CAPÍTULO 5

Erika ya no podía seguir compartiendo la emoción de Reinhard. Tras los dos primeros meses en Surinam, su marido había perdido parte del entusiasmo, pues se había dado cuenta de la cantidad de cosas que ocurrían allí; sobre todo, de cómo era la relación entre los blancos y los negros. Pero él seguía manteniendo la fe en que todo mejoraría cuando los negros se convirtieran en buenos cristianos. Una idea que Erika ya no compartía con él. Ella, por su trabajo en la enfermería, vivía mucho más cerca de los negros que su marido, que hasta ese momento solo había desempeñado tareas administrativas, y estaba convencida de que aquellas personas eran fieles a sus creencias. No es que no creyeran, como solían sostener los blancos, sino que profesaban una fe basada en la creencia en varias deidades. Esas divinidades tenían atribuciones como el agua, la tierra, el trabajo o la salud. Erika no conocía a fondo esa cuestión, pero se había dado cuenta de que su fe los ayudaba a vivir, especialmente en momentos de enfermedad. Naturalmente, eso dificultaba las cosas, ya que las medidas que sugerían los curanderos eran contrarias a algunos remedios occidentales muy útiles. En la mayor parte de los casos, Erika encontraba una solución de compromiso que permitía al enfermo seguir el consejo del curandero y las recomendaciones de las enfermeras. ¿Cuál de las dos cosas servía para curarlos? Daba igual. Lo importante era que recuperasen la salud. Y, desde luego, los conocimientos de los curanderos no eran en absoluto desdeñables. Derama, una anciana curandera a la que Erika había conocido a través de sus pacientes, se reveló como una valiosa fuente de sabiduría.

Una joven esclava había acudido a la enfermería para dar a luz. La muchacha era bastante delgada y el niño apenas tenía espacio para salir. Como el alumbramiento no se producía y Erika y Josefa comenzaron a temer que, además, el niño estaba mal colocado, la madre de la parturienta ordenó llamar a Derama. Josefa protestó, pero como, a decir verdad, las oraciones que la curandera rezaría junto a la parturienta que se retorcía de dolor eran su única esperanza, Erika accedió. Toda ayuda que contribuyese a salvar la vida de la madre y del bebé les vendría bien. En cuanto llegó, Derama, que apareció cubierta por un sinfín de medallones, se puso manos a la obra sin prestar ninguna atención a las enfermeras blancas. Quemó un manojo de hierbas y pronunció algunos conjuros. Josefa observó el proceso desde un rincón sacudiendo la cabeza con una mirada crítica. Después, la curandera se inclinó sobre la parturienta, le susurró unas palabras para calmarla y le vertió parte del contenido de un frasco en la boca. Al instante, la muchacha se había tranquilizado y su respiración era más lenta.

Derama le pidió a Erika que extendiera un paño limpio en el suelo. Con ayuda de la madre, la curandera puso a la muchacha en pie y la colocó sobre el paño. Lo que ocurrió después Josefa lo consideró una obra del diablo contra la naturaleza. Erika, en cambio, quedó fascinada. La curandera logró, mediante unos curiosos movimientos, poner al bebé dentro del vientre materno en la posición adecuada. Gracias al efecto de las misteriosas gotas, la muchacha reunió fuerzas suficientes para colaborar sin notar el dolor. Al cabo de poco tiempo, la orgullosa abuela sostenía a su nieto entre los brazos.

Erika, asombrada por el exitoso proceso, rogó a la curandera que pasara de vez en cuando por la enfermería. Ya había oído su nombre muchas veces y sabía que las mujeres negras tenían una enorme confianza en ella. Además, le pareció que sería una buena ocasión para aprender algo de la curandera. Los medios de la enfermería eran bastante escasos y a muchas de las enfermedades se les ponía tan solo un remedio provisional porque resultaba imposible curarlas de verdad. Para alegría de Erika, la curandera enseguida se mostró dispuesta. Josefa se opuso enérgicamente y los demás miembros de la comunidad tampoco acogieron la idea de Erika con los brazos abiertos, pero Erika se comprometió a vigilar a Derama.

Desde hacía algunas semanas, la curandera asistía con frecuencia a la enfermería. Erika y ella empezaron a trabar una estrecha amistad basada en el propósito común de ayudar a los demás.

Ahora Erika debía enfrentarse a un nuevo problema: Reinhard anunció su intención de emprender un viaje al interior del país para visitar algunas plantaciones. Daba por sentado que Erika compartiría con él esa ilusión y querría acompañarlo. Pero ella, cuyo vientre había comenzado a redondearse y cuya movilidad se iría viendo limitada con el paso del tiempo, no lo veía claro.

—Reinhard, no creo que sea bueno ni para mí ni para el bebé que emprendiésemos ese viaje —comentó.

La expresión de decepción de Reinhard hablaba por sí sola.

—Pero ¡ese era nuestro objetivo! Viajar a esas regiones y…

Erika le posó la mano sobre el brazo para consolarlo. En cierto modo, a ella le dolía que Reinhard no pareciese conceder importancia al proceso del embarazo.

—Mira, deberíamos esperar hasta que el niño venga al mundo, y entonces podré acompañarte. —En su fuero interno, Erika abrigaba la esperanza de que, cuando naciese el niño, Reinhard renunciase a viajar al interior del país o a la jungla. Las noticias que les llegaban de esas regiones no eran buenas. Y las que venían de las plantaciones tampoco. La ley que permitía a los misioneros visitar a los esclavos acababa de aprobarse y la idea no convencía a la mayor parte de los propietarios y señores de las plantaciones. Algunos ni siquiera dejaban entrar a los misioneros en sus propiedades. Era un viaje a la incertidumbre.

En el rostro de Reinhard, Erika leyó cuán inmensa era su ilusión. Se sentía llamado, ella lo sabía, y temía que ni ella como esposa ni el hijo que todavía no tenían lograran hacerle cambiar de opinión.

—Bien, Erika, en ese caso quédate tú aquí, en la misión. Yo iré de todos modos…

Erika recibió sus palabras con espanto.

—¡Reinhard! ¿De verdad quieres…? Yo me quedaré aquí tan sola…

—Aquí no te faltará de nada. Josefa y los demás se ocuparán de ti cuando llegue el momento —repuso con un suspiro—. Yo debo ir, aunque me pese. Espero que lo comprendas.

Erika se estremeció en la silla. Además del temor al nacimiento que se produciría en otoño —porque para entonces era difícil que Reinhard estuviera de regreso—, tendría que sobrellevar la preocupación por el bienestar de su marido. A Erika le pareció que la decisión de Reinhard era egoísta, pero no dijo nada, porque al fin y al cabo ella no era quién para criticar el modo en que Dios repartía las tareas entre los hombres.

—Cuídate mucho —murmuró mientras unas lágrimas calientes le surcaban las mejillas.

Reinhard, en cambio, tenía sus pensamientos completamente centrados en el futuro inmediato.

—Solo me ausentaré algunos meses, aunque tal vez se alargue un poco más… Y, cuando regrese, tú ya habrás recobrado las fuerzas y, si Dios quiere, nuestro hijo estará lo bastante fuerte y sano como para venir conmigo. Veremos si hay suerte y encuentro un lugar hermoso donde tal vez algún día podamos trabajar.

Cuando el 6 de junio, finalmente, la barca partió de Paramaribo con Reinhard a bordo, Erika lo despidió desde la orilla. Una extraña sensación de vacío le inundó el corazón.