió pronto que en la colonia nadie acostumbraba a reconocer que las cosas marchaban mal. Cualquier dueño o patrón de una plantación habría preferido que le cortasen la lengua antes de reconocer su situación diciendo: «Las cosas no me van bien, voy a tener que vender». De manera que lo habitual era citarse para comer y conversar, y, mientras las damas llevaban a Julie a pasear por los jardines, los hombres le vendían a Karl unos territorios que «no les hacían falta en su propia plantación» y que con «mucho gusto accedían a traspasar al vecino».

Todo ello, por supuesto, de manera desinteresada. Porque… ¡todo iba bien! Julie prefería no pensar en que probablemente era su dote lo que permitía a Karl realizar aquellas operaciones.

A pesar de la cantidad de visitas que habían realizado ya, las invitaciones continuaban acumulándose sobre la cómoda del vestíbulo. Julie comprendía la curiosidad, probablemente al cabo de unos años, o incluso de unos meses, ella se sentiría igual de ansiosa por recibir invitados en casa o por encontrarse con otras personas fuera de la plantación.

El afán de Karl por atender todas las invitaciones empezó a decaer al cabo de unas semanas y, por fortuna, su esposo comenzó a rechazar el ofrecimiento en la mayoría de los casos. Todo indicaba que ya había logrado su objetivo y que no quería comprar más tierras. Envió esclavos a los nuevos campos y volvió a entregarse a la ociosa vida colonial.

También era parte de su rutina marcharse todos los martes de la plantación para resolver asuntos de negocios en Paramaribo. Viajaba a la ciudad y regresaba el jueves. A Julie la sorprendía porque él mismo le había dicho al principio que apenas utilizaba la casa de la ciudad. Por otro lado, en ningún momento hizo ademán de preguntarle a Julie si le apetecía acompañarlo. Aiku era el único que iba con él. ¡A Julie le habría encantado ir de vez en cuando a la ciudad! Aunque, seguramente, los viajes tenían que ver con las adquisiciones de terrenos de las últimas semanas y Julie no quería volver a oír hablar de ese asunto.

A Martina tampoco la dejaba que lo acompañase.

—Padre, por favor, ¡hace ya semanas que no veo a la tía Valerie!

Karl siempre respondía con aspereza:

—Martina, ahora tienes una nueva madrastra. Es mejor que te quedes aquí y os vayáis acostumbrando una a la otra.

De lo que él no se daba cuenta era de que, forzando aquella relación, lo único que conseguía era empeorar las cosas.

De vez en cuando, por suerte, llegaba a Rozenburg gente que estaba de paso y realizaba una breve visita a la plantación. Como norma de cortesía, se acogía con gentileza a aquellos viajeros que navegaban río arriba o río abajo y deseaban hacer una pausa o no podían proseguir el viaje. Para ello disponían de la pequeña casa de invitados situada detrás de la casa principal. En los últimos años, al parecer, Karl no había sido un buen anfitrión, pero pasadas unas semanas de la llegada de Julie y tras los encuentros con los vecinos, de nuevo comenzaron a aparecer viajeros por Rozenburg.

Karl se limitaba a refunfuñar entre dientes cuando los veía llegar, aunque al final siempre acababa encontrando en ellos algún compañero de bebida con el que entretenerse. Martina solía retirarse casi siempre. En más de una ocasión, a Julie llegó a irritarle la actitud maleducada e insolente de su hijastra.

Julie, en cambio, disfrutaba mucho de ese contacto con el mundo exterior. Era un modo de conocer a multitud de personas interesantes, entre ellas, por ejemplo, a un joven botánico, que en dos días le explicó más cosas sobre la flora y la fauna del país de las que Karl le había contado en todas aquellas semanas. También conoció a una pareja de judíos que se hallaban de camino a Jodensavanne, un asentamiento judío que, aunque había quedado deshabitado tras el incendio del año 1832, muchas personas visitaban a menudo para rendir tributo y cuidar los monumentos y lugares conmemorativos. Cuando estaban solos Julie, Karl, Pieter y Martina, caía sobre la casa una especie de losa que a Julie apenas le permitía respirar.

Julie advirtió que los negros se relacionaban con los viajeros de forma menos complicada que los blancos. En el fondo, los negros trataban bien a cualquiera y cuando los esclavos remeros llevaban a los visitantes a la aldea, los recibían y los agasajaban con entusiasmo. El único momento en que se imponía un silencio tenso en las cabañas era cuando aparecían los esclavos de Pieter. Por fortuna, de momento no sucedía muy a menudo. El distrito de Pieter era relativamente grande y, cuando viajaba a las regiones más remotas, se ausentaba de Rozenburg durante varias semanas. Cada vez que eso ocurría, para Martina era el fin del mundo. Siempre que él anunciaba su marcha, ella se lamentaba y plañía sin cesar y se acaramelaba en su regazo de un modo que para Julie rayaba en el ridículo. Al final, acabó sospechando que para Pieter era una liberación mantenerse alejado de su prometida una temporada, aunque solía permanecer en la plantación mucho más tiempo del que Julie habría deseado. Ella siempre procuraba mantenerse alejada. La noche en que la había abordado junto al río había conseguido asustarla. Julie estaba convencida de que Pieter actuaba movido por la conveniencia. Martina era un buen partido para él, ni más ni menos. Y ahora Julie era el único elemento que se interponía en su camino.

En su fuero interno, Julie esperaba que Martina se replantease su elección. A ella la repugnaba la idea de tener que aceptar a Pieter como yerno. Aunque, a decir verdad, los hombres casaderos, y más con una buena posición, abundaban allí tan poco como los días fríos. Si…, claro, si ella se entendiera mejor con Martina, podría advertirle sobre las intenciones de Pieter.

Pero esa era una posibilidad bastante remota.

Una tarde en que Pieter se encontraba de viaje y a Karl no lo esperaban hasta última hora del día, Julie se atrevió a intentar de nuevo un acercamiento. Martina ya había tenido tiempo más que suficiente para lamentarse y acostumbrarse a la presencia de Julie, y tal vez ahora reaccionaría un poco mejor. Julie la encontró en el salón femenino dedicada a sus labores manuales.

Aunque Martina entrecerró los ojos con desprecio y le lanzó una mirada sombría, Julie tomó asiento en el sillón de enfrente y se colocó las agujas de punto en el regazo como si nada. Por unos instantes, se impuso un tenso silencio. Hasta que Julie se decidió a hablar.

—Es muy bonito el mantel que estás haciendo, Martina —comentó Julie señalando el trabajo de filigrana que Martina sostenía entre las manos.

Martina no respondió y clavó una mirada obstinada en el tejido.

—Martina, ¿no crees que ya es hora de que mantengamos una conversación?

—No sé de qué íbamos a hablar —replicó Martina por lo bajo sin levantar la mirada.

Aquella no era exactamente la respuesta que Julie habría deseado escuchar, pero al menos era un comienzo.

—Bueno —prosiguió Julie en un tono calmado—, ahora yo también vivo aquí. ¿No crees que todo resultaría más sencillo para las dos si nos conociéramos un poco mejor?

Resoplando, Martina dejó los utensilios de labor a un lado. Se levantó y le lanzó una mirada hostil a Julie. Frunció sus grandes ojos infantiles hasta convertir los párpados en dos estrechas ranuras y apretó los labios. Luego se dirigió a Julie:

—No sé por qué habríamos de hacer algo así. No entiendo para qué te ha traído aquí mi padre. Él no necesita una esposa y tampoco necesita descendencia, y yo, bien lo sabe Dios, no necesito una madrastra. Estábamos bien como estábamos. Y no creo que yo ni nadie de aquí vaya a permitir que nos digas lo que tenemos que hacer. Puede que al pájaro seas capaz de engañarlo, ¡pero a mí no! —Tras pronunciar esas palabras, salió por la puerta, iracunda, y estuvo a punto de chocar con Amru, que en ese momento entraba a servirles unas bebidas.

Amru se volvió hacia Martina con perplejidad. Después se dirigió a Julie.

—Misi Juliette debe dar tiempo a misi Martina. Misi Martina ha vivido muchos años aquí sola con su padre.

Julie estaba confusa.

—Ay, Amru, ¿qué voy a hacer? —Miró a la esclava en busca de ayuda—. Me gustaría que las cosas fueran de otra manera. Yo creía que… tal vez…, ¿y qué tiene que ver el pájaro en todo esto? —Julie se desplomó en el sillón con gran desánimo.

Amru depositó la bandeja sobre la mesa y le alcanzó un vaso a Julie.

—Misi Martina se ha criado aquí sin una madre —dijo Amru despacio—. Las demás esclavas y yo somos las únicas que nos hemos encargado de cuidarla. Y, de vez en cuando, su padre le daba permiso para visitar a su tía en la ciudad. Misi Martina no sabe lo que es vivir con una mujer blanca en casa. Masra Karl ha intentado algunas veces traerle señoritas, pero todas acababan marchándose al cabo de pocas semanas. —Y, casi en susurros, agregó—: Y misi Martina echa mucho de menos a su madre.

Julie se quedó pensando en las palabras de Amru. Cuando su madre murió, Martina no era más que una niña pequeña. Y para un niño no había nada más doloroso —eso Julie lo sabía muy bien— que perder a un ser querido.

A ella incluso ahora había días en que le costaba mucho asumir el hondo dolor que la pérdida de sus padres le provocaba. ¿Cómo iba a reprochárselo a Martina?

—Tienes toda la razón, Amru, debería darle tiempo —anunció al fin.

Martina continuó reaccionando con rabia y hostilidad hacia Julie. Hacía como si no existiese o intentaba poner a su padre en contra lanzando pequeñas indirectas.

Y en ocasiones, para sufrimiento de Julie, lo conseguía.

—Padre, Juliette ha vuelto a olvidarse de darle la plata a Kiri para que la limpie. Padre, Juliette ha vuelto a llamar a Amru cuando estaba conmigo…

A Julie la irritaba profundamente, pero hacía el esfuerzo de reprimir cualquier comentario para no agravar su sufrimiento. Naturalmente, Kiri, como esclava personal, debía cumplir diversas tareas en la casa. A Julie, sin embargo, le parecía que limpiar a todas horas la plata era una labor tan estúpida como inútil y por eso no le gustaba encomendar a su esclava esa clase de labores. Además, aparte de Amru y Kiri, había otras cinco mujeres encargadas de las tareas domésticas. Y Aiku, por supuesto. Ocho sirvientes negros para atender a tres personas blancas. A Julie se le antojaba un auténtico despilfarro.

La actitud que tenía Martina hacia Amru también sulfuraba a Julie. Amru tenía que estar a disposición de Martina día y noche. Por la noche, la sustituía una muchacha que dormía en el porche trasero y, en caso de necesidad, «si misi Martina la llamaba», salía corriendo a buscar a Amru a su cabaña. Incluso si lo único que Martina quería era cambiarse el camisón de noche porque estaba empapada de sudor. Durante el día, Amru tenía que ayudar a Martina a asearse, vestirse y a cualquier otra tarea que se le ocurriese, aunque no fuera más que tensar la tela de un bastidor o llevarle un pañuelo. Con el paso del tiempo, Julie fue dándose cuenta de que aquello era normal porque Amru, que por lo demás solía adoptar un comportamiento resolutivo y era la jefa indiscutible del personal doméstico, trataba de complacer a la joven misi en todo lo que podía.

Cuando Julie le preguntaba al respecto, Amru se limitaba a encogerse de hombros.

—Es normal, misi Juliette, en otras casas es igual. Cada blanco tiene un esclavo personal y yo soy la esclava de misi Martina.

Amru parecía resignada a cumplir esa función, aunque Julie detectaba claramente que la mujer negra no se sentía cómoda desempeñando esa labor. De vez en cuando, Julie corría el riesgo y le encomendaba alguna otra tarea a Amru. Eso solía divertir a la esclava e irritar terriblemente a Martina, que enrojecía de rabia cuando no obtenía inmediatamente lo que esperaba o cuando tenía que recurrir a alguna otra esclava para satisfacer sus deseos.

Julie se propuso el firme propósito de liberar a Amru de esa carga. Martina ya no era ninguna niña y era perfectamente capaz de ponerse sola las calzas o de llamar a cualquier otro miembro del personal para que la ayudase. Aunque Amru fuese la esclava personal de Martina, no había ninguna necesidad de que precisamente ella tuviese que estar a su disposición a todas horas, pues ya tenía bastantes cosas que hacer. Amru se encargaba de la cocina y de los campos de cultivo de la casa, del huerto y de las gallinas, y además dirigía el servicio de la casa; se ocupaba del masra Karl cuando Aiku no estaba disponible y estaba enseñando con gran empeño a Kiri para convertirla en una ayudante de utilidad para Julie.

Julie estaba decidida a tratar ese asunto con Karl, aunque por lo general evitaba inmiscuirse en los asuntos de la casa o pedirle favores. Pero ahora… En algún momento tenía que empezar a desempeñar la función de señora de la casa. Al menos Karl alardeaba de eso ante los vecinos, así que ya era hora de que empezase. ¿O en realidad solo estaba buscando pelea para distraerse de la monotonía? Cuando, una noche, Julie advirtió que su marido se encontraba de buen humor y le pareció que, además, todavía no estaba demasiado borracho, decidió sacar el tema:

—Escúchame, Karl, Martina pronto se casará y además ya va siendo mayor… —Él levantó la vista con gesto interrogante, aunque no pareció sentirse importunado—. Por eso creo que ha llegado el momento de asignarle a alguna de las mujeres jóvenes como esclava personal, porque Amru ya está bastante atareada con la casa —prosiguió Julie en un arranque de valor.

Karl apartó el periódico a un lado y se quedó pensativo unos instantes.

—Bien, escoge tú una muchacha. —Y con eso dio el asunto por zanjado.

Julie se quedó perpleja al ver que Karl la había escuchado y más que satisfecha con la respuesta que obtuvo. Sin embargo, jamás habría podido imaginarse las dimensiones de la tormenta que aquello iba a desencadenar en Martina.