—Juliette. ¡Ha llegado Martina!
La voz de Karl, que gritaba desde el vestíbulo, resonó por toda la casa. Cuando Julie se unió a él en el porche, vio que Martina venía del río acompañada por un joven y seguida de dos mozos negros.
—¿Quién es ese? —preguntó sorprendida. Nadie le había dicho que esperaban un segundo visitante.
En los últimos días, Julie había reflexionado mucho sobre cómo sería la convivencia con Martina. Con lo aburrida que estaba, sería interesante contar al menos con una aliada. En su fuero interno, Julie abrigaba la duda de que Martina fuera a ser esa persona, pero tenía la firme determinación de, como mínimo, intentar acercarse a la muchacha. Su primer encuentro había sido más bien desafortunado para ambas partes. Quería decirle algo como: «Martina, lamento mucho que te cogiéramos desprevenida» y «Toda esta situación es tan nueva para mí como para ti».
En ese momento ambos habían llegado ya al porche. Martina saludó a su padre, pero ignoró a Julie por completo. Ella no se sorprendió, aunque se esperaba un recibimiento un poco diferente. El hecho de que, además, Martina se hubiese presentado con un invitado en la plantación la dejó desconcertada. Examinó al hombre con la mirada.
Julie calculó que pasaba de los veinticinco años, incluso era posible que rondase los treinta. Llevaba el pelo rapado con una precisión casi militar. Era un poco más bajo que Karl y de complexión más fuerte. Al subir los escalones del porche, miró a Julie de arriba abajo. En sus ojos había un brillo tosco y subrepticio de malicia que a Julie no le gustó nada; tuvo que hacer un esfuerzo para no desviar la mirada.
—Pieter, es un placer verte de nuevo. —Karl le tendió una mano al hombre y con la otra le dio unas palmadas amistosas en el hombro—. Permíteme que te presente a Juliette, mi nueva esposa.
Martina resopló por lo bajo, disimuladamente, aunque con evidente desprecio.
Karl no concedió mayor importancia al gesto descortés de Martina y, dirigiéndose a Julie, prosiguió:
—Pieter Brick, el prometido de Martina. Pieter es el médico del distrito.
¿Prometido? Julie se quedó mirándolo con estupor. No solo había pasado a ser esposa y madrastra de la noche a la mañana, sino que además iba a ser suegra.
El hombre saludó a Julie brevemente antes de volverse de nuevo hacia Karl.
—Qué bien, ya me había enterado de que, durante tu viaje a Europa, no habías resuelto solo asuntos de negocios. —Al pronunciar esas palabras, Pieter señaló a Julie con una mirada que hizo que a ella se le helase la sangre. De no haber sido por el brillo hostil en sus ojos, tal vez Julie lo habría tomado por un joven normal, incluso apuesto. Pero, en ese instante, una sensación de intensa antipatía se apoderó de Julie.
Karl, en cambio, no parecía prestar especial atención a la reunión familiar.
—Vamos adentro. Aiku: ¡bebidas! Amru: ¡prepara la comida!
De camino al salón de los invitados, Martina se agarró del brazo de Pieter con un gesto posesivo y le susurró al oído. Pieter mantuvo la cabeza erguida mientras la escuchaba, pero Julie se dio cuenta de que con el rabillo del ojo seguía estudiándola. Una vez en el salón, todos tomaron asiento. Julie se sentó muy rígida, con las manos entrelazadas sobre el regazo. Y la frágil sensación de hogar que había ido logrando adquirir poco a poco en los últimos días se desvaneció de golpe. La llegada de Martina era una señal inconfundible de que aquella no era su casa; Julie no era más que una invitada, y una invitada nada bien recibida.
—¿Y qué le parece Surinam, Juliette?
Julie se planteó por un momento si responder con sarcasmo que hiciera el favor de dirigirse a ella como «mevrouw Leevken». Sin embargo, como Karl parecía mantener una relación amistosa con el joven, prefirió abstenerse.
—Me gusta mucho, gracias —respondió lacónicamente.
—Como posiblemente ya sabrá, hay europeos a los que este clima tan caluroso no les sienta muy bien. Si en alguna ocasión tuviera algún problema de salud…
—Gracias, por ahora gozo de un estado de salud formidable.
Julie sintió un escalofrío al pensar en que, si caía enferma, tendría que ponerse en manos de aquel hombre. Sin saberlo, Karl le hizo un favor al distraer la atención de Pieter preguntándole por las noticias de la ciudad.
Julie siguió la conversación con cierto desinterés. No conocía los nombres ni las personas y no sabía muy bien de qué hablaban. Por un momento, se preguntó qué tal les irían las cosas a Wilma y Erika. Esperaba poder ir a visitarlas pronto a la ciudad, si es que Karl le daba permiso… Julie observó en silencio cómo Martina se pegaba literalmente a los labios de Pieter, cómo dejaba caer de vez en cuando algún que otro comentario provocador y cómo se le sonrojaban las mejillas. Julie se preguntó qué tendría aquel hombre para atraer a una muchacha tan joven. Ella era justo un año mayor que Martina, pero, ahora, al ver así a la muchacha, se sintió tremendamente mayor. Martina tenía también el aspecto de una muchacha joven y seguramente atractiva para un joven de su misma edad. En cambio, Pieter era… un hombre adulto.
Durante la comida, Karl y Pieter continuaron manteniendo una apasionada conversación. Antes de que los hombres se retirasen al despacho de Karl, este anunció a las mujeres:
—Mañana nos han invitado a ir a Watervreede a casa de los Marwijk. Os ruego que estéis preparadas a la hora.
Martina se marchó a su habitación sin despedirse. Julie salió a la calle, necesitaba que le diera el aire. Dentro de la casa, el ambiente era tan tenso que apenas le llegaba el aire para respirar. Como no le apetecía estar sola, en lugar de dar un paseo por el jardín delantero decidió rodear la casa.
En el porche trasero se encontró con Amru, que estaba fregando los platos. Al ver que Julie subía la escalera, la esclava se asustó:
—¿Misi Juliette? ¿Ocurre algo? ¿Nos ha llamado la misi…?
—No, Amru, está todo bien, no te preocupes. —Julie se sentó en una silla vieja junto a Amru. Esta la miró con un gesto medio sorprendido medio divertido—. Misi, este sitio no es lugar adecuado para la misi.
—Bah, Amru, ya sé que no debería estar aquí —dijo tratando de contener las lágrimas—. Pero siempre estoy sola. Martina no me habla y Karl está con ese tal Pieter…
Al oír el nombre de Pieter, el rostro de Amru se ensombreció. Julie dedujo que allí tampoco era muy querido. De manera que su intuición no la engañaba. Amru estaba a punto de decir algo cuando, de pronto, se oyó a lo lejos un alboroto y un gran griterío. Julie se puso de pie y miró a su alrededor, y hasta Nico comenzó a batir las alas nervioso. Amru se puso de pie también. Al contrario que Julie, no dudó un momento en averiguar de dónde venía el jaleo. Farfullando algo entre dientes, se remangó la falda y se encaminó a todo correr hacia la aldea de los esclavos. Julie vaciló un instante y acto seguido decidió ir tras ella.
Amru se dirigió con paso seguro a una de las cabañas de atrás, que era de donde procedían los gritos. ¡La cabaña de Kiri! Sin dudarlo, Amru abrió la puerta y entró gritando y a los pocos instantes sacó a empujones de la cabaña a dos muchachos negros. Detrás de ellos salió Kiri. Asustada y tratando de colocarse bien el vestido desgarrado, buscó refugio detrás de Amru. En un primer momento, los mozos negros parecían estar divirtiéndose con la situación. No solo intentaban atrapar a Kiri, sino que, al hacerlo, además, le daban empujones a Amru sin ningún respeto, y gritaban y se reían.
—¿Qué está pasando aquí? —En cuanto los muchachos vieron que Julie aparecía junto al grupo, casi sin aliento, se apartaron a un lado y bajaron la mirada. Kiri corrió a refugiarse detrás de su misi.
—¡Dejad a la niña en paz! —Julie intentó, a pesar del sofocón, conferir a su voz un tono de firmeza. Y, por lo visto, lo consiguió, porque los tipos se echaron atrás rápidamente.
Amru le soltó a los muchachos una fuerte reprimenda cuyas palabras Julie no comprendió y, a continuación, se volvió de nuevo hacia Julie y Kiri. Amru le colocó el vestido a Kiri, la rodeó con el brazo para consolarla y la condujo con delicadeza hacia la casa.
—¿Misi? Vamos, mi chica.
Julie todavía no había recuperado la respiración, pero ahora era más a causa de la excitación y los nervios de haber tenido que dar órdenes por primera vez a unos esclavos.
—¿Qué querían hacerle esos muchachos a Kiri? —Julie albergaba la esperanza de que sus sospechas fueran erróneas.
La mirada de Amru no presagiaba nada bueno. A aquella mujer por lo general serena parecía hervirle la sangre, tenía los ojos entrecerrados de tal manera que eran como dos pequeñas ranuras.
—Los hombres del masra Pieter siempre vienen a buscar problemas. Pero tienen permiso, obedecen órdenes del masra Karl… —En ese instante, Julie cayó en la cuenta de que los dos muchachos eran los esclavos que habían llegado con Pieter. Amru prosiguió, furibunda—: Vienen a eso… Vienen a encargarse de las jóvenes.
Amru pronunció la palabra «encargarse» con cierto retintín y mientras tanto volvió a colocarle el vestido bien a Kiri.
—¿Cómo a… encargarse de las jóvenes? —preguntó vacilante, aunque ya sabía la respuesta. Julie se llevó la mano a la boca, horrorizada, y miró sobrecogida a Kiri—. ¿Quieres decir que ellos y… las jóvenes…, pero las muchachas…? ¿Ellos lo que quieren es…?
Amru meneó la cabeza y bajó la mirada. Estaba realizando un esfuerzo ímprobo por no expresar su desacuerdo con la voluntad de su masra.
—Son órdenes del masra Karl porque hay pocos hombres jóvenes en nuestra aldea y todos son de la misma familia, así que hay pocos niños y eso significa pocos esclavos.
Julie se quedó sin palabras. ¿Karl había contratado a aquellos muchachos como…, como… sementales? No supo qué decir, pero notó que una oleada de rabia se iba apoderando de ella.
Julie irrumpió en la casa llevada por la cólera y se fue directamente al despacho de Karl.
Karl la recibió con gesto de irritación.
—Juliette, ¿a qué viene eso? Ya sabes que estoy aquí con Pieter…
—Tengo que hablar contigo, Karl. ¡Ahora!
—¿No puede esperar? —No, no podía. Julie sabía que era un error no esperar a hablar ese asunto con Karl en privado, pero él no hizo ningún ademán de pedirle a Pieter que saliera de la habitación.
—Esos muchachos del señor Brick han intentado… —se interrumpió para buscar el modo adecuado de formularlo—, han intentado violar a Kiri. —Julie fulminó a Pieter con la mirada. No le pasó por alto la sonrisa taimada que cruzó fugazmente el rostro del aludido.
La mirada de Karl se oscureció de forma ostensible.
—Juliette, cuando viene, Pieter trae a esos muchachos con ese propósito. La tasa de natalidad entre los negros… Déjalo estar y ¡no te entrometas! Lo mejor que puedes hacer es no volver a entrar en la aldea de los esclavos. ¡No tienes nada que hacer allí! Con el tiempo tendrás que acostumbrarte a los permisivos métodos de procreación de los esclavos.
—Karl, no es más que una niña y no está ni mucho menos preparada para…
Karl se recostó en la silla. En ese instante, daba la impresión de que el pudor y la vergüenza de Julie lo divertían.
—No vas a poder protegerla mucho tiempo. Esos negros son como las ratas. Si pudieran, se abalanzarían los unos sobre los otros a todas horas y serían capaces de hacerlo a la vista de todos. Más vale que te vayas acostumbrando. Y… —sus ojos se tornaron negros como la noche— ¡haz el favor de mantenerte alejada de los hombres que han alcanzado la madurez sexual!
Julie se ruborizó de pura rabia. ¿Era necesario que mantuviera con Karl conversaciones de tan bajo nivel y, además, delante de Pieter?
—… y ahora, por favor, márchate. Tenemos que tratar algunos asuntos. —El tono de voz de Karl no daba pie a réplica alguna.
Julie abandonó la habitación iracunda, aunque al mismo tiempo temía haber cometido un error. Con un poco de suerte, Karl ya no volvería a…, pero tendría que enfrentarse a su marido. La preocupación por Kiri pesó más que el miedo y Julie tomó una determinación. Julie llamó a Amru.
—No pienso permitir que Kiri esté expuesta a esos… De momento, se quedará conmigo. Encárgate de ponerle un colchón en mi dormitorio.
Amru reaccionó con desconcierto.
—Masra Karl se va a enfadar. Los esclavos no tienen derecho a dormir en la casa…
—Me da igual, Amru —respondió Julie con terquedad.
Precisamente, a Karl se le ocurrió hacerle una visita a Julie esa noche. Achispado por la abundante cantidad de alcohol que había ingerido y dando tumbos, irrumpió a altas horas de la noche en la habitación de Julie a través de la puerta que comunicaba las dos estancias y estuvo a punto de caerse encima de Kiri, que había colocado su colchón a los pies de la cama de Julie.
—Pero ¿qué demonios…?
Kiri reaccionó más rápido que Julie y salió corriendo por la puerta del pasillo, bajó las escaleras a toda velocidad y abandonó la casa.
—Juliette, maldita sea, ¿se puede saber qué demonios hacía aquí esa muchacha negra?
Julie se sentó en la cama rígida como una vara y se cubrió asustada con la colcha de la cama.
—Kiri ha tenido que quedarse a dormir aquí porque…
No pudo terminar la frase. Karl la sacó de la cama de un tirón y se la llevó agarrada del brazo.
—Yo me encargaré de quitarte esa idea de la cabeza… para que no provoques la insumisión entre mis esclavos. —Karl le estaba haciendo daño—. Ven aquí, te voy a enseñar lo que los hombres tienen que hacer con las muchachas…
Julie decidió resignarse y no ofrecer ninguna resistencia. Sabía que cualquier negativa no haría sino desatar aún más su furia.
A la mañana siguiente, Julie preguntó a Amru por Kiri con gran preocupación.
—Está bien, esta noche se ha quedado a dormir conmigo, yo soy mayor y tengo a mi esposo, así que los mozos no entran ahí —la tranquilizó Amru.
Julie sintió un gran alivio al ver que al menos Kiri estaba a salvo.
En cómo se sentía ella prefería no pensar. Karl se había comportado con enorme brutalidad y ella tenía todo el cuerpo dolorido y magullado. Karl se había despojado de toda clase de reparos, allí se sentía en casa, era el dueño y señor y hacía lo que le venía en gana. Julie abrigaba la esperanza de que, en ese sentido, Karl hubiera perdido el interés por ella, ya que desde que habían bajado del barco no se le había vuelto a acercar. Pero esa última noche, Julie había podido constatar que Karl…, que los hombres… Sentía náuseas solo de pensarlo.
Por la tarde, de mala gana, se arregló para acudir a la cita con los vecinos. Marie Marwijk había cumplido su palabra y los había invitado a cenar.
—¡Kiri, hay que ver lo habilidosa que eres! —Julie se esforzó por adoptar un tono animado. Kiri le inspiraba mucha lástima, pero al margen de eso la muchacha no tenía la culpa de su mal humor y acababa de hacerle un recogido en el cabello casi perfecto. Kiri acogió el elogio con satisfacción y le acercó a Julie el estuche de maquillaje.
Julie se quedó mirándose en el espejo, pensativa. En otras circunstancias, le habría hecho ilusión arreglarse, pero ese día se limitó a empolvarse el rostro con desgana.
De la cena en casa de los Marwijk no podía librarse, eso lo tenía claro. Se encogió de hombros y se volvió hacia Kiri:
—¿Crees que tu misi puede salir de casa así?
Kiri asintió con vehemencia.
Karl parecía haber olvidado la discusión del día anterior y lo acontecido por la noche o, como mínimo, no mencionó nada al respecto y tampoco castigó a Julie con su indiferencia. Cuando Julie apareció en el porche lista para marcharse, Karl le ofreció su brazo con un gesto galante.
—Qué hermosa estás.
Julie enarcó las cejas. Ya no se fiaba de la amabilidad fingida de Karl.
—¡Aiku, el pájaro!
Atendiendo a la orden de Karl, Aiku atrapó a Nico, que se dirigía hacia los pies de Julie. El pájaro protestó con un estridente graznido e intentó morder a Aiku en los dedos. Este lo cogió con destreza y le ató una cuerda a la pata. El otro extremo de la cuerda estaba amarrado a un poste del porche.
—Pero ¿a qué viene eso? —exclamó Julie indignada—. ¡Deja al pájaro tranquilo!
—Julie —respondió Karl señalando al papagayo, que se había agazapado a regañadientes bajo el porche—, no querrás que el animal aparezca en casa de los Marwijk, ¿verdad?
Julie tuvo que admitir que verdaderamente no era una buena idea y que, teniendo en cuenta que Nico la seguía a todas partes, no habría dudado en acompañarlos volando a la embarcación; por eso debían retenerlo en Rozenburg.
A Julie no le quedó otro remedio y, con un hondo suspiro, abandonó al animal a su suerte. Siguió a Karl hasta el río, donde los estaba esperando la barca.
Martina y Pieter estaban acomodándose bajo el pabellón.
Julie trató de sentarse a cierta distancia de Karl, Pieter y Martina. La cercanía forzosa la hacía sentirse a disgusto y, como pudo comprobar, allí vecindad significaba casi una hora de viaje en barca.
La llegada a casa de los Marwijk deparó a Julie otra sorpresa más. No solo porque estos residían en una ostentosa residencia, sino también porque Karl, en cuanto puso un pie en el suelo, sufrió una asombrosa transformación. De pronto, volvía a ser ese hombre encantador y elocuente que Julie había conocido en Ámsterdam y que había quedado oculto tras el malhumorado esposo de las últimas semanas. Julie no sabía si alegrarse o preocuparse por su estado mental. De todos modos, no se fiaba de esa tranquilidad.
—¡Juliette, qué alegría volver a verla! —Marie Marwijk abordó a Julie nada más verla como si quisiera acapararla—. ¿Conoce ya a mi marido Davis? —Julie no se sentía capaz de recordar si le habían presentado antes a ese hombre alto y enjuto. Su aspecto le recordó enseguida al pastor que solía dar la misa de los domingos en el internado.
Marie Marwijk agarró la mano de Julie y se la estrechó a modo de saludo.
—¿Sabe? A veces una se siente tan sola en estas plantaciones que es una alegría tremenda saber que vuelve a haber una mujer en la zona.
Julie no pasó por alto que Marie, al pronunciar estas palabras, lanzaba una mirada de reojo a Martina. Eso debía significar que hasta ese momento esta no había desempeñado el papel de vecina de manera brillante. Por otro lado, ¿qué iban a tener en común una señora entrada en años y una muchacha joven como Martina? Pero ¿acaso Julie iba a poder hacerlo?
Los Marwijk condujeron a los invitados al comedor. La mesa estaba puesta con una exquisita cubertería de plata, y una esclava vestida de punta en blanco les sirvió las bebidas y unos entrantes. A Julie casi le da risa al ver el fuerte contraste entre el blanco delantal y la cofia sobre el cabello rizado y los pies descalzos y callosos de la sirvienta.
En Rozenburg lo habitual era que la esclava que servía en casa vistiera ropas sencillas y normales. Esas ropas, según había aprendido Julie, se componían del pangi —una falda cruzada— y la angisa —un pañuelo en la cabeza en el caso de las mujeres—. Los hombres llevaban también un pangi o unos pantalones normales. Las blusas y camisas eran prendas que los esclavos solo vestían en las zonas de los blancos. En sus aldeas y en los campos, solían prescindir de ellas. Las mujeres debían ir siempre cubiertas en presencia de los guardas y los blancos. En la ciudad, llevaban incluso lujosos vestidos. En cambio, en las visitas que hacía a la aldea de los esclavos, Julie había tenido que acostumbrarse a encontrarse a las mujeres con el pecho descubierto.
Julie no sabía si en Rozenburg disponían también de ropa de gala para las ocasiones especiales, pero no se imaginaba a Amru o a Kiri vestidas así.
—Y dígame, Juliette, ¿qué opina de Rozenburg?
Marie Marwijk se situó más cerca de Julie. Los hombres se habían embarcado ya en una conversación especializada sobre la explotación de la plantación y Martina se limitaba a admirar a Pieter.
—La verdad es que Rozenburg me gusta mucho. —Julie trató de sonreír para que al responder no se notase demasiado que mentía.
—Es un lugar precioso —agregó Marie—, aunque desde hace unos años se nota que falta la mano de una mujer. Se rumorea que allí las esclavas hacen lo que quieren —apostilló por lo bajo, lanzando de nuevo una mirada a Martina.
Julie arrugó la frente. No sabía muy bien si debía responder. Hasta ese momento le había parecido que la casa se llevaba correctamente.
Marie Marwijk se percató de las dudas de Julie, aunque no las interpretó bien.
—No es conveniente que sea el ama de cría quien se haga cargo de una niña —añadió a modo de aclaración.
Julie no tenía la menor idea de qué hablaba, pero supuso que debía de referirse a Amru.
En ese momento, estuvo a punto de salir en defensa de la mujer que llevaba la casa y la organización de Rozenburg, de cuya bondad estaba convencida, pero Marie cambió de tema.
—¿Vendrá al baile del gobernador? Ay, no sabe cuánto me alegraría que no tuviera que hacer yo sola todas las horas de travesía porque, desde luego, esa celebración no se la puede perder. Bueno…, comprendo que todavía necesite un tiempo para adaptarse al clima, pero no debería perderse ese acontecimiento bajo ningún concepto.
Julie se volvió hacia Karl con expresión interrogante, pero él no le prestó atención.
—Supongo que será Karl quien tome una decisión al respecto…
Julie se quedó pensando. «El baile del gobernador». Probablemente Karl querría aprovechar la ocasión para presentarla.
Marie continuó parloteando mientras les servían el plato principal y no paró hasta que les trajeron el postre. Julie la escuchaba solo a medias. Le llamaban la atención los nombres con los que denominaban a los esclavos en casa de los Marwijk. Davis Marwijk los llamaba a todos sin excepción por nombres de dioses griegos. Atenea les trajo la sopa, Dionisos sirvió el vino y la pequeña Perséfone les llevó la carne. Julie se figuró que no había sido idea de los esclavos bautizar así a sus hijos, pero no se atrevió a preguntar. Cuándo iba a hacerlo, además. Marie Marwijk hablaba sin cesar. Las reacciones de Julie se reducían a asentir atentamente con la cabeza y a intercalar breves comentarios por pura cortesía. Hasta que… Marie Marwijk decidió cambiar de nuevo de tema.
—Tal vez usted por fin le dé a Karl su tan ansiado heredero. Una plantación tan próspera sin un sucesor masculino… sería una verdadera lástima —comentó en un tono de voz un tanto elevado.
Julie no pudo evitar toser y rápidamente se llevó la servilleta a la boca.
De pronto, todos los comensales enmudecieron.
—¡Marie! —Davis censuró la actitud de su mujer con la mirada y Karl clavó los ojos en Julie con una ambigua sonrisa. Marie se encogió de hombros y se concentró de nuevo en el plato.
Julie se quedó desconcertada. Hasta ese momento no se lo había planteado, pero era probable que las noches en las que Karl la había poseído hubieran traído sus consecuencias. Hasta ahora… creía que no. Pero de todos modos no sabía muy bien cómo…
¿Cabía la posibilidad de que Karl la hubiera escogido por esa razón? Como una yegua de vientre joven y sana…
Julie respiró hondo y dio un gran trago a la bebida. Se recompuso como pudo y trató de adoptar un rostro neutro. Al mirar a su alrededor se topó con la sombría expresión de Pieter y la mirada no menos horrorizada de Martina. Julie, abochornada, procuró centrar toda la atención en el plato.
Marie no pareció percatarse de la tensión que se respiraba en el aire y volvió a cambiar de tema. Julie sintió un gran alivio al comprobar que la anfitriona había encontrado una nueva víctima y que desviaba su atención a otra parte.
—Pieter, ¿cómo marchan los negocios en la consulta?
—Muy bien, gracias a la gran demanda.
—¿Es cierto que la consulta de ese médico negro de la ciudad está muy concurrida?
Pieter torció el gesto.
—Bueno, tengo que decir que desde que está él allí ya no tengo que tratar con esa chusma negra.
—Pues a mí me parece increíble que le hayan concedido permiso para ejercer. —Marie resopló con desprecio—. Además, ese hombre ni siquiera habla nuestro idioma. ¿Qué será lo siguiente? ¿Darles permiso para aprender a leer y escribir?
El rostro de Davis adquirió un aire más serio que antes.
—Se rumorea que tal vez el gobierno está pensando en abolir definitivamente la esclavitud. Menudo disparate. Ya han visto lo que ha sucedido en la colonia francesa.
—Inconcebible…, inconcebible… —convino Karl con él.
—Según cuentan, allí incluso hay algunas plantaciones en manos de los negros. ¿Qué cultivan allí, bananas?
Los hombres estallaron en carcajadas.
—Juliette, ¿se ha preocupado Karl al menos de comprarte una esclava? —preguntó Marie con gran interés.
Julie logró asentir aunque no sin esfuerzo.
Cuando emprendieron el camino de regreso era bastante tarde. A Julie le inspiraba cierto miedo el trayecto nocturno en barca, pero los esclavos habrían podido recorrer el camino de vuelta a Rozenburg con los ojos cerrados. Durante todo el viaje, reinó un silencio sepulcral. Martina se sentó acurrucada junto a Pieter, que a su vez parecía enfrascado en sus propios pensamientos. Karl iba medio dormido. Como despedida, no había querido renunciar a brindar una o más veces por las buenas relaciones de vecindad. Con un poco de suerte esa noche no tendría fuerzas para…
Julie estaba agotada y le dolía la cabeza. Aguantar el discurso interminable de Marie la había dejado exhausta. Cuando llegaron a Rozenburg, Aiku tuvo que ayudar a su señor a bajar de la barca. Sin embargo, después de la siestecita y a pesar del alcohol, Karl parecía encontrarse de buen humor.
—Síííí, un sucesor… —aunque farfulló esto de un modo casi ininteligible, la mirada y el brazo tendido hacia Julie no dejaban lugar a dudas—. Eso sí que estaría bien…
Como no alcanzó a Julie, se abalanzó sobre Martina.
—Ahora que mi pequeña pronto me dejará…
Pieter lo miró, molesto.
—Karl, estás borracho. Aiku, lleva al masra a su habitación.
Aiku condujo a Karl, que caminaba del brazo de Martina, en dirección a la casa.
Julie respiró aliviada. Ya había tenido suficiente por esa noche. Justo cuando se dirigía a la casa para acostarse, Pieter se interpuso en su camino. Julie se asustó.
—Escúcheme, Juliette —dijo por lo bajo en un tono amenazador—, no sé qué es lo que la ha llevado a contraer matrimonio con Karl, pero espero que tenga claro por qué se ha casado él con usted.
—Apártese de mi camino, Pieter —le espetó Julie tratando de conferir un tono firme a su voz.
Él no hizo ningún ademán de dejarla marchar; más bien al contrario, se acercó un paso más y al hacerlo oscureció el cielo nocturno con una sombra amenazadora.
—No la considera más que un buen negocio, ¡no lo olvide! Y no cuente con establecer aquí a su familia. A Martina le corresponde la plantación, y eso seguirá siendo así.
—Escuche, Pieter, no sé de qué me habla. Y ahora, por favor, si fuera tan amable de apartarse del camino… —replicó Julie con toda la serenidad de que fue capaz.
Finalmente, Pieter la dejó pasar. Julie se apresuró a entrar en casa. Le temblaba todo el cuerpo.